La positividad tóxica exige ser feliz a toda costa y vivir en un estado de optimismo total, con lo cual se niegan, se minimizan, se invalidan las auténticas experiencias emocionales del ser humano
El otro día un sobrino pintor que vive en Nueva York me habló de “la positividad tóxica” que impera en nuestra sociedad de las prisas, marcada por el individualismo, el consumismo y la victoria sobre el prójimo. Yo desconocía esa expresión, que explica muy bien “el malestar de nuestra cultura”, y le agradecí el haberme abierto una nueva puerta para ver el mundo desde otro ángulo.
Eduardo Anievas, así se llama ese bohemio que aboga por encumbrar “la empatía”, mostró su hartazgo por esas personas que te machacan continuamente con “un rollo positivo”, haciendo alarde de sus atributos, y que son incapaces de sentarse a tu lado para escuchar tus problemas, compartirlos y transmitir el calor humano que tanto se necesita en esta época en “la hay que estar bien a la fuerza” porque si no eres “un maldito pringao”.
En el curso de nuestra conversación, mediante el wasapeo, enfatizó lo importante que es pasar de la mismidad a la otredad, es decir: ponerse en la piel del vecino, para entender lo que le pasa y compartir sus pesares, lo que en muchas ocasiones “es la única medicina que ayuda a soportar las cargas y, por ende, a despejar la mente.”
¿Quién no conoce a esos tipos que te apabullan cuando lo estás pasando mal y te dan la tabarra para que sigas sus consejos y su ejemplo? “Yo antes lo pasaba peor que tú y ahora mira como estoy”, le dice un fulano a otro mostrando un rostro radiante y sano mientras su amigo “vive en un infierno” y está pensando en el suicidio. Cuando «el fracasado» baja la mirada, el otro, tras bombardearle con su «positivismo tóxico», mira el reloj y sale corriendo «porque tiene que hacer cosas muy importantes».
Le agradecí, repito, que me regalara el mojón conceptual de “la positividad tóxica”, que ha sido para mí una nueva serendipia filosófica. En uno de los enlaces que me envió hallé la ruta para encontrar varios textos que abordan el tema, entre ellos la obra “Toxic Positivity: The Dark Side of Positive Vibes” (La positividad tóxica: el lado oscuro de las vibraciones positivas) de los psicólogos/especialistas Samara Quintero y Jamie Long.
¿Qué es la positividad tóxica? Los autores consultados responden así a esta cuestión:
«Se trata de insistir (ignorando los problemas y necesidades del otro) en que hay que ser feliz a toda costa y vivir en un estado de optimismo total, con lo cual se niegan, se minimizan, se invalidan las auténticas experiencias emocionales del ser humano».
En otras palabras, “cuando reiteramos demasiado que hay que ser positivo” estamos negando el sufrimiento del otro por narcisismo, egoísmo, individualismo o simplemente “porque el sistema nos ha helado el corazón”, nos ha abotargado o nos ha encadenado al adagio, que tanto gustaba a Anna Harendt, del “burro, la noria, el palo y la zanahoria”. ¿Para qué? Para que vayamos como pollos sin cabeza en busca de la fuente de la eterna juventud, de quimeras que terminarán en la trituradora social.
Los especialistas coinciden en que “la positividad tóxica” es mala para la salud porque «Nos hace llevar una máscara que oculta nuestros verdaderos sentimientos, porque nos hace sentirnos culpables (aunque sea inconscientemente), porque se desprecia el sufrimiento de los demás engañándonos con el mantra de que estamos bien, porque nos negamos a reconocer cosas que no funcionan en nuestra vida, porque nos sentimos falsamente mejor viendo que los otros están mal, etc.»
En esta época de tanto ruido, en la que las palabras son como piedras y la fe está bajo tierra, se echa en falta “esa humanidad” que demanda “tener tiempo para el otro”. Los mercaderes están haciendo bien su trabajo y gozan metiéndonos en nichos donde los mudos gritan y los sordos predican para nos dejemos llevar a un paraíso virtual en el que acabaremos, si no despertamos, abrazados a un robot o atrapados «in perpetuum» en las redes sociales, allí donde saltan peces con anzuelos en la boca y se bebe sangre.
Nota: el cuadro que encabeza este artículo es de Eduardo Anievas.
Blog del autor Nilo Homérico