Siento una marcada hostlidad hacia la política española, que sigue a la repulsión que me provocó el modo de ejercerse durante estos cuarenta años en los que la política se ha aproximado tanto a una parodia de democracia. Y no sólo por las fechorías cometidas por cientos – quizá miles- de políticos, sino sobre todo […]
Siento una marcada hostlidad hacia la política española, que sigue a la repulsión que me provocó el modo de ejercerse durante estos cuarenta años en los que la política se ha aproximado tanto a una parodia de democracia. Y no sólo por las fechorías cometidas por cientos – quizá miles- de políticos, sino sobre todo porque hemos ido comprobando a lo largo de ese tiempo que la separación de poderes, esencial para distinguir una democracia, aun de mínimos, de un régimen autoritario ha sido inexistente.
Pues bien, la causa de esa hostilidad viene de haber ido constatando además en tan corta experiencia política comparada con la de otros países europeos (hasta el punto de que ni el propio político parece haberse dado cuenta de ello), que la distancia en la mayoría de los casos y de los asuntos tratados entre el razonar usual del político, esté en la oposición o en la gobernación, y el sentido de las cosas que tiene el ciudadano corriente parece insalvable… Y si a su vez luego hemos comprobado que los Tribunales estaban trufados de tendenciosidad, es decir, de parcialidad a favor de los poderes fácticos en lugar de estarlo a favor de la ciudadanìa y en contra de los abusos de estos, el sentimiento de hostilidad, añadido al de repulsión me ha acabado provocando náusea…
Para saber de leyes hay que haberlas estudiado, ser jurista. Para interpretarlas ser además exégeta. Pero para distinguir lo justo del injusto no es preciso conocer las leyes ni ser jurista. Si acaso sólo las leyes administrativas. Es más, ser especialista es a menudo un obstáculo para el sentido común en materia de justicia. Lo mismo ocurre con la economía. En un sistema en que el dinero es cada vez más sofisticado y su recorrido cada vez más sinuoso e intrincado, hay que saber Economía, ser economista. Pero para saber cómo debe ser la economía a secas, ser especialista también puede ser otro escollo, pues tropieza con otro sentido simple que es el saber contar…
En España, la mayoría de los políticos, por no decir todos, salvo algunos médicos y algunos iletrados, son juristas o economistas. Esas dos especialidades son las que dominan la escena política, la económica y en definitiva la vida pública. Salvo excepciones, no hay filósofos, ni filólogos, ni historiadores, ni científicos en los parlamentos. Esta circunstancia aleja considerablemente la mentalidad del político de la mentalidad de la gente del montón. Se parece mucho al oscurantismo religioso de siglos. Recuerda aquel preservar el «saber» y los conocimientos en los reductos clericales para mejor dominar a los fieles. Los periodistas, cuando opinan, y opinan sobre todo, dicen a menudo: «no soy jurista, pero…». Porque en efecto, no hay que serlo para opinar y a menudo para opinar con más rigor y elasticidad que el jurista o juez que no tienen presente lo que en su jerga se llama epiqueya, que es el propósito, en su interpretación, de ajustar la letra de la ley al espíritu de la ley…
En todo caso, lo que quiero decir es que la situación (que a cualquiera de la vida civil le cubriría de vergüenza y retirarse de la escena) de criticar, censurar o atacar, a veces sañudamente, el político lo que hace su adversario habiendo hecho él lo mismo o haciéndolo él después, es tan frecuente y grotesca en España que mueven a desprecio. Porque no son casos aislados, es norma, como acredita la hemeroteca. La facilidad con que el político en la oposición hace promesas y afirma con contundencia medidas si gobierna, que en la mayoría de las veces quedan luego en humo cuando han pasado a gobernar, resulta ya tan vergonzosa que cada día nos obliga a más ciudadanos a no querer saber nada de impostores y ver en el político sólo a un charlatán. Decir y desdecirse, prometer e incumplir, en España se ha hecho ley; al menos la de Murphy….
Ese otro especialista, el estudiante o el licenciado en Lógica formal, lo tiene que pasar fatal viendo desfilar por su vida a legiones de políticos que le recuerdan con viveza a un vendedor de crecepelos en la feria… Porque en política la lógica es lo de menos. Es más, es evidente que si el político español trata de ajustar los silogismos a un razonamiento equilibrado, elocuente y al mismo tiempo eficaz, puede sufrir un ataque de nervios. Ese ataque que por el contrtario al ciudadano común sensato y honrado le daría, si le pillasen en dos o tres renuncios. Sin embargo, el político es capaz de retorcer una y mil veces los argumentos y la lógica formal hasta extremos entre ridículos e insultantes.
¡Cuántas peldaños subiría el prestigio por los suelos del político si, tanto gobernando como en la oposición, se expresara con la humildad acorde a las limitaciones reales de su poder cuantas veces compareciese en público o en los parlamentos! ¡Cuánto sonrojo nos evitaría y se evitaría se se expre sase aproximadamente así: «mi partido va a intentar, va a hacer todo lo posible para…»!
En todas partes ocurre lo que ocurre en España. Pero la diferencia entre lo que sucede en los demás países y lo que sucede en España es que en aquellos la basura que existe es poca y apenas se ve, mientras que en España la basura que dejan los tres poderes del Estado pueden llegar a formar un estercolero…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.