La construcción del relato sobre la barbarie es esta época de comunicación tecnológica y audiovisual, es rápida y se vive casi en directo. Al poco tiempo que una bomba israelí haya destruido una escuela palestina, matado niños o cualquier otra masacre, podemos contemplar su destrucción, su dolor, los testimonios de las víctimas en las pantallas […]
La construcción del relato sobre la barbarie es esta época de comunicación tecnológica y audiovisual, es rápida y se vive casi en directo. Al poco tiempo que una bomba israelí haya destruido una escuela palestina, matado niños o cualquier otra masacre, podemos contemplar su destrucción, su dolor, los testimonios de las víctimas en las pantallas televisivas y que estas recorran las redes. Sin duda es impactante y sobrecogedor, pero también, en un mundo rodeado de miles de noticias y tragedias a velocidad de vértigo, termina resultando fugaz. Mientras el número de víctimas crece, permanece casi en el olvido la pasada matanza de la operación llamada Plomo Fundido y aún más la de los refugiados palestinos en Sabra y Chatila. Por no hablar del goteo lento de palestinos muertos en diversas acciones militares israelíes, cuando el número no llama la atención de las agencias informativas. Porque la cuestión del número no es ingenua; arrebatar el nombre a la víctima, su condición ciudadana con todos sus derechos, parte de una intención clara: Considerar al ciudadano asesinado producto de un conflicto complejo e irresoluble, formando así parte de unas u otras estrategias internacionales. Es curioso que la condena ante un grupo terrorista, se olvide cuando hay un estado por medio. Incluso cuando ese estado comete actos que están por encima de la crueldad de muchos actos terroristas. Pensemos por ejemplo en que se diría si lo que hace el estado de Israel, lo hiciese Al Qaeda. Es uno de los déficit de la construcción del relato a golpe informativo del momento. A pesar de conocer de primera mano la barbarie, si con los bárbaros está el poder, como ocurre con el estado israelí, tiene una gran capacidad, sobre todo a largo plazo, para que el relato y la memoria estén en buena parte de su lado.
Cuando Theodor Adorno proclamó aquello de que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie, no podía estar más confundido, como el mismo reconoció después. Ante la barbarie, la poesía es un arma necesaria. Eso lo supo el poeta palestino Mahmoud Darwish, cuando teniendo doce años y siendo ya un desterrado, fue amonestado por escribir un poema explicando lo que sentía un niño ante el ocupante. «El incidente me hizo preguntar: ¿El Estado fuerte y poderoso de Israel se molesta por un poema que escribí? Esto debe significar que la poesía es un asunto serio.» La poesía (y no me refiero a ella solo como género) es parte en la construcción de ese relato que hable y reflexione (y no solo denuncie) la barbarie. En particular cuando la política, al menos la dominante, ha estado al lado de los vencedores. Porque su capacidad emotiva al mismo tiempo que reflexiva, su capacidad de introspección, de atender a lo individual y colectivo más allá de la consigna, de las consideraciones estratégico-políticas, pueden llevar ante el espejo a los avaladores de la barbarie. La rabia y la indignación son a menudo fugaces, se necesita algo que deje más poso. Darwish es un ejemplo cuando escribe: «Nuestra patria resplandece a lo lejos/ pero nosotros en ella/ nos ahogamos sin cesar.» «Todos los corazones de la humanidad son mi nacionalidad, si quieren quítenme el pasaporte.» O cuando sus versos hablan del juego victimario: «¡ Yo soy la víctima! ¡No soy yo/ la única víctima! Ellos replicaron: / Una víctima no mata a otra/ y en esta historia hay un asesino y una víctima.»
Porque el poeta palestino, comprometido con su pueblo y con su tiempo, padecedor del abuso israelí como cualquiera de sus conciudadanos, va más allá de una poesía nacional; es una voz universal que habla desde la conciencia y la experiencia del sufrimiento concreto. Así lo lírico tiene tanta presencia en su obra como lo épico. Destierra esa concepción de que los pueblos sometidos son grises, como víctimas de esa opresión y su estética, así declaraba: «Para mí, Palestina es solo un espacio delimitado geográfico. Remite a la búsqueda de la justicia, de la libertad, de la diferencia entre lo que defiendo y la mentalidad israelí, es que esta última conduce a una concepción esclavista de Palestina, mientras para nosotros, se trata de un lugar plural, ya que aceptamos la idea de esa pluralidad cultural, histórica y religiosa en Palestina.» Esa pluralidad es la que niega el sionismo institucionalizado y militarista, en primer lugar al propio pueblo judío. Con sus bombas y crímenes, atentan contra el legado cultural y científico que han dado al mundo numerosos judíos. La peor traición a la memoria del holocausto, a lo que tuvo de victoria moral sobre el nazismo, la están cometiendo los dirigentes israelíes y quienes les apoyan.
El poeta mexicano José Emilio Pacheco dijo que la poesía era una forma de resistencia contra la barbarie; hoy, frente a la muerte programada que ejerce el poder israelí, la indiferencia o complicidad de la comunidad internacional, ante la dificultad para que un tribunal juzgue los crímenes cometidos, el verso para construir el relato contra el olvido.