«[…] La habilidad y el patriotismo de los abogados colombianos al servicio de las compañías extranjeras consiste precisamente en enredar inteligentemente las palabras para que pierdan su significación gramatical en beneficio de la patraña jurídica […]. Estas argucias desleales y sutiles no se les ocurren a los abogados de la Universidad de Columbia, sino a […]
«[…] La habilidad y el patriotismo de los abogados colombianos al servicio de las compañías extranjeras consiste precisamente en enredar inteligentemente las palabras para que pierdan su significación gramatical en beneficio de la patraña jurídica […]. Estas argucias desleales y sutiles no se les ocurren a los abogados de la Universidad de Columbia, sino a los profesores de la Universidad de Colombia […]».
Luis Cano, 1926 (¿?), citado en Jorge Villegas, Petróleo, oligarquía e imperio, Editorial E.S.E., Bogotá, 1969, p. 269.
Si se trata de rastrear el origen histórico de la desigualdad e injusticia de nuestra sociedad es necesario remitirse al despojo de la tierra a que han sido sometidos los pobladores pobres del campo (indígenas, campesinos, afrodescendientes, colonos…), a lo cual hay que agregar la usurpación fraudulenta de los baldíos, o territorios de la nación, en la que han participado desde 1820 militares, empresarios nacionales y extranjeros, abogados, notarios, terratenientes, tenedores de bonos de deuda pública…
La «piñata de los baldíos» que se ha desatado en tiempos recientes no es ninguna novedad en Colombia, simplemente es la repetición de una vieja historia, que tiene como protagonistas consuetudinarios a las clases dominantes de siempre y al Estado. Con esto se demuestra que estructuralmente este país nunca ha cambiado, y sigue siendo manejado con la lógica de una gran hacienda, en la cual los poderosos hacen lo que se les viene en gana con los territorios nacionales y con los campesinos, los que, en el mejor de los casos, son arriados como sirvientes, o son vistos como un estorbo que debe ser eliminado.
La orinoquia y el modelo Riopaila
Según la Superintendencia de Notariado y Registro un baldío es un «terreno urbano o rural sin edificar o cultivar, que forma parte de los bienes del Estado porque se encuentra dentro de los límites territoriales y carece de otro dueño». Una importante porción de esos baldíos se encuentra en la altillanura del oriente del país, con una superficie de cuatro millones de hectáreas «libres», un apetecible bocado para inversionistas nacionales y extranjeros que perciben la región como un «polo de desarrollo», un tecnicismo que se pronuncia para referirse a la siembra de cultivos de exportación y agrocombustibles.
La empresa azucarera Riopaila, que tradicionalmente se ha enriquecido con el robo de tierras en el Valle del Cauca y con la explotación inmisericorde de los trabajadores, ahora continúa con su zaga de despojo en la Orinoquía colombiana. ¿Cómo lo realizó?
Para empezar, tanto en la región como en el resto del país existe un obstáculo legal que dificulta el acaparamiento de tierras en zonas de antiguos baldíos, que se denomina la Unidad Agrícola Familiar (UAF), establecida por la Ley Agraria 160 de 1994, cuyo tamaño varía según la región y de acuerdo a la extensión mínima indispensable para garantizarle una vida digna a una familia campesina. En la Orinoquia, esa UAF puede llegar a ser de hasta 1.500 hectáreas pero en promedio es de 1000. Además, según el artículo 72 de la mencionada Ley, las tierras baldías deben ser adjudicadas a pobres del campo y no pueden comprarse para constituir grandes haciendas.
Para eludir esta limitación, Riopaila decidió recurrir a las argucias jurídicas -que tan conocidas son en este país de leguleyos santanderistas- y para eso se valió de la asesoría de una «prestigiosa» firma de abogados, Brigard & Urrutia, que dirigía Carlos Urrutia, hasta hace pocas semanas Embajador de Colombia en los Estados Unidos. Como resultado de las propuestas de esta firma se conformaron 27 Sociedades por Acciones Simplificadas (SAS), cada una con un capital inicial de 100 mil pesos, con sede en la oficina de los abogados, y compraron por separado territorios contiguos, hasta alcanzar las 42.000 hectáreas, con el fin de implementar el Proyecto Veracruz, en el Vichada, destinado a producir caña de azúcar, soja y palma aceitera. Eso no tendría nada de raro si no fuera porque el 95% de los predios apropiados eran baldíos que habían sido adjudicados a campesinos beneficiarios de reforma agraria entre 1991 y 2009. Cada SAS compró la tierra por separado, con dinero suministrado por Riopaila, y luego le arrendaron cada predio a la empresa azucarera por un lapso de 30 años. Llama particularmente la atención que «empresas» de fachada con un lánguido capital inicial de 100 mil pesos -con el que, de pronto, se puede comprar el tiquete de entrada a un estadio de futbol profesional en cualquier ciudad de Colombia- hayan adquirido tierras que alcanzaron un precio de 40 mil millones de pesos.
Como para no dejar huellas de su acción delictiva, los abogados cedieron en forma gratuita la propiedad de las SAS a cinco firmas españolas que a su vez las traspasaron a otras que fueron constituidas por la sociedad Asturias Holding S.A.R.L., con sede en Luxemburgo, un paraíso fiscal con muy malos antecedentes. De esta forma, Riopaila y sus «honorables abogados» cerraban un testaferrato, con apariencia de un negocio transnacional, para dificultar el conocimiento del asunto, maquillar su acción delictiva y, sobre todo, tener seguridad jurídica al presentar la transacción como un asunto internacional. Para completar la faena, entre otras acciones de dudosa ortografía se generó un repentino encarecimiento de los predios, algunos de los cuales fueron comprados por 10 millones de pesos y al mes fueron vendidos en 3.100 millones de pesos.
Riopaila es un modelo que se replica a lo largo y ancho del país, en especial en la altillanura oriental. Con los mismos procedimientos fraudulentos de los azucareros se han implantado empresas del grupo Sarmiento Angulo, con 17.000 hectáreas y una inversión de cien millones de dólares en palma y caucho. Aunque Alejandro Santo Domingo no ha comprado tierras, ha optado por alquilarlas, en cuya modalidad tiene 4.000 hectáreas. La familia Eder, dueños del ingenio Manuelita, se ha apoderado de 20.000 hectáreas en el Meta y 10.000 en Casanare, destinadas a palma de aceite y agrocombustibles. El industrial santandereano Jaime Liévano posee 13.000 hectáreas, con una inversión de 100 millones de dólares en Puerto Gaitán, en cultivos de soya y de maíz. Entre los «honestos» empresarios extranjeros se encuentran la firma Timberland Holdings Limited, con 10 predios en La Primavera (Vichada), que abarcan un total de 13 mil hectáreas, mientras la empresa estadounidense Cargill -el principal monopolio mundial de la alimentación- adquirió 52.500 hectáreas, adquisición que también contó con el asesoramiento de Brigard & Urrutia. Hasta el momento, en el Vichada se han ubicado 140 mil hectáreas en situación similar a la de Riopaila.
El modelo agrario de Riopaila se basa en el despojo y el fraude legal -lo cual no significa que desprecien el uso de la violencia, puesto que unos años antes los paramilitares arrebataron las tierras de la altillanura a los colonos-, porque aparte de sus acciones ilegales para acaparar antiguos baldíos, los empresarios reciben prebendas del Estado. A Riopaila en particular se le ha dado un trato especial, con subsidios estatales, exenciones tributarias, créditos subsidiados, dineros de Agro Ingreso Seguro, todo lo cual suma unos 35 mil millones de pesos.
La «ley Urrutia»: premio al ladrón
A los grandes delincuentes de cuello blanco de este país, que se precian de ser honorables, se les suele premiar de múltiples maneras por sus incondicionales servicios al capital y a los poderosos, y el abogado Carlos Urrutia no podía ser la excepción. Por eso, el gobierno de Juan Manuel Santos decidió nombrarlo como Embajador en Washington, aunque el Incoder había alertado mucho antes de esa designación sobre los negociados de los baldíos en los que estaba involucrada la firma Brigard & Urrutia Ese individuo se desempeñaba tranquilamente en ese cargo, cuando se conocieron las primeras denuncias sobre Riopaila y Carguill. Como suele ser usual en un país de cinismo extremo, el personaje mencionado se limitó a negar que se hubiera presentado apropiación de baldíos y su bufete hubiera asesorado a Cargill. Casi al mismo tiempo agregó que él había vendido sus acciones en la empresa de abogados apenas lo habían designado Embajador en Washington, en agosto de 2012. Esta es una pobre disculpa, porque la piñata con los baldíos de la altillanura se había consumado entre el 2009 y el 2011, cuando el leguleyo en cuestión era el jefe de su propia oficina de abogados.
Como sus burdas explicaciones no fueron suficientes, Urrutia renunció a su cargo de Embajador. Tanto su carta de renuncia como la de Juan Manuel Santos indican hasta dónde puede llegar la impunidad de los delincuentes de «alta alcurnia» en este país. Urrutia sostuvo que «en el país se avecina ‘un debate eminentemente político’ entre sectores que aún viven en un modelo de desarrollo ‘arcaico’ que impondrá restricciones al desarrollo agropecuario y los que buscan generar la seguridad jurídica que permitirá el desarrollo de estas remotas regiones». Como se nota, el abogado-embajador desvió el asunto central, el de la apropiación ilegal de los baldíos, que es un delito, a una cuestión política, en la que se debaten diversas posiciones sobre el «desarrollo agrario». Esta fue una típica maniobra leguleyista de los abogados de los poderosos. Por su parte, Juan Manuel Santos aseguró que la renuncia de su embajador era un acto de «gallardía», ya que «no tiene motivos sino para sentirse muy orgulloso por los servicios que le ha prestado al país y es merecedor de toda mi gratitud y la de todos los colombianos»i. ¡Claro, debemos estar agradecidos con la gallardía de haber robado a los campesinos, en representación de Riopaila y Carguil, cerca de 100 mil hectáreas de tierra, 42 mil de la primera y 53 mil de la segunda!
A raíz de conocimiento público de las maniobras de estas empresas, el gobierno en lugar de investigar y sancionar a los responsables ha procedido a impulsar una Ley en el Congreso de la República con la finalidad de hacer legales los procedimientos ilegales de bufetes de abogados como los de Brigard & Urrutia y de legitimar el despojo a que han sido sometidos los campesinos por parte de capitalistas nacionales y extranjeros. Debido a esta relación, algunos han denominado a este engendro jurídico como la «Ley Urrutia».
El proyecto que cursa en el Senado está hecho a la medida de los intereses del capital extranjero, los nuevos llaneros y el sector financiero, puesto que se elimina el número de las UAF de que puede disponer un mismo propietario, sin importar si son baldíos. Así mismo, se consideran como legales las acumulaciones de UAF por los grandes inversionistas en predios que hayan sido titulados antes de 1994. Con este mico jurídico se legaliza la mayor parte de las adquisiciones fraudulentas de Riopaila y demás acaparadores de tierras en la altillanura. También se impone como condición de la pretendida modernización agrícola el establecimiento de «alianzas productivas» entre campesinos y empresarios, una figura decorativa para justificar el despojo de los primeros. Todo esto se hace a nombre de suministrarle protección jurídica a los inversionistas de la agroindustria, lo cual se justifica en forma demagógica como la única vía de garantizar el suministro de alimentos, cuando en esas tierras Riopaila y compañía van a sembrar de todo menos cultivos para alimentar a la gente, aunque si para «nutrir» automóviles con los irracionales agrocombustibles.
Con esos procedimientos, se reafirma la impunidad de los delincuentes de «fina estampa», en este caso los abogados y sus clientes, porque de manera cínica la firma Brigard & Urrutia pretendió tapar su delito al decir que lo hacía porque «la mayoría de las más reconocidas firmas de abogados del país, presentaron vehículos similares para adquirir las tierras». Es decir que si unos roban, todos podemos robar, sentencian con suficiencia estos abogados, que se supone no deben violar las leyes. Y para reafirmar su «ética» profesional sostienen, sin rubor alguno, que «la función de una firma de abogados como la nuestra, consiste en desarrollar soluciones jurídicas para nuestros clientes»ii. O sea, que si los clientes matan, atracan o trafican, Brigard & Urrutia sabe y dispone como librarlos de culpa.
Ante tanto descaro, valga evocar las palabras del escritor liberal Alejandro López quien en el año de 1927 manifestaba que en torno a los baldíos se libra una «lucha sorda entre el papel sellado y el hacha, entre la posesión efectiva de ésta y la simplemente excluyente de aquél»iii. El papel sellado que esgrimen los abogados de los empresarios y terratenientes y el hacha de los campesinos y colonos que descuajan monte y selva, de la que luego son violentamente expulsados por las armas del Estado o de los particulares que las se emplean cómo instrumentos convincentes que respaldan el papel sellado en el que se registran los títulos fraudulentos e ilegales de los grandes empresarios, hombres que sus gallardas acciones hacen patria y enorgullecen a todos los colombianos «de bien».
Los rabulas robatierras
Otro mito persistente en Colombia es sostener que este es un país de abogados, para deducir en forma automática que somos un «Estado social de derecho». Lo que menos se menciona es que al parecer somos el país del mundo con más facultades de Derecho, pero también el lugar en donde el 97% de los delitos quedan en la impunidad y, para remarcar el sello de clase de la justicia que se imparte, siempre se persigue a los de ruana, como reza un sabio dicho popular.
Como manifestación palpable de que el derecho se usa para beneficiar a los poderosos de aquí y de afuera (como a las empresas multinacionales) desde tiempos inmemoriales que se proyectan hasta el día de hoy se ha erigido una casta de rábulas de media y alta alcurnia que sirven en forma incondicional a todo tipo de empresarios -incluidos los narcotraficantes y paramilitares-, entre los que sobresalen los del sector petrolero, minero y agrícola. Así como los «abogados aceitosos», que fueron estudiados por Jorge Villegas en su célebre libro Petróleo, oligarquía e imperio (1969), facilitan y legalizan todos los robos que las empresas multinacionales de hidrocarburos le han hecho a los colombianos, también debe hablarse de los abogados robatierras.
Éstos se han erigido en los portavoces de los grandes terratenientes y capitalistas del agro y en enemigos jurados de campesinos e indígenas. Son los encargados de legalizar el despojo y la expulsión de sus tierras de los pobres del campo, así como de falsificar e inventar títulos a nombre de los usurpadores. También facilitan el robo de baldíos y redactan leyes -que luego son aprobadas en el Parlamento, que está repleto de abogados aceitosos y robatierras- para legitimar la expropiación y proporcionarles seguridad jurídica a los ladrones de «cuello blanco». Además, los abogados robatierras se presentan a sí mismos como la encarnación de la patria, la propiedad y el derecho y por eso, como lo acaba de hacer la firma Brigard & Urrutia, sostienen sin recato alguno que sus actuaciones se hacen para beneficiar a los verdaderos dueños del país, porque éstos engrandecen la patria, con sus acciones fraudulentas y sus crímenes.
No sorprende en estas condiciones que esos abogados estén tras la redacción de una «Nueva Ley» -que sería la Ley Urrutia- en la que se legalice el despojo de miles de hectáreas que se le ha hecho a los campesinos colombianos y digan que tal disposición beneficia a la agricultura colombiana, en la cual solo caben latifundistas, grandes empresarios agrícolas y multinacionales. Estos abogados se encargan de darle un lustre de aparente legalidad a lo que son simplemente delitos, pero como lo efectúan los poderosos, tal maniobra se muestra como resultado de la genialidad y sapiencia jurídica de los rábulas que roban la tierra, a nombre de los prohombres de la patria, cuyas sabias opiniones coinciden al pie de la letra con lo que piensa Juan Manuel Santos y los funcionarios gubernamentales, los voceros de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) y Riopaila, Carguill, Fazenda y compañía. Todos ellos quieren que se validen las apropiaciones de los baldíos de la nación que se hicieron antes de 1994 y que las efectuadas después de esa fecha sean legitimadas, con el sofisma que eso era posible porque en el certificado de tradición y propiedad no figuraba la expresa prohibición de comprar y acumular terrenos de UAF.
Y tampoco sorprende que la «gran prensa» que representa a las fracciones dominantes de la tierra y del capital salga tanto en defensa de los abogados que delinquen como del proyecto de convertir la altillanura en un emporio del capital transnacional. Editoriales, artículos de opinión (cuyos columnistas son bien pagos), publicidad y propaganda en los grandes medios se encargan de lavar la imagen de los robatierras, tanto los de toga y birrete como de los «honorables empresarios». Al respecto un comentario de la Revista Semana es suficientemente ilustrativo, si se considera la vuelta de tuerca que le da a los hechos, con el objetivo de lavar la imagen de los delincuentes de «noble cuna» y de exonerarlos de antemano de cualquier responsabilidad:
«La solución de la altillanura no es la agricultura campesina, sino la agroindustria. […] Como afirmó el gobernador de Vichada, Andrés Espinosa, el desarrollo de la región solo será posible si llegan los capitales privados.
Eso también lo pensaban los últimos gobiernos, los cuales eran conscientes de esas inversiones agroindustriales, que en ese momento eran consideradas convenientes. La tierra en la altillanura es muy mala y no es apta para el agro. El nivel de acidez es tan elevado que se requieren cuantiosas inversiones para volverla fértil. Ese problema no se podía solucionar si se le daba una interpretación restrictiva a la Ley 160 de 1994, pues la explotación de una sola UAF no podía ser rentable.
Como toda ley tiene más de una interpretación, se buscaron fórmulas jurídicas para responder a esas realidades económicas. […]
A Carlos Urrutia lo convirtieron en el pararrayos de todo ese episodio para que la acusación tuviera algún gancho político. Como se trataba de negocios entre particulares que estaban arriesgando su propio capital, se requería algún nexo con el gobierno para que el escándalo despegara. […]
Esto produjo la inusual situación de que un debate de baldíos que tenía múltiples protagonistas -desde los compradores de las tierras, los habitantes de la región y hasta el gobierno- se centró en un concepto jurídico, en una firma de abogados y en uno de sus socios.
Un concepto jurídico no es más que una opinión que se puede acoger o no. Puede ser bueno, regular o malo, pero no judicializable como se ha llegado a especular ahora. Carlos Urrutia ha sido considerado siempre uno de los abogados más respetados del país y se había perfilado como un gran embajador en Washington»iv.
Esta larga cita nos sirve para ilustrar hasta dónde puede llegar la apología del delito en Colombia por parte de la «gran prensa», que sigue al pie de la letra lo que dicen y hacen los abogados robatierras. Por qué el asunto es si puede considerarse como un simple «concepto jurídico» que un abogado (Carlos Urrutia), contratado por grandes empresas, como Riopaila y Carguill, les proponga, como lo sugirió a la empresa estadounidense mencionada, que fundara cuatro sociedades ficticias, como efectivamente se hizo, y que a esas cuatro empresas de fachada (Black River Colombia SAS, Cargill Trading Colombia Ltda, Cargill de Colombia Ltda y Colombia Agro SAS), se les subordinaran otras 17 SAS y cada una de ellas comprara un predio UAF, en violación flagrante del artículo 72 de la Ley 160 de 1994. Fue de esta forma delincuencial que Carguil se apropió de 26 mil hectáreas de tierra con una inversión de 40 mil millones de pesos, todo lo cual se realizó por iniciativa de la firma de abogados Brigard & Urrutiav. Esto no puede considerarse una simple opinión jurídica sino un auténtico delito, con robo incluido. Como son miles de hectáreas y miles de millones de pesos, la Revista Semana dice que eso es una simple opinión jurídica, pero cuando se trata de los campesinos de El Catatumbo que piden una Zona de Reserva Campesina, eso se juzga cómo una solicitud inaudita y delictiva, porque se agrega que detrás de eso están las fuerzas insurgentes. Con esto se demuestra que, según los periodistas del establecimiento, cuando la tierra se roba para beneficio de los grandes empresarios el hecho se interpreta como una simple opinión o como una gran jugada jurídica, pero cuando la tierra la reclaman los pobres campesinos se les niega y se les criminaliza.
Por lo visto, lo que se requiere para que un delito sea visto como una simple opinión jurídica es que quien lo lleve a cabo pertenezca al gremio de los encopetados abogados robatierras, cuyos apellidos ilustres se presentan como ejemplo de «honestidad» y «patriotismo». En conclusión, en Colombia la ley es para (casi) todos, menos para los ricos y poderosos, o como decía Solón: «Las leyes son como las telarañas, enredan al débil, pero son rotas por los fuertes». Y a los rábulas robatierras se les aplica al pie de la letra el siguiente chiste, nada ficticio por lo demás, como hemos visto: un abogado se dirige con su hijo a su hacienda ganadera y éste le pregunta: Papá, papá, todo lo que se encuentra en esta finca es ganado. Y con una increíble dosis de sinceridad, el abogado le responde: ¡No hijo, no es ganado, es robado!
Objetivo principal: la eliminacion de los campesinos
Tras la fraudulenta y criminal maniobra de apropiarse de la altillanura por parte de los grandes empresarios nacionales y extranjeros, a cuyo servicio se encuentran unos rábulas incondicionales, se perfila un terrible objetivo de las clases dominantes de Colombia: la eliminación de los campesinos.
Tal pretensión por parte del conjunto de las clases dominantes y de sus amos extranjeros continúa con un proceso de larga duración de los últimos 70 años, cuyo resultado ha sido la reducción relativa de los campesinos, perseguidos y expulsados de sus parcelas, las cuales han pasado a manos de grandes latifundistas. Para justificar ese exterminio se ha recurrido a distintas artimañas y pretextos: que los campesinos son atrasados, analfabetos, bárbaros, que son la base social de la insurgencia armada, y ahora se repite que no son productivos y, frente a la gran empresa agraria capitalista, no tienen nada que ofrecer ni son competitivos. Eso se sostiene con toda la impunidad del caso, a pesar de que los pequeños productores del campo sigan abasteciendo de alimentos en un alto porcentaje al territorio nacional, y a las grandes ciudades.
Por supuesto, decir que los campesinos son improductivos y poco competitivos es el estribillo de moda de todos aquellos que se presentan a sí mismos como «modernizadores» y «altamente tecnificados» -como Riopaila y Carguill- para legitimar el despojo que los escuadrones paramilitares realizan a su nombre y que luego legalizan los abogados robatierras. Esos empresarios consideran que los campesinos son un obstáculo al desarrollo y al libre comercio, y no están en condiciones de implementar los paquetes tecnológicos que supuestamente nos convertirán en una potencia agroindustrial. Por ello, a los campesinos se les aplasta por todos los medios posibles, legales y violentos. Contra los campesinos se han desplegado las fuerzas armadas y los paramilitares, que los matan y destierran. En contra de ellos se firman los Tratados de Libre Comercio, que desprotegen por completo las economías de campesinos e indígenas, mientras les conceden todos los privilegios a las transnacionales y sus súbditos locales. Para apropiarse de las tierras y territorios de los pequeños productores del campo se aprueban todas las leyes que propician el despojo y el saqueó de los minerales, hidrocarburos y riquezas forestales que allí se encuentren. Contra los labriegos e indígenas se difunde una propaganda mediática criminal, aupada por el Estado y los grandes medios de desinformación, que los cataloga de enemigos del progreso y que, finalmente, propende por su desaparición, con la peregrina suposición de que los alimentos que ellos producen pueden ser proporcionados a menores precios y con mejor calidad por las multinacionales y sus supermercados. Contra los campesinos se libra esa cruel batalla transgénica por destruir sus semillas nativas, a nombre de la defensa de la propiedad de las semillas de Monsanto y las multinacionales, que lleva a perseguir y destruir la base natural de la milenaria producción campesina, como sucedió hace poco en el Departamento del Huila.
Todas estas estrategias anticampesinas sólo buscan reforzar a los latifundistas tradicionales, a las transnacionales y sus lacayos locales, minorías insignificantes que actúan con la perspectiva de vincularse a las cadenas productivas de tipo exportador, que ni siquiera van a generar alimentos, sino productos propios de los enclaves agrícolas, tales como palma aceitera, caña, soja o caucho, destinados a los mercados internacionales. Por todo lo anterior, en los últimos meses se ha exacerbado el desprecio y criminalización de campesinos e indígenas, como se registra con los pobladores de El Catatumbo y como acontece en estos momentos con quienes participan en el paro agrario nacional.
Todo indica que en la realidad dura de Colombia están enfrentados dos modelos de agricultura: la de los campesinos y pequeños productores, que abastecen de alimentos a todo el país, y la del gran capital, que quiere convertirnos en un vasto enclave agroindustrial, en donde ya no existan campesinos, tan solo unos cuantos proletarios agrícolas, sometidos a una brutal explotación. Es el modelo malasio el que se busca implantar en Colombia, el de la palma aceitera, que destila a chorros sangre de campesinos e indígenas. Ese es el modelo agrícola del santismo, que pretende legitimar el despojo a nombre de las supuestas virtudes productivas de los grandes empresarios y las multinacionales.
En este sentido, resultan llamativas como ejemplo del despiste de muchos comentaristas y periodistas ante el problema agrario del país, las afirmaciones poco fundamentadas del escritor William Ospina, quien ha señalado que «el gobierno de Juan Manuel Santos no representa al viejo latifundio empobrecedor que ha retrasado el avance de la sociedad colombiana durante 150 años, ni representa a los poderes que, aliados con ese latifundio, están arruinando al empresariado con su lavado de activos, cerrando la posibilidad de una economía campesina y desintegrando los últimos residuos de legalidad y de moralidad de la vieja Colombia». Para el mencionado comentarista, el gobierno de Santos «representa a un sector industrial, financiero, agrícola y de pequeños y medianos propietarios que, si corrigiera su tradicional espíritu excluyente y su sistema de privilegios, podría liderar un modelo más moderno de orden económico y social. Representa el respeto que la vieja dirigencia colombiana mostró, así fuera a menudo de manera hipócrita, por las formas de la legalidad y por los rituales de la democracia, y eso todavía le asegura cierta respetabilidad en el ámbito internacional»vi.
Por lo visto, William Ospina está hablando de otro país y de otro régimen, porque en Colombia el santismo tiene de todo menos algún talante democrático, de respeto a la «legalidad» y no está interesado en mantener las economías campesinas de pequeños y medianos productores, porque todos los días se contempla un absoluto irrespeto y desprecio por sus justas peticiones, y se implementa una burda criminalización de la protesta rural, al mismo tiempo que se respaldan y apoyan a los grandes capitalistas y a las multinacionales para que se apropien de manera fraudulenta de la tierra y, con el apoyo de las fuerzas represivas del Estado, expulsen con las armas a los campesinos.
Porque una cosa si es clara, tanto el uribismo como el santismo son proyectos de clase que se identifican en su odio hacia los campesinos e indígenas y en su respaldo a todo aquello que signifique el fortalecimiento de la gran propiedad, en un caso del latifundio tradicional, y en el otro caso de las empresas exportadoras agrocapitalistas. Ambos han recurrido al paramilitarismo para llevar a cabo sus planes de limpieza y exterminio de los pobres del campo. En ambos casos, el modelo se sustenta en la misma lógica de limpiar la tierra de campesinos, para despejarle el terreno a los terratenientes y ganaderos o a capitalistas y multinacionales. En ninguno de los dos casos el campesino aparece como un sujeto ni como un protagonista de la historia colombiana, sino como un obstáculo al que debe quitarse del camino para facilitar la marcha de los negocios de una rancia oligarquía que ve en la tierra una vasta empresa de acumulación de capital por la vía del despojo.
Notas:
i. http://www.eltiempo.com/politica/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12943662.html
ii. «Cuestionan 52 mil hectáreas de multinacional Carguill», en http://www.verdadabierta.com/despojo-de-tierras/component/content/article/48-despojo-de-tierras/4645-cuestionan-52-mil-hectareas-de-multinacional-cargill/
iii. Alejandro López, «Problemas colombianos», en Obras Selectas, Imprenta Nacional, Bogotá, 1983, p. 25.
iv. «Los baldíos y el posconflicto llanero», Revista Semana, agosto 17 de 2013.
v. «La Luciérnaga revela en exclusiva comprometedor documento de la firma Brigard & Urrutia», en http://www.caracol.com.co/noticias/actualidad/la-luciernaga-revela-en-exclusiva-comprometedor-documento-de-la-firma-brigard–urrutia/20130618/nota/1918135.aspx
vi. William Ospina, «La moneda en el aire», El Espectador, agosto 17 de 2003.
Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Capitalismo y Despojo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.