Después de 7 días de protesta en Chile, que se convirtió rápidamente en un estallido social nacional imparable sin conducción de los partidos políticos tradicionales, con demandas más allá de las alzas en el pasaje del transporte público, y contra todo pronóstico de los analistas más avezados, lo que se avecina es la instalación de […]
Después de 7 días de protesta en Chile, que se convirtió rápidamente en un estallido social nacional imparable sin conducción de los partidos políticos tradicionales, con demandas más allá de las alzas en el pasaje del transporte público, y contra todo pronóstico de los analistas más avezados, lo que se avecina es la instalación de las ya conocidas «mesas de unidad» para negociar caminos de solución ante la crisis de las instituciones y la cultura republicana que repudia la violencia del pueblo y que se antepone a su violencia institucional cotidiana.
Este hecho, hay que decirlo con honestidad, se provocó luego que un puñado de adolescentes, estudiantes secundarios entre 12 y 19 años, llamaron a evadir los cobros espurios del pasaje de metro en la ciudad de Santiago, impuestos por el sistema económico neoliberal, impactando de forma negativa en la ya insostenible calidad de vida de la masa trabajadora. Primero estuvieron solos/as, pero en menos de cuatro días, no sólo Santiago ardía en llamas, sino todo el país salía a las calles a protestar, a destruir los símbolos del consumo y la propiedad privada de unos cuantos empresarios.
Ya en el 2006, estudiantes secundarios pusieron en jaque el sistema educacional, cuestionando el corazón del sistema impuesto por la dictadura, con una Constitución que nos gobierna hasta el día de hoy. En estos días, nuevamente lograron un quiebre en la forma de hacer política a través de los «consensos», tan magistralmente administrada por todos los gobiernos pos dictatoriales, comenzando por Patricio Aylwin hasta Sebastián Piñera. En cuatro días, 71 estaciones de metro fueron destruidas, se atentó contra el gran capital saqueando supermercados y cadenas de farmacias que lucran con la vida y la salud, y el caos iluminó las noches, incluso en «Estado de Excepción».
La respuesta de un gobierno que administra los intereses del gran capital es la misma de siempre, sacar todo el peso de la represión a las calles. Esta vez fueron más lejos, la madrugada del sábado se decretó el «Estado de Excepción» que dejó la seguridad pública en manos de las FFAA. Se prohíben las manifestaciones y el derecho a reunión. Un militar boina negra, Javier Iturriaga del Campo, apareció ante las cámaras de televisión, junto al presidente Piñera y sus ministros, anunciando las nuevas medidas. Los militares asumen el control del país y salen a reprimir junto a las fuerzas policiales.
Después de más de 30 años se vuelve a decretar el toque de queda, en cuatro regiones del país. En paralelo, los medios de información masivos, protectores de la propiedad privada, hacen infructuosamente su labor de aterrorizar al pueblo. Hay llamados a la paz, a proteger los bienes privados, a organizarse contra los saqueos. Informan minuto a minuto el estado de guerra, y llaman a la intervención de las fuerzas armadas, sin asco y hacen llamados a que el pueblo pare el saqueo, como si no tuvieran a los militares en la calles custodiando la rebelión.
Estos adolescentes quiebran con las políticas de los consensos, la misma que coordina la mejor forma de robarle todo al pueblo y a la naturaleza, para después sellar con leyes deformes que se aprueban en un parlamento cooptado por los empresarios. La gente siguió en las calles, pese a la invocación de la Ley de Seguridad Interior del Estado, pese al toque de queda. Estos jóvenes, estudiantes secundarios entre 12 y 19 años, nacieron con sus ojos limpios del trauma que originó el terror del Golpe de Estado en 1973. Son nuestras hijas, nuestros hijos sin esa memoria emocional en sus cuerpos, sin la carga de vivir en un país impune, donde líderes de partidos políticos negociaron el genocidio por cuotas de poder. No le tienen miedo, no le dan ningún sentido a sus decretos y toques de queda, un boina negra en cámara, es otro milico más.
Habrá un antes y un después de estas luchas emprendidas por las y los secundarios. Incendiaron el mito de que responder con violencia a su violencia asesina, traería las penas del infierno. Sólo trajo lo que sabemos, lo que ya hemos vivido, los costos que siempre hemos tenido que pagar para avanzar en la justa lucha por cambiar sistemas que nos oprimen. Quebrantaron el miedo de tres generaciones que hoy desafía a militares y sus tanquetas en las calles, haciendo sonar las ollas. Pero al mismo tiempo, dejaron en un silencio, que hiere los oídos, a todos los dirigentes de partidos políticos y a quienes durante años transaron principios y demandas.
Ahora, el oportunismo que les caracteriza los mueve a tomarse el palco y quieren armar sus mesas de cuatro patas para negociar. Ya la están fabricando tras bambalinas, y la acicalan con sus mejores manteles y vajillas, para invitar a los de siempre y darse el gran festín con el estallido social que aún no para, que no quiere parar, que avanza y crece en cada rincón. Nos quieren instalar la paz como un mantra.
No es por los $30 pesos en el alza del pasaje de metro. Es por 46 años de dictadura, es por la apropiación de nuestras energías en trabajos esclavos, es por la negación de atención en salud, es por la mercantilización de la Educación, es por el derecho a una vivienda, a una vida digna, a una vejez sin sobresaltos económicos, es por la protección de nuestros recursos naturales, es por la represión al pueblo mapuche, es por el derecho a tener derechos, es por la vida.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.