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La publicidad en el fútbol

Fuentes: Rebelión

El 16 de junio pasado, unos aficionados de la selección de fútbol de Holanda tuvieron que ver el partido en calzoncillos. Y no fue por estar más fresquitos ni por hacer alarde de su disponibilidad sexual, sino porque no habían acudido al campo convenientemente vestidos, según la FIFA. Este organismo internacional, en principio deportivo, consideró […]

El 16 de junio pasado, unos aficionados de la selección de fútbol de Holanda tuvieron que ver el partido en calzoncillos. Y no fue por estar más fresquitos ni por hacer alarde de su disponibilidad sexual, sino porque no habían acudido al campo convenientemente vestidos, según la FIFA. Este organismo internacional, en principio deportivo, consideró que los pantalones naranjas que vestían (el color de la selección holandesa) no podían considerarse adecuados para asistir al encuentro, porque en ellos iba estampada de forma demasiado visible una marca de cerveza que no es la que patrocina el espectáculo, y consideró preferible que los aficionados asistieran al encuentro en paños menores antes que permitir semejante ultraje a la sociedad de mercado.

El partido en cuestión fue el celebrado en Stuttgart entre Holanda y Costa de Marfil, y la noticia no ha pasado de ser tratada en los medios de comunicación masivos como una mera anécdota. La FIFA ha defendido su postura aduciendo el dinero que los patrocinadores del mundial se han gastado en la organización del evento, unos 700 millones de dólares, y que los aficionados actuaban en connivencia con la empresa publicitada. La libertad de las personas de poder vestir como quieran ya sabemos qué precio tiene. ¿Cuántas más libertades pueden obviarse a fuerza de cheque? En un alarde de caballerosidad los responsables del expolio permitieron a las mujeres conservar sus pantalones, por lo que la medida disciplinaria sólo se aplicó a los aficionados masculinos. Ante el sesgo machista de la situación, no tardarán en llenarse los estadios de faldas y «tops» publicitarios.

Parece ser que las personas son libres de usar su cuerpo como anuncio viviente sólo si las cámaras de la televisión no están cerca, pues queda claro que la prohibición no afecta a las inmediaciones de los estadios sino sólo al recinto interior, allí donde las empresas han pagado por exhibirse o ser exhibidas. La clave de este asunto, lo que lo convierte en algo más que una anécdota risible es precisamente eso. El espectáculo y por lo tanto el negocio no está delimitado por los bordes del terreno de juego, sino que se extiende más allá, hasta allí donde llegan las cámaras que lo retransmiten. Cuando una persona acude a un campo de fútbol, por lo tanto, no acude sólo a presenciar un espectáculo deportivo que le gusta, sino a representar (en el sentido literal de ser actores ) los intereses de las grandes compañías. Aparecer aunque sea de lejos o de forma difusa en el «gran ojo» televisivo hace que las personas dejen de serlo y pierdan todos sus derechos, convirtiéndose en una parte más del «atrezzo» publicitario. Si sales en la televisión ya no eres una persona, eres un anuncio.

Convertir a las personas en anuncios, hacer de las gradas cubiertas de gente un enorme panel publicitario, es otra de las canalladas del sistema capitalista de mercado, convertir el deporte en un negocio. Esta mercantilización de las personas y del espectáculo ha calado tan hondo en la sociedad, tiene tal fuerza alienadora, que hace que incluso muchos de los enfervorizados asistentes se esfuercen por obtener su instante de gloria, su propia promoción pública individual, a base de comportarse de la forma más estrambótica o exagerada posible, ya sea luciendo sus encantos si son mujeres o demostrando que son más burros que nadie si son hombres. Todo vale con tal de aparecer en la televisión y lograr esa notoriedad momentánea y global, esa ínfima migaja publicitaria.

Asimismo, la utilización publicitaria del fútbol es claro que no se realiza solamente por interés comercial. Países con una identidad nacional digamos que difusa, gobiernos mantenidos artificialmente por aristocracias impresentables o nuevos estados creados «ad hoc» por conveniencias de la geopolítica norteamericana o europea utilizan también el desaforado despliegue de enseñas patrias para afirmar, confirmar o inventarse (según el caso) su realidad y cohesión nacional, utilizando también el encuentro deportivo como mero anuncio de sus «marcas» nacionales. Esto hace pensar, pues, que también los estados habrán colaborado, económica o políticamente, en el espectáculo, pues de otra manera tal vez no les dejarían exhibirse. No es raro que una de las primeras reivindicaciones de los partidos nacionalistas sea la de contar con selecciones nacionales de fútbol propias.

Hace tiempo un amigo me comentó que él, aficionado al fútbol desde su infancia, había dejado de serlo por razones políticas. Me habló de los intereses desplegados por aquel entonces para que todas las autonomías tuvieran un equipo en la primera división, y de cómo el fútbol se había convertido en el principal escaparate y sostén de la nueva realidad autonómica española. En aquel entonces me pareció algo exagerado su razonamiento, pero visto lo que se está viendo en este mundial, creo que ciertamente mi clarividente amigo tenía razón. El mundial de fútbol de Alemania y el fútbol en general ya no son más que pan y circo. El opio del pueblo ya no se fuma en las iglesias, ahora prefiere los estadios.