La primera campaña presidencial de Salvador Allende fue en 1952, y casi nadie se acuerda. Era una campaña destinada a perder, sin embargo fue la más heroica y emocionante de todas. Mi padre era amigo de Allende, me llevó para que ayudara en lo que pudiera y yo lo hice con mucho entusiasmo. Quizás el […]
La primera campaña presidencial de Salvador Allende fue en 1952, y casi nadie se acuerda. Era una campaña destinada a perder, sin embargo fue la más heroica y emocionante de todas. Mi padre era amigo de Allende, me llevó para que ayudara en lo que pudiera y yo lo hice con mucho entusiasmo.
Quizás el olvido se deba a que ya hace más de 60 años y todos, o casi todos, los que estuvieron en eso han muerto. Pero además porque la mayoría de los socialistas apoyó a otro candidato que resultó el ganador, Carlos Ibáñez del Campo. De los pocos socialistas que estuvieron con Allende recuerdo a Armando Mallet y a Agustín Alvarez Villablanca.
La coalición que apoyaba a Allende se llamaba Frente del Pueblo, aunque había casi puros comunistas: don Elías Lafertte, Volodia Teitelboim, Julieta Campusano, la Chela Alvarez y todo el Partido Comunista de la época que, por cierto, había sido declarado ilegal por la Ley de Defensa de la Democracia, la «Ley Maldita».
La visión que puedo dar de esa campaña es la de una chica de 16 años, una mirada ingenua que quizás pueda resultar extraña para los muchachos de ahora.
Había muchos jóvenes, algunos estudiantes de arquitectura como O’Higgins (Gino) Palma -que fue subsecretario de la Vivienda o algo así durante la Unidad Popular-, la Tita y la Ety Friedmann, que daban funciones de títeres. Unos eran o habían sido alumnos del liceo Manuel de Salas, como Leonardo Fonseca Pedraza, mi hermano Miguel y otros; chicos de 15 años, casi niños. Tita Friedmann es la madre del compañero Raúl Pellegrin Friedmann, el comandante José Miguel, uno de los fundadores y principal líder del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), asesinado por la dictadura. Eso les pasó a muchos de los de entonces, nos sentíamos tan contentos y tan seguros, pensábamos que podíamos cambiar el mundo sin peligro. Y veinte o treinta años después los que cayeron fueron los hijos.
El local de la campaña estaba en la calle Serrano 62. Ahora han construido un hotel allí. En Santiago todo lo han demolido para hacer unos edificios espantosos: milagro que todavía no demuelen La Moneda. Allende vivía en la casa de la calle Guardia Vieja, una modesta pero encantadora casa pareada. Esa siguió siendo siempre su casa, aunque cuando fue presidente tuvo que trasladarse temporalmente a Tomás Moro por exigencias de seguridad. Algún día la casa de Guardia Vieja se tendrá que transformar en museo, porque todo se conserva igual: su escritorio, su sillón, sus cuadros, sus objetos, todo. Es emocionante verlo.
En el local de Serrano 62 lo que hacíamos básicamente era labor de propaganda. No había un centavo partido por la mitad, los letreros los pintábamos nosotros mismos y en la noche los íbamos a pegar con engrudo en las calles. El que dirigía todo esto era un compañero, el pintor Walter Duhalde, uno de los hombres más guapos que he conocido en mi vida.
Algunas tardes nos sentábamos alrededor de don Elías Lafertte y él nos contaba sus experiencias de minero y su amistad con Luis Emilio Recabarren. También a veces cantaba el «Canto a la Pampa» con ese vozarrón que tenía, con un abrigo negro, largo, un gran sombrero y su bastón. Era algo sobrecogedor. Tratábamos de seguirlo en su canto pero no podíamos, porque se nos saltaban las lágrimas.
En esa campaña nació ese símbolo extraordinario: dos rayas cruzadas que formaban la V de la victoria y que terminaban en la A de Allende. ¿Lo inventamos nosotros, algún genio de la propaganda, un maestro de las comunicaciones? No, lo creó algún anónimo hombre o mujer del pueblo, comenzó a aparecer en las paredes y pronto se generalizó, porque era muy fácil hacerlo. Se siguió usando en todas las campañas posteriores y ahora es un símbolo único e inconfundible.
Allende venía casi todos los días al comando, salvo cuando estaba en gira, que era muy a menudo. Nos hablaba sin ningún formalismo, nos explicaba cómo iba la campaña, cómo habían sido las giras y nos infundía esa confianza en el futuro que era típica de él. Era un hombre alegre, simpático, paternal.
Esas giras a todo el país las hacía en unos autos tan destartalados que hasta resultaban peligrosos. Iban a todos los pueblos y allí hablaban por megáfono. Eran discursos largos y pedagógicos, que muy poca gente escuchaba pero siempre con respeto. En muchos lugares Allende hablaba en teatros casi vacíos y en plazas públicas desiertas, y lo hacía con enorme dignidad.
En esa campaña ya se planteó la nacionalización del cobre y la reforma agraria, cuando nadie hablaba de esas cosas. «Se midió la realidad chilena en términos cuantitativos y cualitativos y se la resumió en índices o indicadores económicos considerados internacionalmente correctos. Además, se proclamó la unidad de los partidos marxistas y se enunció la expectativa de la vía electoral como vehículo hacia el socialismo».(1)
El resultado de la elección fue magro, Salvador Allende sacó sólo el 5,45% de los votos. La campaña de 1952 fue el comienzo del recorrido que llevaría a Allende a la Presidencia de la República en 1970. En 1952 se sembró una semilla que fructificó, que sigue fructificando y que ni la dictadura ni la traición han logrado destruir
(1) Miguel Labarca, Allende en persona , Editorial CESOC, página 47.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 820, 26 de diciembre, 2014