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La política de la marca

Fuentes: Rebelión

En la sociedad postmoderna los objetos desaparecen para dar paso a las marcas. Es un mundo traspasado por la preeminencia de lo simbólico. Pero ¿qué es una marca y más específicamente cuál es su valor? Se trataría de una especie de capital simbólico acumulado que permite la transmisión de un conjunto de ideas o sensaciones […]

En la sociedad postmoderna los objetos desaparecen para dar paso a las marcas. Es un mundo traspasado por la preeminencia de lo simbólico. Pero ¿qué es una marca y más específicamente cuál es su valor? Se trataría de una especie de capital simbólico acumulado que permite la transmisión de un conjunto de ideas o sensaciones ligadas a producir una necesidad, no a satisfacerla, y esto es muy interesante porque la marca como producto social de la sociedad postmoderna está dirigida a perpetuar la insatisfacción.

La marca no se basa el valor de uso de un objeto, la marca es una promesa, da la posibilidad de asumir las cualidades ideales que ella ofrece pero que efectivamente nunca llega a cumplir, porque esa es su lógica, el deseo permanente. Sin embargo la marca llega a ser un suplemento de la identidad fragmentada de las personas que viven en una sociedad hecha para las cosas.

La marca es un valor ‘agregado’ que surge de la desagregación colectiva. En esta desagregación construye un tipo especial de relacionamiento en la identificación de las personas con una u otra marca, las marcas asignan sentido a la comunidad. Paradójico, pero cierto. Y las marcas, incluso, nos dan las pautas de la acción social. ¿Qué es, por ejemplo, la responsabilidad social empresarial?

La marca deja de ser un producto y se convierte en una forma para estructurar el mundo. Y en este contexto nos preguntamos, ¿cómo es posible construir procesos de resistencia? ¿Cómo se lograría revertir la producción simbólica hegemónica, -es decir aquella monopolizada por el capital- sin caer en mismo juego de la marca?

La política construida desde las marcas, es decir la política marketizada, pierde su cualidad orgánica para convertirse en un imaginario. La política así entendida es producida y administrada en última instancia por la industria del marketing, una industria de los imaginarios. ¿Pero a qué intereses responde esta industria, acaso es una industria neutra? ¿Quién administra los imaginarios colectivos y con qué criterios?, ¿Quién nos garantiza que mañana esta industria mediática no cambiará sus mensajes por otros que sean funcionales a un mejor postor? ¿Y si nosotros, los ciudadanos, nos quedamos satisfechos con esta forma de hacer política, qué sentido tiene hablar de participación si nunca participamos, qué sentido tiene la democracia si nos conformamos con el espejismo de la democracia, si nuestra ignorancia, si nuestra exclusión es consolada por una linda propaganda? ¿Qué pasa con la diversidad si la propaganda tiende a polarizar los puntos de vista, cuando habla a nombre de todos, generalizando las cosas hasta el absurdo? ¿En serio estamos conformes con la política de la marca? ¿ Y cómo construimos verdaderos procesos de participación? Preguntas para que cada lector responda.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.