La realidad es como nos la muestran Si le preguntamos a cualquier persona de una ciudad de, digamos, más de 50.000 habitantes de cualquier parte del planeta cómo es por dentro un submarino, seguramente nos responderá lo mismo que podría repetir cualquier lector de este texto que en este momento está usando el internet: tiene […]
La realidad es como nos la muestran
Si le preguntamos a cualquier persona de una ciudad de, digamos, más de 50.000 habitantes de cualquier parte del planeta cómo es por dentro un submarino, seguramente nos responderá lo mismo que podría repetir cualquier lector de este texto que en este momento está usando el internet: tiene muchos comandos, luces, aparatos de alta tecnología. Seguramente no lo equipara con un automóvil; en todo caso quizá le podrá encontrar similitudes con la cabina de un avión comercial, pero sin dudas no lo verá parecido al interior de una vivienda, de una iglesia católica ni el de una mezquita. Y también sin dudas, ninguna de esas supuestas personas preguntadas desmentiría la respuesta de alguien que diga algo más o menos por el estilo. Estamos convencidos que así es el interior de un submarino. Ahora bien: lo más probable es que la inmensa mayoría de ese grupo al que nos referimos nunca estuvo dentro de un submarino, pero ello no obsta para que tenga una idea de cómo es. ¿De dónde sacó esa «idea»? -que, en verdad, es ante todo una imagen-. Sin dudas: de los medios audiovisuales masivos de comunicación.
¿Qué queremos significar con ese ejemplo? Que la realidad cada vez más está construida desde imágenes que generan usinas ideológico-culturales dominadas por poderes globales y que la abrumadora mayoría de la población planetaria consume sin mayor capacidad de respuesta crítica. ¿Quién dijo que los árabes son «fanáticos sedientos de sangre»? La industria del entretenimiento de Hollywood desde hace décadas nos preparó para llegar a eso. Luego, establecida esa «realidad», ante tamaño fanatismo vendrán las invasiones liberadoras (y de paso podrán agenciarse de su petróleo, claro está…).
La realidad no es independiente del sujeto que la conoce. Una botella es medio vacía o medio llene según se la considere. Dicho de otro modo: la pregunta por la «realidad» es la más recurrente en todos los pensadores de todas las épocas y de todas las culturas. En esa perspectiva, entonces, son variadísimas, casi infinitas, las cosmovisiones que sobre ella se han tejido. En definitiva: la realidad no es única; depende de quién la considere. Pero hoy, a partir del Occidente industrializado con su revolución científico-técnica que cada vez se profundiza más, estamos ante una nueva cosmovisión radicalmente distinta: a partir de la irrupción de los medios de comunicación de masas surgida en el siglo XX, la idea de realidad está sufriendo una transformación como nunca antes se había visto en toda la historia, y con una incidencia que todavía no estamos en grado de apreciar en su plenitud. No es para nada exagerado decir que hoy estamos ante una nueva realidad: la realidad virtual, la que crean los medios de comunicación masivos.
Dicho muy a grandes rasgos, la tendencia moderna de las ciencias sociales, y también la filosofía que la subtiende, ha ido más allá de un realismo cosificante en que la realidad es sólo objeto material independiente del sujeto que se relaciona con ella, tal como en Occidente durante dos milenios fijó la tradición aristotélico-tomista. La realidad, para la modernidad, es siempre una construcción. No hay substancia, cosa en sí, esencia o verdades ocultas fuera del sujeto del conocimiento. Verdad y sujeto quedan indisolublemente unidos. Sin pasar a un subjetivismo ingenuo donde se podría llegar a decir que la realidad está sólo en la cabeza del sujeto cognoscente (solipsismo extremo), cada vez va quedando más claro que el mundo tiene que ver en un todo con el sujeto que está parado en él. La realidad humana -que es siempre el universo simbólico humano-, es histórica, y por ello mismo cambiante, relativa.
La aparición de los nuevos medios masivos de comunicación que permitió el desarrollo científico-técnico durante el siglo XX abrió campos inexistentes en épocas anteriores. La comunicación se masificó; todo el mundo comenzó a tener acceso a elementos que, hasta no mucho tiempo antes, eran privativos de elites selectas. Ello no significó, ni remotamente, que la cultura se democratizó. En todo caso los factores de poder comenzaron a tener en sus manos instrumentos de los que no habían dispuesto antes y con los que, en definitiva, no hicieron sino acrecentar su poder.
Si el «pan y circo» es tan viejo como la historia de las civilizaciones, la tecnología comunicacional masiva moderna (prensa escrita, telégrafo, teléfono, radio, cine, disco, televisión, internet, y la lista sigue -hoy días están de moda las llamadas redes sociales: facebook, twitter-, y no sabemos qué seguirá) permitió llevar el impacto de esas instancias a niveles impensables algún tiempo atrás. Seguramente nadie, en el momento de inaugurar una nueva tecnología de comunicación masiva, tenía como proyecto inmediato -y ni siquiera a largo plazo- generar un poder tan grande como el que, a la postre y sin saberlo, estaba generando. Lo cierto es que esas tecnologías dejaron de ser simples instrumentos para, en un cierto sentido, adquirir vida propia. Son ellas las que fueron marcando la forma en que el «pan y circo» moderno fue concibiéndose. Claro que son los poderes fácticos, los seres humanos concretos de carne y hueso que encarnan esos poderes, los que aprovechan, planifican e implementan esos medios. Pero de algún modo la misma naturaleza de estos medios técnicos, el proyecto humano del que nacieron, la ideología en que se inscriben, van moldeando su propia forma.
Hacia una cultura de la imagen
Hoy día los llamados mass media son un importantísimo factor en las sociedades modernas por dos motivos: 1) para alimentar el ciclo del consumo y 2) para resguardar el statu quo. El socialismo real en sus distintas expresiones (las ya terminadas y las aún vigentes) no ha dejado de usarlos igualmente, priorizando, claro está, la segunda faceta, la de arma política. Según estudios al respecto, en estos momentos la radio es el medio de comunicación más consumido a escala planetaria, seguida de la televisión.
En los países desarrollados del Norte es el internet la tercera fuente de información, quedando relegada la prensa escrita a un cuarto lugar, en un proceso irreversible y cada vez más rápido. Todas estas posibilidades comunicacionales son una mezcla de información, entretenimiento y educación. Estudios semióticos serios dicen que alrededor del 85 % de los valores y contenidos ideológicos que un adulto término medio urbano -del Norte o del Sur- detenta, proviene de los mass media, la televisión fundamentalmente. Es claro que su importancia es toral en el diseño de las sociedades actuales. También, sin ningún lugar a dudas, en las socialistas. «Pan y circo», herramientas de control social o arma liberadora -como se las quiera considerar- irrefutablemente juegan un papel cada vez más importante ¿Superarán a la familia o a la escuela formal en su función civilizatoria? ¿Habrá un sexo virtual que le quitará espacio al sexo de carne y hueso? ¿Se nos programará la cabeza a gusto del cliente con un chip implantado desde el nacimiento? Quizá no estamos tan lejos de todo ello.
En el mundo de la libre empresa, y por una intrincada mezcla de 1) autonomía en la propia modalidad intrínseca de los medios masivos (su dinámica lleva a la vulgarización creciente, la cultura de masas termina siendo cultura pobre para pobres) y de 2) proyecto político-ideológico en sus arquitectos (los mass media son negocio y control de las cabezas de las masas), el resultado final es que toda la parafernalia de estas instancias da como resultado una nueva modalidad cultural basada, fundamentalmente, en la ausencia de crítica y en la entronización de la imagen. Aunque crecen y se agigantan con velocidad impresionante, los mass media se empobrecen en términos de contenido crítico y empobrecen a las grandes mayorías con velocidad inversamente proporcional a su gigantismo. Que la inmensa mayoría de la población mundial escuche radio, vea televisión, asista al cine, lea un periódico o navegue en internet, si bien en un sentido habla de una democratización de los saberes que siglos o milenios atrás no tenía la humanidad, al mismo tiempo habla de una banalización creciente, de una dependencia creciente de los mensajes que generan los grandes poderes globales. Por supuesto -sería desubicado negarlo- la información habida y difundida en la actualidad es monumentalmente más grande cada instante. Pero junto a esto el grado de manipulación de los mensajes en juego es también inconmensurablemente más grande cada instante. El «pan y circo» que lograron los romanos del Imperium o el grado de penetración cultural y manipulación al que puede haber llegado la Iglesia Católica durante su dominio de siglos en todo Occidente, enormes sin dudas, no pueden compararse con lo que van logrando los canales de comunicación actuales, más omnímodos, más sutiles; y si se quiere: más atractivos ¿Quién no queda prendido/fascinado ante una pantalla de televisión a color? Lo cual nos recuerda que, en realidad, no estamos tan lejos de los insectos que quedan embobados ante la lámpara luminosa.
La influencia del Coliseo con sus gladiadores, o del sermón dado por el sacerdote en cualquier iglesia durante el medioevo europeo, o la incidencia de cualquier agente religioso de cualquier cultura (brujo, shamán, pitonisa, etc.) ante su público, de enorme impacto obviamente, no puede compararse a la penetración de las actuales tecnologías de los mass media. Hay cada vez menos defensa ante ellos, aunque como población global estemos más informados. La cuestión decisiva en este cambio es la forma en que los actuales medios masivos de comunicación van forjando la realidad; por siglos, los agentes culturales que informaban-divertían-educaban a las masas (los «comunicadores sociales», para usar una palabra moderna, la superestructura ideológica si queremos decirlo de otro modo) ejercieron una influencia simbólica: su mensaje contribuía a moldear la realidad. Hoy día esos actores crean una realidad nueva, la inventan, la fabrican. La realidad es, cada vez más, virtual. Hablamos hasta el hartazgo de Bin Landen, pero no tenemos la menor idea si existe, existió o murió hace ya 10 años como recientemente se dijo; sólo repetimos lo que los hacedores de imágenes nos dicen. ¿Cómo poner distancia entre la realidad material y el holograma? La realidad es el conjunto de símbolos que nos vienen prefabricados de los hacedores de fantasías, de las pantallas preferentemente. La realidad, entonces, va cobrando forma de espectáculo, de circo difundido en imágenes. Para decirlo con otro término actual: de show visual.
La realidad como comedia
La reciente boda real (el evento más visto por mayor cantidad de gente al unísono en la historia), la beatificación del Papa Juan Pablo II, la muerte de Bin Laden o el omnipresente fútbol ¿son noticias del mundo, o son parte de una muy bien tejida trama de comedia? La realidad -o, al menos, la versión mediática de ella, que es sin más la realidad con que nos manejamos- se ha ido transformando en una comedia (tragedia no, es demasiado lúgubre). La realidad es construida diariamente como banalidad, como feria de vanidades. La avalancha de información que se recibe busca, en última instancia, mantener desinformado. Todos los acontecimientos de la realidad cotidiana son visualizados con la misma óptica: de lo que se trata es de presentar productos «vendibles» (¿por qué habría que «vender» la realidad?), de fácil consumo, entradores, coloridos, nunca dramáticos. Incluso la reciente (supuesta) muerte del «principal terrorista» del mundo, pese a tratarse de un hecho luctuoso -¡una muerte!-, no deja de tener forma de comedia alegre (de hecho, muchos festejaron y bailaron al conocer la «noticia»). Si toda esta feria de vanidades coloridas conmueve, es porque son hechos sensacionalistas, almibarados o sangrientos, farsas bien montadas preparadas para activar sentimientos, respuestas empáticas, viscerales, pero jamás para generar reflexión. Como en toda comedia, la realidad queda elidida y transformada en pasatiempo.
Podría decirse contra todo lo expuesto que, si bien hay algo de razón en la crítica presentada, es más importante lo que los medios masivos han traído. En ese sentido cualquier habitante de la aldea global, sin salir de su casa y gracias al portentoso milagro de oprimir un simple botoncito, puede tener acceso a un océano de información, variado, diverso, con lo que su vida estaría infinitamente en mejores condiciones que la de otros seres humanos de apenas algunas generaciones atrás que no conocían toda esta magia de los mass media. Pues bien: eso es muy cuestionable. ¿Es más libre el esclavo analfabeto que el ciudadano que mira varias horas diarias de televisión? ¿En qué sentido sería más «libre»?
La realidad no es sólo tragedia; es un abanico multicolor donde el drama juega un rol básico, y del que también hacen parte la comedia y la rutina anodina. Pero lo que cuesta creer es que la realidad es un eterno espectáculo preparado para atontarnos. Y sin embargo, toda la evidencia nos confirma que así es. Si la reducimos a show visual -tal como hoy día va la tendencia- estamos a las puertas de una más que preocupante involución de la humanidad, aunque la veamos en pantalla gigante plana de plasma líquido con definición ultrarrealista y la escuchemos con la más refinada tecnología de audio envolvente con efecto cuadrofónico. Si la realidad se reduce a sensaciones programadas y manipulación de la conciencia (lloramos con una telenovela…, o se busca que nos alegremos con la muerte de Bin Laden), entonces triunfó la fantasía ramplona. Estaremos un poco más o menos «informados», pero estaremos absolutamente más sometidos a los dictados de quienes fabrican esa realidad.
Medios alternativos como el presente son buenos acicates para recordarnos que la historia no ha terminado, que la tragedia de la vida sigue, que, aunque nos impongan reír, llorar, soñar o enfervorizarnos según los dese
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