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La poesía, la guerra y la paz en Colombia y Nuestra América

Fuentes: Rebelión

Texto escrito y leído por el autor en el III Festival por la Paz en Colombia, Memoria y Justicia Social en Montreuil, París el 2 de abril del presente año

Me convocaron los poetas amigos, colombianos residentes en París, Jorge Torres y Efer Arocha con quienes compartí poesía y diálogo fraterno hace quince (15) años recién llegado a esta hermosa ciudad, a escribir un texto en torno al siguiente lema: «la poesía germina en la guerra el sueño de la paz» y acepté la invitación, en primer lugar porque me honra estar aquí en el III Festival por la Paz de Colombia, Memoria y Justicia Social, al lado de poetas colombianos tan importantes como los que me acompañan en esta mesa, junto al poeta chileno Jaime Svart para compartir y debatir con ustedes en un momento tan decisivo para la historia de Colombia y en segundo lugar porque amo la poesía, aspiro a conocer la Paz en mi país y ayudar a consolidarla; y desde luego, porque como es apenas natural, amo a mi pueblo, sus naciones y territorios, etnias y culturas.

A pesar de que no considero de manera ilusa que la poesía por sí misma traerá la paz a Colombia ni a ningún lugar donde exista un conflicto armado, social y político; de lo que sí estoy convencido es de la necesidad de que exista una convicción poética colectiva, es decir creadora, a través de la palabra liberada y liberadora, candente y sonora, reflexiva y comprometida con la Historia y que dicha convicción y compromiso no sea la expresión aislada de individuos, de algunos poetas insulares o de pequeños reductos sociales voluntaristas, sino la expresión indeclinable de las mayorías sociales de un pueblo que se levante con metáforas ardientes en medio de la polvareda y el reguero de sangre que dejan los cañones; en medio de las desapariciones, de las amenazas, de las torturas y todos los crímenes del expolio; es decir, que esa palabra airada y amorosa, enamorada de la vida y la libertad se convierta casi que en un himno cotidiano; me atrevo a soñar que si se lograra esa voluntad poética de un pueblo, entonces sí, que las armas se silenciarían porque la fiesta coral de todo un pueblo (o de la gran mayoría) opacaría con seguridad la fanfarria y el bullicio, el estruendo de un poder mafioso sustentado en una pseudo-cultura del boato, del despilfarro, de la ostentación, del espectáculo banal y frívolo, que en su práctica de represión política y social cotidiana se expresa con acciones como el amedrantamiento, la coacción, el chantaje, el soborno, la desaparición y el asesinato selectivo, entre otras prácticas criminales, que expresan de manera evidente una cultura oficial coexistente con las fuerzas del paramilitarismo que en su oscura noche ideológica sigue perfilándose como a mediados del siglo pasado se perfilara en Europa, en ese conservadurismo patriarcal, retrógrado y fascista que llegó a imperar aquí en el Viejo Continente hace medio siglo y más. No olvidemos los horrores del franquismo. En Colombia, incubó el nacional catolicismo o falangismo español y por el contrario, se privó de la benéfica influencia que tuvo en otros países latinoamericanos como México, Chile, Argentina, Cuba y Venezuela la llegada de decenas de miles de republicanos exiliados huyendo de las huestes franquistas. Y esto se notó en su producción artística, desde luego. Para ningún estudioso de la poesía latinoamericana es un secreto que una de las poesías más ornamentales y preciosista en sus formas en el siglo XX ha sido la poesía colombiana. Esto no va en contravía con la bien ganada fama de ser un país de poetas y letrados. Se decía que en Colombia los poetas estaban debajo de las piedras, pero debemos reconocer que esta poesía ampulosa y fiel a los cánones siempre estuvo alejada de las vanguardias en las que otros países latinoamericanos se implicaron. En ese sentido, quiero sobre todo recalcar la importancia de la hegemonía ideológica y política sobre la Cultura. Y esa fue la cruda verdad que marcó el discurso poético de nuestro país. El movimiento o grupo poético más relevante del siglo XX en Colombia fue el Piedracielismo (sin desconocer el papel rupturista del Nadaísmo, pero que no trascendió al nivel del citado grupo) que lejos de abordar el carácter vanguardista de la obra de Juan Ramón Jiménez, lo que hizo fue asumir de una manera sesgada ese vanguardismo, y de hecho cultivó la visión más tradicionalista del gran poeta andaluz. No olvidemos además, que Carranza fue cónsul en España en la época franquista y destacó por defender con sus posturas ideológicas falangistas a dicho régimen. Tampoco olvidemos que en determinada ocasión de ciertos fastos consulares en los que se veían inmersos algunos destacados poetas latinoamericanos, el poeta Pablo Neruda le exhortó a él y a su grupo a «cantarle a su pueblo, al campesino, al pescador y a dejar de cantarle a la luna y a la rosa». Y hasta nuestros días, con contadas y valiosísimas excepciones nuestra poesía se ha regodeado en sí misma.

El sueño de la paz en Colombia es merecedor de todos los esfuerzos posibles por parte de todos y de todas; la insurgencia está haciendo los suyos, las organizaciones populares y movimientos sociales también, como el valioso esfuerzo colectivo de este Festival constituye una evidencia y es precisamente, en esta coyuntura, donde es necesaria e inaplazable una reflexión profunda sobre nuestros derroteros culturales; donde ese papel determinante del Arte, la Educación y la Cultura para transformar nuestra sociedad, cobra una fundamental relevancia; y para ello, es imprescindible la necesaria organización de los poetas, de los artistas, de los educadores, del periodismo alternativo, con miras a fundar una Nueva Cultura, desde los oprimidos; es tratar de bordar esa nueva concepción del poder en el que aspiremos a de-construir los códigos de nuestras relaciones sociales, que inspiren nuevas formas comunicativas y expresivas para derribar por fin las estéticas burguesas heredadas de la Metrópoli que todavía hegemonizan nuestros imaginarios colectivos; estéticas decorativas, meramente artificiosas, reproductoras de una simbología del confort y de la negación de la diferencia de clases, que proyectan una visión reduccionista y sesgada de la realidad; que propician la entronización de una belleza superficial y banal, que no aspira a la libertad y a la auténtica creación humana sino a una idealización de la realidad que no se corresponde con la misma, como por ejemplo con los ilimitados vacíos de justicia social que azotan a las mayorías en nuestros países inmensamente ricos pero empobrecidos por el capitalismo más salvaje y depredador. La cultura del opresor es la que impera en Colombia y es la que no permite que ese sueño de la paz entonado como un coro poético fraterno colectivo exprese todo ese potencial humano de nuestras gentes; obstaculiza que sea permanente ese desborde de los cuerpos en libertad danzando al aire libre al que incitan nuestros ancestrales ritmos nacidos en esa maravillosa geografía que en sí misma es el más bello poema de la Naturaleza; intentar desmontar los paradigmas culturales sobre los cuales hemos cimentado nuestras propias relaciones entre iguales, pero también frente a los poderosos que nos han oprimido, es el inicio del camino de la emancipación definitiva. Edward Said, el singular humanista palestino, merecedor del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, por la creación de la orquesta East Western Divan junto al músico argentino israelí Daniel Baremboin, nos ilustra en su libro «Cultura e Imperialismo» de qué manera subliminal los grandes imperios colonizadores en el siglo XIX (Inglaterra, Francia y Estados Unidos en el Siglo XX y ya lo venía haciendo desde el siglo XVI el imperio español con la religión católica impuesta a sangre y fuego a los amerindios, negándoles su propia cosmogonía y mitología) imponían no sólo a los colonizados sino a sus propios súbditos en sus respectivos territorios, la noción de que sólo la cultura de ellos era la válida y la de los pueblos sometidos era bárbara, atrasada hasta el punto de hacerla prácticamente inexistente; a fuerza de repetirlo e imponerlo, ese discurso caló en ambos lados del charco, y entonces los colonizados se tragaron el cuento y asumieron el imaginario del colonizador. En minuciosos análisis de obras como «El corazón de las tinieblas» de Conrad, Said demuestra la penetración cultural imperial. Al mismo tiempo, sus súbditos eran seducidos con el relato de una épica gloriosa y humanitaria digna de la historia de su reino y con ella iban inoculando en su propio pueblo esa xenofobia que no es extraño todavía encontrar en gentes de condición humilde en los países europeos. Esa es la semilla del sometimiento: la colonización mental, cultural a la que someten (porque lo siguen haciendo, no hay ninguna duda) los poderosos imperios a propios y extraños. Al respecto, como respuesta, existen varias tentativas historiográficas de la resistencia cultural en Nuestra América, muy interesantes para que tomemos como principios inspiradores de reflexión profunda sobre nuestro papel en torno a la «descolonización» cultural que considero prioritaria y a la que invito a ustedes a reflexionar sobre ella. Uno de los estudios más importantes es «Todo el Caliban» del poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar, que, si me lo permiten, les sugiero como puntal en un plan de estudio orientado a organizar lo que él mismo denomina como la resistencia cultural de nuestros pueblos de América Latina y el Caribe. Un estudio que recopila su insistencia en la investigación del tema por casi medio siglo de su trayectoria intelectual.

Nuestro país y nuestro continente y todas sus islas, tienen un alto destino y es no dilatar más el sueño de uno de nuestros maestros, el poeta y héroe de la liberación de Cuba, José Martí: el edificar desde nuestras raíces el sueño de Nuestra América Mestiza, que permita consolidar esa otra visión contra-hegemónica ante la América anglosajona que ha sometido cultural y políticamente nuestros territorios, pero que también es cierto, ya no tiene ni mucho menos, el poder absoluto sobre nuestros pueblos, como hasta hace menos de medio siglo, cuando con honrosas excepciones campeaba con holgura sobre nuestros países gobernados por vasallos del más alto pelaje. Este momento histórico donde las fuerzas populares, democráticas y revolucionarias colombianas se la juegan toda por un sueño de paz, no es el momento de la claudicación ni tampoco el de dormirnos en los laureles ni mucho menos; es por el contrario, el momento del debate profundo en torno a qué tipo de país queremos; en torno a si hacemos nuestras las luchas de nuestros mártires y nos formulamos un examen riguroso desde la Historia, acerca de cuál ha sido el papel de nuestras élites intelectuales, gran parte de ellas vendidas al imaginario y a la simbología del régimen cuasi feudal que ha imperado hasta nuestros días. Pero igualmente, es también el momento de reconocer esos grandes esfuerzos transformadores de muchos artistas que han sido o son -por el contenido de sus obras- luchadores sociales y en el tema específico que nos concierne hoy, el de la Poesía y el Arte en general en nuestro país, me tomo el atrevimiento de ofrecer algunos nombres de individuos y de organizaciones y afirmo que sobre ese legado es la hora de seguir construyendo esos sueños de emancipación que ellos y ellas sembraron y que hoy día podrían prefigurar que ese lema que nos convoca sea algo que ya, de hecho invoque la unidad en torno a la necesidad de refundarnos culturalmente. Quiero por ello, mencionar esta tarde en este recinto parisino, en primer lugar, dos proyectos culturales colectivos de trascendencia, determinantes en el último medio siglo en nuestro país, cada uno de ellos con una relevancia y particular eficacia e influencia en su área específica de intervención como lo son: La Corporación Colombiana de Teatro fundada en 1970 y dentro de su muy valiosa nómina de grupos, permítanme mencionar sin el más mínimo ánimo de exclusión o preferencia al Teatro La Candelaria de Bogotá y el Teatro Experimental de Cali, TEC, y en el ámbito de la poesía al colectivo de la revista Prometeo de Medellín que liderado por el poeta Fernando Rendón ha logrado forjar un gran movimiento popular en torno a la poesía con el Festival Internacional de Poesía de Medellín desde 1990 y más recientemente con su Escuela de Poesía de la Universidad de Antioquia, que ha ganado los más altos reconocimientos internacionales y nacionales al ser distinguido como Premio Nobel Alternativo de la Paz y en Colombia erigido en Patrimonio Cultural de la Nación. Así mismo, dicho Festival ha dado a conocer además de multitud de voces de los cinco continentes, las muy interesantes creaciones de poetas indígenas colombianos como Vito Apshana, Fredi Chicangana y Hugo Jamioy Juagibioy, así como a otros y otras poetas de los pueblos ancestrales de países hermanos de Latinoamérica y el Caribe. Y para finalizar, mencionaré algunos poetas, narradores, músicos y compositores populares, historiadores, pensadores y artistas de la palabra, de la imagen y de la escena del último siglo en nuestro país, la mayoría fallecidos y otros vivos como Enrique Buenaventura, Santiago García, Gabriel García Márquez, Luis Vidales, Otto Morales Benítez, Estanislao Zuleta, Rafael Gutiérrez Girardot, Fernando González, Manuel Zapata Olivella, Matilde Espinosa, Jorge Zalamea, Álvaro Cepeda Samudio, Patricia Ariza, Juan Manuel Roca, Doris Salcedo, Beatriz González, Alejandro Obregón, Totó La Momposina, Petrona Martínez, Petronio Álvarez, Arturo Alape, Carlos Castro Saavedra, entre otras personalidades y perdonen por la omisión involuntaria de muchas, pues la lista sería extensísima, así como tantos poetas y artistas populares anónimos caídos por las balas enemigas por alentar la batalla de las ideas. Esta mención es mi humilde tributo a aquellos y aquellas que han dejado en nuestro quehacer poético y reflexivo, hondas aportaciones hacia la construcción de ese sueño colectivo de nuestro pueblo por la paz con justicia social, con la recuperación de la memoria histórica para la liberación de nuestro inconsciente colectivo colonizado que rompa los atavismos y nos proyecte como nación liberada política y culturalmente de esa casta criminal que nos ha sumido en la desigualdad mas aberrante. Es sobre la base de ese legado poético de excelencia con el que contamos, desde donde vislumbro el germen de una Colombia libre y soberana integrada en Nuestra América, como la soñaron Bolívar y Martí, para que el bello lema que hoy convoca nuestro encuentro no se haga palabra muerta, sino sueño vivo y liberador.

Muchas gracias.

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