El 14 de septiembre de 1977 se realizó el primer paro cívico nacional, acontecimiento que por su magnitud y beligerancia se ha convertido en un hito histórico imborrable en las luchas populares de Colombia. Al cumplirse treinta y cinco años de este suceso, puede elaborarse un breve esbozo histórico de las luchas urbanas en […]
El 14 de septiembre de 1977 se realizó el primer paro cívico nacional, acontecimiento que por su magnitud y beligerancia se ha convertido en un hito histórico imborrable en las luchas populares de Colombia. Al cumplirse treinta y cinco años de este suceso, puede elaborarse un breve esbozo histórico de las luchas urbanas en Bogotá, considerando tres momentos, desde la mitad del siglo XIX hasta el día de hoy: la ciudad de los artesanos, la ciudad periférica capitalista y la ciudad neoliberal.
PRIMER MOMENTO: La ciudad de los artesanos
Bogotá fue una ciudad de claro predominio artesanal en todos los ámbitos durante el tiempo que va desde la Independencia hasta la década de 1910, como bien lo ha estudiado David Sowell en su libro Artesanos y política en Bogotá. No quiere esto decir que en Bogotá sólo existieran artesanos, sino que la clase subalterna más importante en términos demográficos, económicos y culturales estaba constituida por aquellos que se autodenominaban como artesanos, los mismos que desde finales del siglo XIX van a usar el apelativo de «obreros» o también el de «industriales». Desde luego, a la ciudad de los artesanos siempre se le quiso invisibilizar por parte de los representantes de la ciudad letrada, para utilizar la acertada denominación del crítico uruguayo Ángel Rama, en la medida en que éstos crearon unas convenciones contra la cultura, con la finalidad explicita de negar la realidad social que se encontraba en estos territorios, queriendo asemejarse a los «civilizados» de Europa occidental. En esa ciudad letrada, como se pretendía que era Bogotá (de allí la ficción de ser la Atenas Sudamericana), se encontraban junto con los artesanos, indios y negros, aguateras y chinos de la calle, mestizos y gentes de color quebrado.
Los artesanos fueron los sujetos protagonistas, de manera directa o indirecta, de los principales acontecimientos de protesta urbana del siglo XIX, hechos entre los que cabe destacar la efervescencia social y política que se da entre 1847 y 1854, la insurrección artesanal de 1893 y las movilizaciones que terminan en masacres en 1911 y 1919. En todas estas acciones cabe destacar el impacto de disposiciones de tipo económico que afectaban de manera directa las posibilidades de subsistencia material de los artesanos y del pueblo en general -una noción continuamente usada por aquéllos- tal y como aconteció con la adopción del librecambio a mediados de la década del siglo XIX, o las medidas encaminadas a comprar mercancías extranjeras en 1919 para engalanar al Ejército colombiano, con motivo de la celebración del Centenario de la Independencia.
Los artesanos sintieron de manera directa los efectos destructivos de esas medidas y, en consecuencia, decidieron combatirlas para seguir existiendo como clase social. Esta resistencia se hacia a partir de su propia experiencia, vista como esa compleja articulación entre el variado mundo de la cultura popular y la vida cotidiana con las exigencias inmediatas de los procesos productivos, alterados de manera dramática por la llegada de mercancías extranjeras, y con el consecuente empobrecimiento que generaba entre los productores directos. Ante esta difícil coyuntura, que ponía en cuestión su propia existencia como clase, los artesanos se movilizaron en diversos ámbitos: en lo gremial crearon sus propias instancias organizativas, entre las cuales se destaca la fundación de la Sociedad Democrática de Artesanos en 1847 como un primer esfuerzo de defenderse del embate librecambista; en lo político, se aliaron conflictivamente con los nacientes los partidos políticos y participaron en las contiendas presidenciales de 1849 y 1853, apoyando sucesivamente a José Hilario López y a José María Obando; en lo militar, defendieron en forma activa all régimen liberal durante la guerra civil de 1851 y, sobretodo, a la dictadura de José María Melo; en lo cultural, usando diversas formas de comunicación escritas y orales intentaron informar y educar a su clase para enfrentar los retos planteados al calor de una cierta forma de interpretar su propio devenir (una lectura mestiza de la historia), de asimilar el iluminismo, el ideario de la revolución francesa y del naciente pensamiento socialista. Este conjunto de repertorios de protesta, salió a relucir en algunos momentos álgidos: 1849-1853, 1893 y 1910-1919.
Un segundo tipo de asuntos que movilizó a los artesanos estuvo relacionado con su rechazo a la humillación pública, como se demostró en 1893, cuando en la capital protagonizaron el principal hecho de protesta urbana en Colombia durante todo el siglo XIX, hasta el punto que década después algunos historiadores lo llamarían, no con una buena dosis de anacronismo, como el «pequeño bogotazo» o el «primer bogotazo». Este hecho demostró que la gente humilde no sólo se moviliza por cuestiones directamente materiales y económicas, sino también, cuando la humillación se torna intolerable. En ese sentido, resulta impactante constatar que la multitud urbana se haya sublevado literalmente ante los insultos y agravios sufridos por un periódico cristiano, en donde un irrespetuoso columnista catalogó a los artesanos como perezosos, vagos, sucios, irresponsables, en dos palabras: la hez de la sociedad.
Esta afrenta atacaba la moralidad propia de los artesanos, que reivindicaban su propio uso del tiempo libre (sobresaliendo el «lunes de zapatero»), su autodisciplina, su respeto al trabajo y sus propias costumbres y tradiciones. Las ofensas se dirigían a un tipo de moralidad laboral, social y cultural y eso no se podía tolerar, como en efecto no lo soportaron los artesanos en enero de 1893, y por ello se sublevaron, atacando todo aquello que en su percepción representaba el oprobio y la humillación. Como se ha visto en numerosas ocasiones, la indignación se constituye en un motivo permanente de la protesta popular, siendo un sentimiento difícil de prever, si se tiene en cuenta que estalla en las circunstancias menos esperados, aflora ante acontecimientos aparentemente anodinos y alcanza dimensiones insospechadas. Que importantes sectores de los artesanos, junto con la población pobre de la ciudad, hayan atacado 4 estaciones de policías, el comando central de esa institución, la casa del Presidente de la República, hayan mantenido en jaque durante dos días a la «policía organizada a la francesa», y que hayan sido reprimidos brutalmente con un saldo de decenas de victimas, indica hasta donde puede llegar la movilización social en un contexto de control moral de los cuerpos y de los espíritus, como lo era la Regeneración.
En la ciudad artesanal, los artesanos no sólo eran la mayoría de la población en el lugar del trabajo sino que su presencia era evidente en otros ámbitos de la vida urbana: en las formas de sociabilidad, en las celebraciones patrias, en los desfiles, en la Guardia Nacional, en los ejércitos durante las continuas guerras civiles, y por supuesto, en las chicherias y en las zonas de diversión. Ocupaban, así mismo, un lugar destacado en términos culturales, ya que contaban con su propia prensa, sobresaliendo al respecto dos momentos principales: la primera mitad de la década de 1850 y la década de 1910, cuando florecieron los periódicos, pasquines, hojas volantes, comunicados, hojas sueltas y otras formas de comunicación escrita. De esta manera, contribuyeron a crear lo que Sydney Tarrow ha denominado una «comunidad invisible de lectores», con todas las implicaciones políticas y culturales que esto supone desde el punto de vista de la difusión de sus propios valores y concepciones.
Las costumbres y tradiciones de los artesanos se convirtieron en un obstáculo a la modernización económica, la cual va a dar origen en la década de 1920 a lo que podemos denominar la ciudad periférica capitalista. Había que desterrar los hábitos, tradiciones, formas de sociabilidad, ritos y mitos de los artesanos, para reemplazarlos por nuevas costumbres y para ello la emergente burguesía bogotana se dio a la tarea de difundir e imponer otras pautas de vida y de consumo, sustentada en concepciones eurocentristas. Por esa circunstancia, atacó todas las pautas culturales y espacios de sociabilidad de los pobres, considerados como la materialización del supuesto atraso, suciedad y miseria de los artesanos, así como todo aquello que representara, a sus ojos, una traba a la modernización forzada de la ciudad y del país. Los artesanos enfrentaron ese proceso de desarrollo capitalista de múltiples formas, intentando preservar la ciudad artesanal. Este tipo de resistencia cubre todo el período de la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, pero es más evidente en este último momento, cuando arreciaron los ataques del naciente capitalismo con el fin de desestructurar la ciudad de los artesanos, lo cual efectivamente lograron, no sin una gran dosis de violencia física y simbólica. Los artesanos como clase murieron de pie, puesto que desplegaron una notable resistencia, como se puso de presente con sus intentos de incorporar a su repertorio de acción términos propios de los obreros, la clase subalterna más importante de ese momento en otros lugares del mundo, y que ya se estaba configurando en el horizonte social y productivo de Bogotá.
Fueron los artesanos los que inventaron, para citar sólo un ejemplo, la celebración del Primero de Mayo en 1914. Aunque muchos de ellos se incorporaron a la naciente clase obrera, resistieron hasta última hora la forzada proletarización, reivindicando su propia disciplina y hábitos, opuestos por completo a la disciplina fabril capitalista y el tiempo industrial. En ese contexto, deben estudiarse sus movilizaciones de la década de 1910, las cuales se cierran trágicamente con la masacre del 16 de marzo de 1919 en las calles bogotanas.
SEGUNDO MOMENTO: La ciudad periférica capitalista
La irrupción del capitalismo en Colombia provocó la transformación de algunos de los pueblos grandes del siglo XIX, entre los cuales se encontraban Bogotá, Barranquilla, Medellín y Cali. Todos ellos conocieron un súbito crecimiento demográfico, expansión espacial, introducción de nuevos hábitos y costumbres, aceleración del tiempo, originando otro tipo de ciudad, la que podemos denominar como la ciudad periférica capitalista. Capitalista, porque aunque persisten muchos aspectos de las ciudades letrada y artesanal, empieza a ser dominada por la lógica de las relaciones capitalistas de producción y consumo: aparecen las primeras fábricas, se transforman o desaparecen los talleres artesanales, se consolida el trabajo asalariado, se incorporan las primeras mujeres al trabajo fabril, emergen otras pautas de consumo, se moderniza parte de la infraestructura urbana y, para completar, comienza la segmentación espacial entre barrios obreros y barrios de la elite. Es la época en que emergen La Perseverancia, El Ricaurte, Las Cruces, El Primero de Mayo, pero también Chapinero y Teusaquillo, hacia donde se desplazan las clases dominantes, que empiezan a disociarse del resto de la población. La modernización económica viene acompañada de modificaciones de tipo cultural, con el objetivo de subordinar a la población a los nuevos requerimientos de la acumulación de capital, de mercantilización de la fuerza de trabajo, de incorporación a los trabajos de obras públicas de la población agraria circunvecina que llegaba a la ciudad, huyendo de las haciendas. Por todo lo anterior, es una ciudad capitalista, y es una ciudad periférica, porque poco tiene que ver con las urbes capitalistas del mundo industrializado, en cuanto a organización urbana, sistemas de transporte y masificación cultural. Es propia del desarrollo capitalista dependiente, característico de nuestros países.
Las limitaciones de estas quedan en evidencia rápidamente ante el crecimiento demográfico, por las carencias de vivienda, en cantidad y calidad, por la inexistencia de servicios públicos que cubrieran a toda la población, por los pésimos sistemas de salubridad pública (al respecto es bueno recordar que Bogotá fue asolada por una epidemia de gripa que en 1918 dejo cientos de muertos), y por la baja cobertura educativa. Todo esto supone, entonces, otras condiciones materiales para los sectores populares y para los trabajadores asalariados, siendo ambos protagonistas de la nueva ciudad, si esta se mira desde el ámbito de las clases subalternas. Justamente, aquéllos constituirán la base social de las primeras organizaciones de trabajadores y en la década de 1940 serán el soporte del gaitanismo, movimiento constituido por los sectores plebeyos, algo así como los descamisados del peronismo en Argentina.
En la ciudad periférica capitalista, como lo es Bogotá hasta fines del siglo XX, emergen como problemas centrales que alimentan importantes luchas y movilizaciones: la carencia de servicios públicos, la falta de vivienda y los problemas de transporte. Eso ya se vislumbró con la primera gran lucha contra el transporte privado, que se había dado en la fase Terminal de la ciudad de los artesanos, como fue la que se adelantó en 1910 contra el tranvía de sangre (impulsado por las estoicas mulas), propiedad de una empresa de los Estados Unidos, y que dio origen a uno de los primeros procesos de nacionalización de una compañía extranjera en la sociedad colombiana. En esa ocasión, el pueblo pobre de la ciudad dio muestra de tal dignidad y capacidad de lucha que mediante un boicot de varios meses obligó a la empresa estadounidense a negociar con la administración de Bogotá, hasta venderle a esta última su sobrevalorada empresa. Mal servicio, desaseo, maltratos a los pasajeros motivaron esta protesta bogotana, la cual también mostró un fuerte sentimiento antiestadounidense, motivado por el robo de Panamá.
En la lógica de la modernización económica, las clases dominantes del país y de la ciudad emprenden la tarea de «civilizar al pueblo», planteando como imperiosa la adecuación de las costumbres de la gente humilde a las nuevas pautas de producción y consumo, para que aquéllos se convirtieran en obedientes y disciplinados trabajadores asalariados, ajustándose a los requerimientos del cronometro capitalista, y también se tornaran en consumidores pasivos de las mercancías generadas en las nuevas condiciones de producción. Para ello, se necesitaba combatir las costumbres de los sectores populares, destacándose el ataque directo a la chicha y a las chicherias. Estos sitios eran vistos, en la doble moral de las clases dominantes de Bogota, como antros de perdición pero también de sedición, porque se rumoraba que allí se urdían las conspiraciones contra la hegemonía conservadora. Además, otra razón para denostar de las chicherías radicaba en que en esos sitios se consumiera un producto que no era generado por empresarios capitalistas en forma directa, aunque algunos prohombres de las elites tuvieran inversiones en chicherias.
En estas condiciones, se adelantó la campaña que duró varios décadas para erradicar la chicha, y se llegó incluso a inventar el «chichismo», una pretendida patología del pueblo pobre de Bogotá que consumía esa bebida fermentada, como expresión del atraso y la miseria de los pobres, y el principal obstáculo que nos impedía unirnos al acelerado tren del progreso. Esta campaña, orquestada y financiada en forma abierta por los productores de cerveza, generó varios levantamientos contra las chicherías, siendo los más importantes los que se presentaron en 1923, cuando fueron atacadas durante varios días y en forma simultánea unas 30 chicherias, produciendo la «revolución de la chicha», como la denominó Luis Tejada. Estos ataques, en los que participaron en forma activa las mujeres, estaban inscritos en la lógica de motines de subsistencia contra los acaparadores y especuladores, que en este caso eran los dueños de las chicherías, quienes habían elevado escandalosamente los precios del invaluable líquido amarillo. Habría que esperar, sin embargo, un cuarto de siglo para que la chicha fuera prohibida, luego de los sucesos del 9 de abril, cuando el régimen conservador y ciertos plumíferos de las clases dominantes, realizaron el «fabuloso descubrimiento» que la chicha era una de las causantes de la rebelión que había destruido el centro de la ciudad.
Justamente, el 9 de abril representa el salto definitivo hacia la ciudad periférica capitalista, con la modernización subsecuente que de allí se derivó. Pero visto desde el ángulo de los sectores populares, ese día fue el más trascendental de sus vidas, porque habían asesinado a Jorge Eliécer Gaitán, al personaje que encarnaba sus intereses y expectativas, quien para más señas había nacido en Las Cruces, uno de los barrios emblemáticos de los pobres y trabajadores. Ese día se cristalizaron, en pocas horas, las contradicciones acumuladas durante décadas, los resentimientos que habían ido guardando los pobres como resultado de la desigualdad, la humillación y la injusticia, todo lo cual representaba la otra cara de la moneda de la prosperidad y el confort de industriales, comerciantes, financistas y terratenientes exportadores, pero también de los políticos conservadores y clericales de los dos partidos, que habían iniciado el ataque contra las pocas conquistas de los trabajadores y habían desencadenado la violencia contra el gaitanismo. Ello explica que el 9 de abril fueran atacados a vasta escala, como pocas veces se había visto en la historia colombiana, lo que para los parias urbanos representaba el oprobio y la humillación: los edificios gubernamentales, los periódicos clericales, la curia, los grandes almacenes, en fin todo lo que simbolizara el odiado régimen conservador.
Los pobres, los desheredados, siempre humillados y ofendidos como diría Fedor Dostoievsky, se hicieron presentes en la escena pública de manera espontánea, sin ser llamados ni convidados por nadie, para manifestar su rabia y dolor ante el asesinato de su líder, del que los representaba y encarnaba para ellos el sueño de otro país, de otra forma de vida, en la cual lo más importante no fuera la riqueza sino la dignidad y el respeto. Y, por supuesto, esta insurrección popular aterró a las clases dominantes, que no dudaron en recurrir a la represión indiscriminada para mantener el orden y la seguridad del capital, como resultado de lo cual quedaron miles de víctimas, que, además y como para que no quedara duda de lo que estaba en juego, fueron enterrados como NN en el Cementerio Central de Bogotá.
Algunas de las protestas populares que se presentarán después del 9 de abril estarán atravesadas por las mismas circunstancias que motivaron a la multitud a rebelarse desde la década de 1920: carencias, carestía, malos servicios públicos y problemas de transporte. Estas son las razones de tipo material, catalizadas por el descontento político y social que generó el antidemocrático Frente Nacional, que originaron importantes luchas desde 1959: la exitosa movilización contra el transporte en el primer semestre de 1959; la recuperación de las tierras, abandonadas como lotes de engorde por terratenientes urbanos, para construir vivienda propia y digna en las décadas de 1960 y 1970, y contra la construcción de obras de infraestructura que expulsaban a los pobres de los lugares donde habitaban, como era el caso de la Avenida de los Cerros, llamada en forma jocosa por la gente como la Avenida de los Serruchos.
Esas movilizaciones contaban con la participación activa de diversos sujetos sociales: estudiantes, jóvenes, mujeres, trabajadores, vendedores ambulantes, desempleados, que se aglutinaban en torno a reivindicaciones sentidas y específicas. Entre todos ellos sobresalen los estudiantes, porque en diversos momentos, como en junio de 1954, soportaron con más rigor la arremetida del régimen militar y del Frente Nacional, llegando a ser por instantes la principal voz discordante de la generación del Estado de Sitio. Sectores de estudiantes, y también de profesores, se convirtieron en la conciencia crítica de la sociedad bogotana, para denunciar atropellos, injusticias, alza de precios, y para defender la educación pública de la constante arremetida del sector privado, ya que en este país antes de que se conociera mundialmente el neoliberalismo, las clases dominantes ya habían optado por privatizar y mercantilizar la educación desde temprana fecha.
Para concluir este segundo parágrafo, debe subrayarse que la movilización popular en la ciudad de los artesanos y en la ciudad periférica capitalista fue tan significativa y de largo aliento que importantes modificaciones políticas de dimensiones nacionales se gestaron gracias a las luchas adelantadas por los sectores plebeyos. Esto sucedió en 1910, cuando una sublevación artesanal, estudiantil y popular puso contra las cuerdas al dictador Rafael Reyes, por su política de acercamiento incondicional al gobierno imperialista de los Estados Unidos. La movilización y masacre artesanal de 1919 también influyó en la posterior renuncia de Marco Fidel Suárez a la primera magistratura, en 1921. La agitación contra la «rosca bogotana» en junio de 1929 fue vital, no solamente para deponer a ese núcleo clientelista del partido conservador, sino que incidió de manera directa en la caída de la cincuentenaria hegemonia conservadora. E incluso, aunque poco tuviera que ver con la verdad histórica, las clases dominantes de este país presumen, aún en la actualidad, de haber organizado y dirigido a la multitud urbana hasta lograr el colapso del gobierno de Rojas Pinilla, en una gesta «heroica» y pretendidamente pacífica, encabezada por el Frente Civil bipartidista, en lo que de manera demagógica se considera como el «glorioso para cívico de 1957».
TERCER MOMENTO: La ciudad neoliberal
En los últimos treinta años, con posterioridad al paro cívico de 1977, se ha ido moldeando en nuestro país, en consonancia con cambios en el capitalismo mundial, otro tipo de urbe, que bien podíamos catalogar como la ciudad neoliberal. No es que Bogotá haya dejado de ser una ciudad de la periferia capitalista, sino que simplemente a ese carácter se ha añadido un nuevo elemento, que rápidamente ha pasado a ser dominante, relacionado con el desmonte de los mecanismos reguladores e intervencionistas del Estado, para dar paso a la mercantilización y privatización del espacio urbano. Han sido abandonados los proyectos de vivienda oficial y estatal, labor que ha quedado por completo en manos del capital financiero; han desaparecido los jardines infantiles que manejaba la administración local, para hacer recaer esa responsabilidad en madres comunitarias, mal pagas y sobrecargadas de trabajo; se han destruido las empresas públicas, con la finalidad de terminar con los sindicatos más combativos y facilitar su conversión en empresas comerciales, que se han feriado al capital privado nacional o transnacional; se han limpiado de pobres zonas enteras de la ciudad, lo cual paradójicamente ha expandido la «cartuchización» a gran parte del espacio urbano en lugar de hacerla desaparecer (El Cartucho era el nombre de una deprimida zona del centro de la ciudad que fue convertida en un horroroso parque); se han implementado medidas tecnocráticas de control del espacio público, expulsando a los vendedores ambulantes, pero sin crear soluciones consistentes y realistas al problema del desempleo estructural; se ha erigido una infraestructura vial, costosa de mala calidad, con la pretensión de integrar la ciudad a los proyectos de libre comercio, junto a lo cual se ha impulsado la destrucción de importantes sectores productivos de pequeña y mediana empresa, que se han arruinado por la apertura comercial indiscriminada, impuesta tras la adopción de la Constitución de 1991.
Lo que sucede en Bogotá no es original, ni mucho menos, puesto que simplemente se está replicando un modelo que ya ha hecho carrera en otras ciudades latinoamericanas, como Buenos Aires, Lima, Quito o Montevideo, para adecuar el espacio urbano a los requerimientos actuales del capital transnacional, en el cual predomina el sector financiero, ansioso de invertir en actividades especulativas (capital golondrina) o comerciales, para lo cual exigen la recuperación como atractivos turísticos de los centros históricos de las ciudades principales de cada país. Por eso, hay que expulsar a los incómodos pobres del centro de la ciudad, como se viene haciendo sistemáticamente en Bogotá con la destrucción de barrios enteros, como Las Cruces, un verdadero ejemplo de urbanicidio -promovido, entre otras cosas por tres administraciones que se dicen de izquierda- que supone la destrucción espacial y social de una comunidad entera, por lo demás protagonista de importantes luchas durante el siglo XX.
En la ciudad neoliberal, espejo del libre comercio, se implantan maquilas, zonas francas y de ensamblaje, centros comerciales a granel, y se segmenta espacialmente la comercialización y el consumo de mercancías. Lo que en la ciudad neoliberal se le ofrece a los pobres y desempleados se basa en los lemas de «consumid hasta el hartazgo», o «el consumo os hará libres», no importa que aquéllos no tengan trabajo fijo, no puedan educarse ni educar a sus hijos, no cuenten con servicio médico por la privatización de clínicas y hospitales, deban reponer por su propia cuenta y riesgo su fuerza de trabajo ante la eliminación del salario indirecto y, además, ya no tengan el derecho real -no retórico ni formal- de asociarse en sindicatos, porque se proclama la flexibilización absoluta de la fuerza de trabajo, para que sea explotada sin horarios, sin calendario alguno, de día y de noche.
Ante este panorama queda la impresión que ya no hay lugar para las protestas urbanas, por la destrucción de las fuerzas antaño organizadas (sindicatos, asociaciones barriales, comunidades eclesiales de base) o por la desaparición o transformación a nombre de la modernización de comunidades urbanas de tipo popular, y por la degradación de otras zonas para convertirlas en tierras de nadie, abandonadas a su suerte, algo similar a lo que sucede en los guetos de las ciudades de Estados Unidos, como Chicago. Porque, de paso, hay que señalar que la contrapartida de todos los fenómenos indicados, es la constitución de los guetos invertidos en nuestro caso, es decir, no para los pobres, sino para los opulentos, para la «gente de bien» vinculada a la globalización, que cuenta ahora con sus propias zonas protegidas en los lugares de vivienda, en las universidades, en los sitios de diversión, en donde nunca se encuentra con los pobres. Es la segmentación plena del espacio urbano, entre dos mundos tan diferentes como el cielo y la tierra: uno está modernizado, cuenta con todos los servicios públicos, está conectado de manera directa con el mercado mundial, tecnologizado y virtual, es la cara posmoderna, incluso en términos arquitectónicos, donde circula la última moda de París y Nueva York, usan celulares de cuarta o quinta generación, cuyos minúsculos aparatos pueden costar varios millones de pesos; el otro mundo, en realidad inframundo, está configurado por millones de seres humanos que malviven a diario, que están por debajo de la cota límite de la pobreza absoluta, que hurgan en los basureros en busca de alimento, que no pueden satisfacer sus necesidades elementales, que desertan del sistema educativo porque no tienen como pagarle a sus hijos la matricula o no tienen como darles una agua de panela diaria, que se mueren a la entrada de las EPS (Empresas Prestadoras de Salud), porque no se les atiende ya que no pueden pagar los costosos servicios médicos, pero que también consumen aquellos productos basura que vienen del mundo, principalmente de China, y que, por supuesto, usan el infaltable celular, pero aquel que es desecho radiactivo inmediato y que viene como material reciclado de los centros imperialistas.
Obviamente, las contradicciones de la ciudad neoliberal son evidentes y tarde o temprano han estallado en algunos lugares de América Latina: en Caracas en 1989; en La Paz y en El Alto, en 2003; en Buenos Aires en 2001; en Quito en varias ocasiones en los últimos veinte años. En todos estos casos, los pobres, los desempleados e importantes grupos de trabajadores precarizados, así como las mujeres humildes y, sobre todo, los indígenas han sido los protagonistas esenciales de estas movilizaciones. No es casual, que en algunos de los casos nombrados hayan emergido otros gobiernos que se pretenden anti-neoliberales, lo cual se ha desprendido de la agitación popular contra los odiados regímenes de librecomercio (Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, Lucio Gutiérrez en el Ecuador, Carlos Menen en la Argentina) y sus Planes de Ajuste Estructural.
En estos casos, la protesta urbana ha vuelto a emerger con nuevas demandas, nuevos repertorios de lucha, nuevas consignas, para recuperar la autonomía de importantes grupos sociales, golpeados por el desmonte de los Estados, como acontece con los indígenas bolivianos, afectados por la desestructuración criminal de la economía minera y el desempleo de miles de obreros de origen aymara en los últimos 25 años.
Existen otras formas de acción menos conocidas, como resultado directo de la destrucción de los Estados y la privatización de la esfera pública, como son los linchamientos, que han cobrado fuerza en Perú, Bolivia, México y otros países centroamericanos. El linchamiento expresa, por abajo, el impacto de la disolución de la regulación social y económica de los Estados, lo que ha originado un sentimiento de soledad, frustración, angustia e impotencia, que en muchos casos deviene en la eliminación física de aquellos funcionarios (alcaldes, concejales, gobernadores provinciales) que encarnan el poco poder del Estado que pudiera quedar y la corrupción e incapacidad para atender a las necesidades sentidas e inmediatas de la gente.
En general, las protestas urbanas no son el pasado de América Latina y el mundo, sino el presente y sobre todo el futuro, si tenemos en cuenta que hoy por primera vez más de la mitad de la población mundial vive en las ciudades, o en algún remedo de ellas, y en el futuro inmediato predominarán en todos los continentes megaciudades con más de diez millones de habitantes. Es bueno recordar al respecto, las contradicciones y problemas que genera la forma urbana, considerando que las ciudades ocupan solamente el 2 por ciento del total del suelo del planeta, pero albergan a la mitad de sus habitantes, consumen el 75 por ciento de los recursos y generan una cantidad similar de residuos. A esto hay que agregarle la terrible desigualdad que se vive en las ciudades, como se expresa en un indicador elemental: solamente el 20 por ciento de los habitantes del mundo, que viven en los países industrializados y sus émulos locales en todos los países, consumen el 80 por ciento de todos los recursos existentes, mientras que 3.000 millones de personas (el 40 por ciento del total de la población del planeta) subsisten con algo menos de dos dólares diarios y con menos del 5 por ciento del ingreso mundial.
Por ello, es muy difícil pensar que no vayan a emerger nuevas formas de lucha en la ciudad neoliberal, como ya se está demostrando en América Latina. Que no sepamos de manera exacta cómo se van a desenvolver esas luchas, cuáles van a ser sus repertorios de protesta y sus demandas, no quiere decir que podamos desconocer la presencia activa de viejos y nuevos sujetos sociales en las ciudades del continente. Porque como lo ha dicho el geógrafo Mike Davis, «los suburbios de las ciudades del Tercer Mundo son el nuevo escenario geopolítico decisivo».
(*) Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.