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La provocación de Henry Miller

Fuentes: Rebelión

Hay muchos libros capaces de diagnosticar una enfermedad, pero muy pocos que se propongan curarla. Henry Miller era un especímen raro, un bardo anacrónico en plena modernidad, un profeta que se reía hasta de sí mismo. Su lenguaje profético, entre el delirio místico-religioso y la rapsodia surrealista, entre una hiperbólica exaltación de la pasión sexual y […]

Hay muchos libros capaces de diagnosticar una enfermedad, pero muy pocos que se propongan curarla. Henry Miller era un especímen raro, un bardo anacrónico en plena modernidad, un profeta que se reía hasta de sí mismo. Su lenguaje profético, entre el delirio místico-religioso y la rapsodia surrealista, entre una hiperbólica exaltación de la pasión sexual y una prosa Rimbaudiana, trataba de provocar e incomodar a la conciencia de una modernidad demasiado autosatisfecha de sus logros.

Frente a la calculada racionalidad moderna, Miller se erige a sí mismo como un contador de cuentos, de delirantes historias cotidianas, prescindiendo de una estructura de principio-nudo-desenlace; se dice que en la etapa final de su vida, Valle Inclán construyó el resto de su obra acudiendo a sus recuerdos, cuando uno lee atentamente a Miller, no puede evitar esa misma intuición. La prosa de Miller, columpiándose entre la verborrea Rimbaudiana, el surrealismo, la reflexión filosófica, el existencialismo desbocado y el hiper-realismo más descarnado, tanto en la descripción de los ambientes como en el diálogo entre personajes, es una prosa autobiográfica. Miller hace una atípica pero certera sociología de la vida cotidiana en los States. 

George Orwell, en sus escritos sobre literatura y política (1940-1948), resalta las semejanzas entre Whitman y Miller: los dos son profetas de la aceptación , pero la aceptación de Whitman está muy lejos de la aceptación de Miller. Lo que Miller acepta son los guetos marginales de la trastienda de Norteamérica, la guerra, la mendicidad, el alcoholismo, el desarraigo, la desorientación, la violencia, el paro masivo y la desenfrenada velocidad de la sociedad moderna. La aceptación de Whitman, sin embargo, se sitúa en un contexto diferente, en una Norteamérica que aún no conocía las consecuencias sociales y ecológicas de un capitalismo que ahora, a principios de milenio, dejaron de ser elucubraciones proféticas o poético-literarias para ser irrefutables certezas, en el sentido científico-positivo de la palabra.

Según Orwell, la Norteamérica que vivió Whitman era una Norteamérica con cierto nivel de prosperidad económica y política, a pesar de la estratificación social por clases y la exclusión racial de la comunidad afroamericana. La Norteamérica de Miller es, con sus propias palabras, ese país que : 

«… estaba enteramente podrido; era tan inhumano, tan asqueroso, tan irremediablemente corrompido y complicado, que haría falta un genio para darle un poco de sentido o ponerle orden, por no hablar de bondad o consideración humanas. Yo estaba contra el sistema laboral americano, que estaba podrido por ambos extremos. Era la quinta rueda del vagón y ninguno de los dos bandos me necesitaba a no ser para explotarme. De hecho, todo el mundo estaba explotado; el presidente y su cuadrilla por los poderes invisibles, y los empleados por los ejecutivos».

Ante la velocidad y sinsentido de esto que insistimos en llamar modernidad, la solución de Miller es una receta contra el desarraigo, pero su solución escapa de cualquier sistema filosófico-político cerrado, escapa también de recetas confesionales institucionalizadas en clave de eterna salvación. No cabe duda de que bajo la prosa de Miller subyace toda una concepción del mundo, una concepción del mundo en la que la energía, la pulsión erótica y un optimista vitalismo cobran especial relevancia, no sólo en lo que se refiere a la creación artística y literaria, sino también en todos los dominios de la vida. La subjetividad de Miller es una radical subjetividad de la aceptación, y por eso puede herir a ciertas sensibilidades marxistas, que son subjetividades de la no aceptación perpetua del actual sistema capitalista, subjetividades que apelan a la acción y a la organización colectiva para buscar la salvación en la política. A Miller, sencillamente, la política le interesaba tres pepinos. Por lo menos en lo que se refiere a la búsqueda de un camino personal de salvación. 

Miller quiere redimirse a sí mismo; es consciente de los males de la sociedad moderna, tanto como cualquier persona de sensibilidad marxista, pero su elección vital es la de una irónica y bufonesca contemplación de los defectos y locuras de las personas y de la sociedad humana. El mensaje de Miller es un mensaje para individuos, no para masas o colectivos -lo mismo recalcaba, por cierto, Herman Hesse, cuando comparaba su mensaje con el de Marx-: frente al caos social imperante, un individuo puede crear su propio orden, aunque sólo sea para guiarse a sí mismo, aunque sólo sea para escapar de la locura colectiva. Frente al caos de la sociedad moderna y el delirio colectivo, un individuo aislado aún puede ser dueño de su propio destino. Es más, debería serlo, y si no lo es es porque aún está preñado de los prejuicios que nosotros mismos nos vamos construyendo cotidianamente para huir de la responsabilidad de sabernos potencialmente dueños de nosotros mismos. Lo que Miller quiere es que cada uno de nosotros nos miremos a nosotros mismos, que no confundamos los convencionalismos y prejuicios sociales con nuestros propios deseos. Tan simple como difícil.

Sin embargo, lo que resalta, por encima de todo, en la prosa de Miller, es su carnalidad, su sensualidad desbocada y, todo hay que decirlo, bastante vulgar en ocasiones. Hay un constante intento por romper con la puritana separación entre alma y cuerpo, esa separación que tanto condiciona también a la insubstancialidad de no poca de la creación artística de hoy en día, fagocitada por un estado de excepción mental global sin precedentes y por un clima de yoísmo y mercantilismo verdaderamente asfixiante:

«Cuanto más cultiva el hombre las artes, menos se empalma. Se produce un divorcio más y más sensible entre el espíritu y el bruto. Sólo el bruto se empalma bien, la jodienda es el lirismo del pueblo. Joder es aspirar a entrar en el otro… y el artista no sale jamás de sí mismo»

En fin, cada uno que juzgue según su criterio.

El individualismo de Miller no tiene nada que ver con el individualismo postmoderno; queda claro que Miller detesta el arte como ensimismamiento -lo cual no deja de ser paradójico, porque si hay alguien que se está mirando continuamente el ombligo es precisamente él-. La búsqueda de Miller es la búsqueda del hombre universal, pero no en el sentido que la ilustración daba a tal universalidad, que no era más que una falsa universalidad preñada de etnocentrismo occidental. El hombre universal que buscaba Miller era un hombre de carne y hueso, no una entelequia. Queda claro en esta líneas, preñadas de tono profético, tomando partido por los humillados y ofendidos de Dostoievsky, a quien admiraba profundamente :

«La tierra es un gran ser sensible, un planeta saturado por completo con el hombre, un planeta vivo que balbucea y tartamudea; no es la patria de la raza blanca, ni de la raza negra, ni de la raza amarilla, ni de la desaparecida raza azul, sino la patria del hombre; todos los hombres son iguales ante Dios y tendrán su oportunidad, sino ahora sí dentro de un millón de años. Nuestros hermanos morenos de Filipinas pueden volver a prosperar un día, también los indios asesinados de América del Norte y del Sur pueden revivir un día para cabalgar por las tierras donde ahora emergen ciudades vomitando fuego y pestilencia. ¿Quién dirá la última palabra? :¡el hombre! La tierra es suya porque él es la tierra, su fuego, su agua, su aire, su materia mineral y vegetal, su espíritu cósmico, imperecedero, el espíritu de todos los planetas.

La máxima de Rimbaud era que el arte debería cambiar la vida, las costumbres, el corazón de los hombres, su más íntima constitución psicológica y afectiva. La máxima de Marx era que la filosofía debería transformar el mundo. ¿Empezaremos por el hombre? ¿Empezaremos por la sociedad? ¿Y si, intentando transformar la sociedad dejamos al hombre a la deriva? ¿Y si, intentanto transformar al hombre, dejamos la sociedad tal y como está? ¿De qué sirve un mundo nuevo, un ordine nuovo, con hombres mediocres, abúlicos, intelectualmente perezosos y consumistas? ¿Qué puede hacer un hombre válido en una sociedad a la deriva? La apuesta de Miller fue claramente Rimbaudiana.

Cada uno es libre de escoger. Sin embargo, a mi modo de ver, quizás sea falsamente reduccionista, por no decir innecesario, separar la apelación a la conciencia humana individual de la apelación a la conciencia colectiva. No tiene sentido concebir a la persona como un átomo aislado de la sociedad, y menos lo tiene concebir una conciencia individual fuera de su contexto social e histórico. No hace falta ser o no ser marxista para intuir esto.

Sólo un hombre nuevo podría ser capaz de sacrificar sus intereses individuales inmediatos por un futuro colectivo incierto. Sólo las verdades del corazón podrían preparar el germen cultural para luchar por una sociedad más justa y humana en todos los ámbitos de la existencia. Mientras tanto, sin esperanza laica en el horizonte, bastante tenemos con luchar con la dictadura del consumo y el eterno presente.

 

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.