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La puesta en escena

Fuentes: Rebelión

Por lo que se sabe, que no es mucho, la Masacre de Mapiripán fue largamente planeada y acariciada, en julio de 1997, como un plan militar para dar un golpe “contundente y escarmentador” a la guerrilla comunista de las FARC, en el alto mando de la famosa Brigada 17 del ejercito colombiano con sede en Urabá, comandada por el no menos recordado y agasajado general Rito Alejo del Rio. El plan era simple: Enviar en avión a través de todo el territorio colombiano hasta el Guaviare a 120 miembros de la “sexta división” (como HRW denominó a los narco paramilitares oficiales de las AUC, ver https://www.hrw.org/legacy/spanish/informes/2001/sexta_division5.html), para que en coordinación con los otros cuerpos militares agrupados en la 7 Brigada con sede en san José del Guaviare bajo el mando del general Uzcátegui, fueran armados apertrechados y trasportados hasta el sitio escogido: la pequeña aldea de colonización perdida en la selvas del rio Guaviare llamada Mapiripán, donde los informes de inteligencia militar ubicaban grandes cultivos de coca y un fuerte grupo guerrillero en sus alrededores.

El 12 de julio, custodiados por militares del ejército colombiano, dos vuelos chárter partieron de las poblaciones de Apartadó y Necoclí en Urabá y llegaron a la capital del Guaviare, donde fueron recibidos por el coronel Lino Sánchez, el sargento Juan Carlos Gamarra (quien pertenecía a la inteligencia militar) y el paramilitar jefe de zona Luis Hernando Méndez Bedoya apodado “Rene”, quienes los transportaron a la sede del batallón París. Allí fueron vestidos, armados y transportados en camiones y lanchas al lugar escogido. Por el camino se unieron unos 80 efectivos más con lo que se conformó un cuerpo armado de cerca de 200 hombres. Hubo rumores propalados intencionalmente poco antes del inicio de la incursión que alcanzaron a advertir a guerrilleros y a algunos simpatizantes suyos que lograron esconderse. Quedaron en el pueblo quienes suponían no tenían nada que ver con la confrontación armada, pero que desconocían la consigna nazi hitleriana hecha un sello en el alma de los militares contrainsurgentes colombianos de que “en nuestra guerra no hay civiles”.

El 15 de julio llegaron los efectivos de la “sexta división”. Cerraron todas las vías de acceso o salida del poblado durante 5 días con sus noches que duró la operación, y empezaron a poner en escena el plan a cargo de un sanguinario miembro de las AUC conocido como el “mochacabezas”. Buscaron minuciosamente a quienes tenían escritos en la lista negra, y a quienes encontraron los llevaron al matadero público, lugar donde la vida de las reses queda convertida en sangre y carne para vender. Comenzaron la actuación degollando y decapitando a un miembro de la junta comunal y su cabeza “mochada” (cortada) fue llevada al camino que conducía a la escuela, mientras su cuerpo fue tirado cerca de la pista del aeropuerto; a los demás los fueron degollando (como a reses) hasta desangrarse. Luego de eviscerarlos, los desmembraron a hachazos y tiraron sus restos al río para desaparecerlos como seres humanos identificables. Cifras “rosadas” oficiales y sin confirmación, dicen que en esos 5 días fueron sacrificadas 50 personas. Desde el mismo 15 de julio, el gobernador del Meta y la comandancia general de la Fuerza Pública, como el gobierno nacional estuvieron al tanto de lo que estaba sucediendo en ese Matadero, y no movieron ni un dedo, ni un labio. Solo cuando el 22 de julio los efectivos de la “sexta división” regresaron a la capital de Guaviare, entonces si entró el ejército a Mapiripán.

Nada fue al azar. Todo estuvo fríamente preparado y ejecutado en un plan militar efectivo y exitoso y su resultado imborrable o inolvidable: todavía se oyen en ese matadero los gritos de terror y los sollozos agónicos de todos aquellos degollados, torturados, eviscerados y desmembrados, y su eco se pierde en las aguas frías del río. Ese era el efecto buscado. La impresión subjetiva aterradora, pegajosa y duradera de “conmoción y pavor”, (Shock & Awe). El choque traumático duradero de aquella escenificación y representación dramática hecha pública como en los tiempos más salvajes o premodernos de la humanidad, en un país y un Estado que se dice moderno y democrático, con lo cual se pretendió ganar el corazón y la mente de los ciudadanos como lo mandan los manuales de contrainsurgencia, e imponer un exitoso nuevo orden social. Un país refundado

¿Quién puede sentirse orgulloso de pertenecer a una sociedad así?

Bueno, este sacrificio sucedió en julio de 1997. Han pasado 24 años y seguimos en lo mismo. Otra sangrienta puesta en escena pública de Terror del Estado, una vez más en la región del Guaviare, esta vez desde el aire. Un bombardeo militar de precisión planeado minuciosamente en la comandancia de la base militar contrainsurgente colombo estadounidense del “El Barrancón” en San José del Guaviare, con el fin de dar de baja un «demonio» guerrillero disidente del acuerdo Santos-Timochenko. Operación conocida y aprobada por el alto gobierno de Duque, su ministro de defensa Molano, el alto mando militar y la mascota chata de Guarín, con un absoluto desconocimiento o tal vez desprecio del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y del derecho de gentes y de guerra que prohíbe muy claramente el uso desproporcionado de la fuerza militar en un conflicto interior.

Pero como en Mapiripán hace 24 años, NO dio de baja al «demonio» guerrillero buscado tan intensamente por los satélites, sino que según todas las denuncias públicas, dio de baja o mejor desintegró con bombas de alto poder, a un sin número indeterminado de jóvenes y menores de edad que oscila entre 15 y 20 muchachos, quienes huyendo de la mortífera represión oficial y la miseria circundantes buscan refugio en algunos campamentos de la restante guerrilla de las Farc.

La puesta en escena del bombardeo y del post bombardeo mostrando a través de la prensa adicta y pagada por el poder, las desoladas fotografías de la devastación y el calcinamiento de la zona, el desmembramiento o desintegración de los muchachos víctimas del bombazo, el maquillaje de las cifras y de las edades de los muertos etc. No buscaban la muerte del «demonio» Gentil, sino más bien seguir generando en el corazón y la mente de los colombianos la “conmoción y pavor” (Shock & Awe) del Terror oficial. El escarmiento a todos los muchachos “que andan por ahí sin estar cogiendo café”, solo buscando sobrevivir, solamente sobrevivir, a las condiciones miserables que ese nuevo orden de dominación contrainsurgente dominante en Colombia les ha impuesto con sus centurias fascistas.

En Noviembre de 2019, ante un caso semejante de bombardeo a menores de edad, el entonces ministro de defensa Guillermo Botero, no pudiendo defender más su posición y menos la de los militares que no van a renunciar fácilmente a su estrategia contrainsurgente, en un gesto de hartazgo personal, ya que su profesión de gran comerciante bonachón no le daba para más, decidió renunciar a su cargo.

Hoy, el bombardeo en Calamar del Guaviare confirma lo mismo. Que los militares colombianos no van a renunciar fácilmente a su estrategia contrainsurgente de terror militar y de Estado contra quienes consideran sus enemigos al interior de la sociedad. No van a dar marcha atrás, porque además, esta vez, los asesores extranjeros de la base del Barrancón buscaron enviar un mensaje disuasorio subliminal y simétrico de fortaleza y de efectividad militar y aérea, a los militares del vecino país que acababan de concluir las maniobras cívico-militares “Ejercicios de Acción Conjunta e Integral Escudo Bolivariano Comandante Supremo Hugo Chávez Frías 2021”, realizadas entre el 5 y el 7 de marzo que acaba de pasar.

Y esto es lo nuevo que hay que considerar.

Fuente Imagen Internet.