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La política ha muerto, ¡viva el capital!

Fuentes: Rebelión

    La política muere cuando el pueblo, decepcionado por tanta promesa incumplida, transformismo ideológico y aturdimiento neuronal (debido a los golpes, las “cirugías de cuerpos y almas”[1], los mensajes para meter miedo, la vigilancia y el control masivo de la población, la impotencia, la venda de la prensa, etc.,) permite con sus votos o la indiferencia fabricada por las elites que gobiernen personas que deberían rendir cuentas “a la justicia” o dedicarse a tareas que no exijan honorabilidad.

    Algunos dirán que lo anterior es filosofía etílica o una mera opinión, pero no: es la constatación de un hecho que se repite constantemente en este “mundo enmascarado”, en esta sociedad donde las ideologías han entrado en un coma profundo a causa del “caballo” del capitalismo. La dependencia del “mono” del dinero es total y su desintoxicación, un reto fenomenal. Antes los pobres se unían y tenían conciencia de clase, ahora “los astutos” anhelan dar “el braguetazo” –“insinuaba” Juan Marsé- y dejar atrás las cloacas donde “viven las ratas”.

    El dinero emponzoña las venas de la aldea global. ¿Quién puede negar “los sutiles pinchazos” de la heroína del capitalismo, que se inyecta a través de imágenes seductoras para dominar y absorber a “sujetos” que defienden como locos su condición de libertos? ¿Os acordáis de las décadas prodigiosas, las de los grandes ojos, cuando las prisas no marcaban el tic-tac de los corazones y había tiempo para pensar?

    Hay un bello pasaje en la obra “Camino de campo” de M. Heidegger[2] que dice lo siguiente:

   Con la corteza de roble los muchachos construían sus barcos que, equipados con banco de remero y timón, flotaban en el estanque o en la fuente de la escuela. Los viajes por el mundo de los juegos aún alcanzaban fácilmente su destino y conseguían llegar siempre a la orilla.

    Hubo un tiempo, cuando aún no se había propagado la peste de la decepción, en el que creíamos que los políticos podían construir barcos con timón, salir del fango y alcanzar una meta. Y, además, regresar a la orilla tras cumplir los contratos que habían suscrito con el pueblo.

    La memoria histórica (de las últimas décadas) nos dice que todo fue “un sueño”. Que los papagayos llegaron a la cima con bonitas promesas que les permitieron comprar parcela en el Olimpo. Desde allí los súbditos sólo son números y estadísticas, hormigas que conviene mantener trabajando en masa y sirviendo a la Reina (el partido, el amo, al patrón). La plutocracia y la santa comisión seguirán unidos “hasta que la muerte los separe”.

    Nuestro aedo Luís Eduardo Aute nos decía el siglo pasado en su canción “La belleza”:

                               Antes iban de profetas

                               y ahora el éxito es su meta

                               mercaderes, traficantes,

                               más que náusea dan tristeza (…)

                               Y me hablaron de futuros,

                               fraternales, solidarios (…)

                               Ya no somos tan iguales,

                               tanto tienes, tanto vales,

                               ¡Viva la revolución!

    El neoliberalismo ofrece, en su vertiente lúdica, “una rápida experiencia exitosa y un sistema de gratificación instantánea”[3]. Con esa tentación sin fin, ¿quién se resiste a llevarse el botín?

    Ahora que los timoneles solo escuchan campanadas de oro y prometen la luna con su pico de loro, ahora que nuestros representantes se mueven por la religión de la santa comisión y tratan a “los nadies” cual “muñecos de trapo”, ¿qué pasará con tanto capo?

    Mientras siga imperando el modelo USA y la pandemia del capitalismo que exporta a Oriente y Occidente, ¿quién resistirá la tentación de convertirse en dios bebiendo del cáliz del dinero tras morder la manzana y descubrir el poder de la espada?


[1] Expresión del historiador y pensador Raimundo Cuesta, autor, entre otras obras, de “Verdades sospechosas: Religión, historia, capitalismo” (Ed. Visión Libros, Madrid, 2019)

[2] Ese mismo fragmento es utilizado por el filósofo surcoreano Byung Chul-Han en su obra “El aroma del tiempo” para hacer sus reflexiones sobre la vida activa y la vida contemplativa.

[3] Byung- Chul Han, Psicopolítica, pág. 77 (Ed. Herder, 2014).

El blog del autor es Nilo Homérico