El 28 de abril de 2021 y los días subsiguientes marcan definitivamente un hito en la historia de la rebeldía en Colombia que, al tiempo que exhibe una nueva calidad de la protesta, la resistencia y la movilización social y popular muestra un continuum no solo de importantes luchas previas a la pandemia del covid-19 y durante la misma, sino de acumulados de décadas de confrontación a la opresión, la desigualdad, el modelo económico neoliberal y la guerra contrainsurgente.
Así es que no se trata de un acontecimiento de carácter espontáneo y de irrupción súbita, solo de un “estallido”, sino de un proceso que teniendo un alto nivel de maduración no presenta aún una salida previsible, pues esta se va constituyendo en su propio devenir, en el accionar de una compleja constelación de fuerzas en ruda contienda, que retrata sin aspavientos la con frecuencia negada naturaleza de clase sobre la cual descansa el orden social vigente y el terrorismo de Estado contra la población insurrecta. Más allá del desenlace de la situación que se está viviendo en Colombia, no debe quedar duda alguna de que lo que está en cuestión es el capitalismo realmente existente; en lo esencial, se trata de una crítica de masas con alcances antisistémicos.
Es cierto que hubo una chispa que encendió la pradera: el malhadado proyecto de reforma tributaria, que puso en evidencia la indolencia gubernamental frente al severo deterioro -por efecto de la pandemia- del trabajo y el ingresos ya precarizados. Pero el paisaje de la pradera muestra las más disímiles configuraciones del malestar y el descontento de diferentes sectores, niveles y escalas, con localizaciones precisas -aunque también deslocalizadas-, expresando de esa manera lo que bien podría denominarse una heterogeneidad convergente, en cuanto, más que al armado de un rompecabezas, a lo que se asiste es a la constitución de una totalidad compleja y novedosa, que descansa, se sustenta y se proyecta a la vez sobre una nueva calidad del sujeto social y de las subjetividades que lo conforman.
Si entre tanto había suficiente evidencia sobre una nueva configuración en curso de la clase trabajadora, que tendía a superar formas anteriores de su constitución propias de otras etapas históricas del orden social capitalista, en el escenario actual la nueva clase que se está revelando en Colombia es expresiva de la integración, la transversalización y la interseccionalidad que ha asumido la relación social capitalista al atravesar e impregnar la totalidad social. Se trata de la forma histórico-concreta que en nuestras condiciones posee la subsunción real del trabajo al capital; del pretendido sometimiento a la forma financiarizada y de extracción depredadora asumida por el proceso de acumulación, así como a la organización violenta del poder y la dominación de clase.
La “primera línea” del movimiento real
En la primera línea de esa heterogeneidad convergente que constituye hoy el movimiento real se encuentra la juventud: todos jóvenes, hombres y mujeres, trabajadores, desempleados, informales, estudiantes, obreros, campesinos, indígenas, afrodescendientes, integrantes de la comunidad LGTBIQ. Se trata de una población que en su conjunto comprende cerca del 25% de la población colombiana entre 14 y 26 años, es decir, 12,7 millones. El 75,9 % se encuentra viviendo en centros urbanos; el resto, 24,11 %, en zonas rurales. Si se considera que estos jóvenes comparten su vida en hogares nucleares (44,1 %), biparentales extensos (16 %) o en hogares con una sola cabeza de familia (usualmente la madre) (15,8 %), en realidad estamos hablando de la mayor parte de la población colombiana (76 % de los hogares), en cuanto su situación es expresiva en buena medida de la situación del hogar.
Las cifras del DANE revelan que estamos frente a una generación que literalmente lo único que tiene que perder son sus cadenas. Solamente tres de cada diez jóvenes se encuentran en situación de ocupación. Cerca de 4,2 millones, el 33 %, corresponde al segmento de los llamados ninis (ni estudian, ni trabajan). La desocupación afecta al 29,7 % de la población juvenil económicamente activa. La informalidad es concordante con las tasas oficiales que comprenden al 49,4 % de la población. Lo mismo se puede afirmar respecto de su situación socioeconómica. Los jóvenes hombres y mujeres son parte constitutiva de la desigualdad y la pobreza estructural que se vive en nuestro país, muy bien analizada en los trabajos de Jorge Espitia. En el cuadro siguiente, se dibuja la situación en 2020.
% de población y hogares según ingreso promedio mensual
En el caso de la juventud trabajadora, su promedio mensual de ingresos se acerca apenas a un salario mínimo legal. Por otra parte, la información disponible nos habla de una marcada feminización de toda esta precariedad. A pesar de que las mujeres van en edad más temprana a la escuela, su tasa de participación en el sistema educativo es superior y, en general, tienen un mayor nivel educativo que los hombres, solamente el 25,5 % se encuentra en ocupación. Mientras que la población masculina de ninis es del 23 %, en el caso de las mujeres asciende al 42 %. El desempleo entre ellas (37,7 %) es mayor que entre los hombres(24,1 %).
En el informe del DANE, Panorama sociodemográfico de la juventud en Colombia. ¿Quiénes son, qué hacen y cómo se sienten en el contexto actual?, publicado en septiembre de 2020, poco meses después de iniciada la pandemia, se apreciaba que para el 68,1 % su situación estaba peor, para 5,7 % mucho peor y para 24,2 % se consideraba que se seguía igual.Junto con ello, se detectó en un 21,8 % dificultad para dormir; 15,4 % afirmó experimentar tristeza y un 17,4 % dijo sentirse inestable, a lo cual se agregó que el 40,3 % manifestó sentirse preocupado o nervioso. En suma, estamos frente a la posibilidad de la muerte en vida de una generación completa sobre cuyo hombros se encuentra la pesada carga impuesta por décadas de capitalismo neoliberal.
El desenvolvimiento de la pandemia del covid-19 ha provocado sin duda un mayor deterioro de la situación aquí expuesta. La vida en condiciones de excepcionalidad autoritaria se torna aún más difícil. Las respuestas del Gobierno para enfrentar la situación han sido mediocres e indolentes; ni siquiera lograron convertirse en paliativos para neutralizar y regular el creciente descontento. Aprovechando la mayor restricción democrática y la “hibernación” obligada de las luchas, buscó utilizar la pandemia para imponer un control bipolítico sobre la población y darles continuidad a sus proyectos de neoliberalización de la economía y de la sociedad, en un contexto de persistencia del conflicto social armado, de intensificación de la violencia política de orden sistémico y de simulación de la implementación del Acuerdo de paz con las FARC-EP. El proyecto de reforma tributaria, como ya se dijo, fue la chispa que encendió la pradera.
El cuestionamiento radical del orden social
Tal como la pandemia puso al desnudo los límites históricos del orden social vigente, su naturaleza mercantilista, inhumana e insolidaria, asimismo el proyecto de reforma tributaria puso al desnudo la pandemia de la justificación de la riqueza excesiva y del gobierno para los ricos, la indolencia de “los de arriba”, la arrogancia y el desprecio por “los de abajo”. Estalló el hartazgo y la indignación, más que como una expresión del “estado de ánimo” (aunque también), como una manifestación de una realidad histórico-concreta que demanda ser superada. La primera línea del movimiento real ha comprendido que es hora desmontar la carga, o cuando menos de ajustarla. De acabar con los amarres, o cuando menos de distribuirlos de mejor manera.
Lo que ha seguido es conocido: una singular respuesta de resistencia y movilización social, sin duda alguna representativa del más contundente cuestionamiento de las últimas décadas al orden social vigente en nuestro país. En franca sintonía y concordancia, además, con otras manifestaciones de la rebelión social observadas en el pasado reciente en diferentes lugares del planeta y, en especial, en otros países de Nuestra América. Tal cuestionamiento posee aún mayor alcance y significado si se considera que se está llevando a cabo en ruptura franca del régimen de excepcionalidad impuesto por la pandemia del coronavirus[1].
En nuestro caso, la dimensión antisistémica, además de rasgos anticapitalistas, asume también calidades propias de procesos en curso de despatriarcalización y descolonización de las relaciones sociales imperantes, sin que se vislumbren necesariamente las trayectorias de superación, pues estas, como ya se dijo, responden a una construcción social colectiva que se va dando en el devenir de las luchas. En ese sentido, se encuentra en pleno desenvolvimiento una profunda transformación cultural, expresiva de las más diversas y heterogéneas formas de producción de poder social “desde abajo”. Lo que estamos viviendo es el desatamiento y el despliegue, desigual y diferenciado, del poder constituyente, del movimiento real de la nueva clase trabajadora que bien podría devenir en proceso constituyente abierto, sin términos, contornos ni contenidos predeterminados, y en el cual no debe descartarse el escenario de la asamblea como una estación necesaria.
Conducción política y nuevos rasgos organizativos
En el proceso al que asistimos es indiscutible el rol desempeñado por el Comité Nacional del Paro y los Comités Departamentales, o la importancia de dar continuidad al esfuerzo de construcción del pliego unificado del paro del 21 de noviembre de 2019, o al llamado pliego de emergencia, así como los esfuerzos de articulación y la coordinación. Algo similar, pero con muchos matices, podría afirmarse sobre coaliciones, plataformas, organizaciones o partidos políticos de diversa naturaleza que han pretendido definir la trayectoria inmediata o incidir sobre el curso de los acontecimientos, en algunos casos con apoyo y acompañamiento explícito al paro y la movilización, en otros, haciendo privilegiar sus respectivos proyectos políticos, normalmente vinculados a estrategias electorales; y en otros, con francos propósitos de desmovilización, o de contención y salvaguarda del orden existente. Cualquiera de esas circunstancias ha sido superada con creces por la naturaleza de la movilización, los repertorios exhibidos, el espectro de formas organizativas descentradas, localizadas y deslocalizadas, el conjunto de aspiraciones formuladas, entre otros, según lo muestra la abundante evidencia. El paro en movilización ha sido al mismo tiempo un momento de creación y de imaginación política, que también cosecha siembras de las movilizaciones de los últimos años.
Y entiéndase bien, no se trata de proponer una falsa dicotomía; o de una exaltación del espontaneísmo o del movimientismo a ultranza. La experiencia que se vive, de hecho, no es ni lo uno ni lo otro. Se trata del reconocimiento de la nueva calidad que están exhibiendo las luchas del presente, de la comprensión de que la política y la acción política no se desenvuelven exclusivamente en los espacios institucionales o en el orden del derecho, que está diseñado y concebido para conservar el orden social existente. Estamos frente a un proceso en curso de politización de todos los espacios de la vida social: frente al quiebre de las formas de constitución y reproducción de la relaciones basadas en la mercantilización y el despojo, el dominio cultural, el patriarcalismo, el racismo y el ejercicio estructural de la violencia, que en nuestro caso sigue comprendiendo el terrorismo de Estado. Y entiéndase también que no estamos ad portas de la toma del cielo por asalto.
No hay dirección política, se afirma. No hay organización, se sentencia. No hay articulación o coordinación. Hay poco de eso, en efecto, cuando el criterio de análisis se sustenta en la existencia (o no) de una organización centralizada que hace las veces de la conducción general. Pero eso es distinto a que no haya dirección. Lo que está sucediendo es que tal y como se presenta en el conjunto de la organización social, en el que hay un cuestionamiento de la democracia de representación, de la misma manera en el movimiento real se cuestiona la representación en cabeza de un comité nacional, abriéndose paso formas de representación sustentadas en lógicas asamblearias, más próximas a la democracia directa, descentradas y descentralizadas. Se aprecia igualmente un esfuerzo novedoso por hacer confluir las diversidades señaladas en espacio determinados; es decir, se observan propósitos de “territorialización”, más bien nómadas, todavía con insuficientes posibilidades de permanencia, entre otras cosas por la fuerte represión estatal. Igualmente se aprecian primera, segunda y tercera líneas, coordinadas e interrelacionadas, especialmente en la barriadas. Todo eso es organización. Sin que haya una dirección política unificada, sí es identificable una “disposición convergente”.
Más que la crítica a la forma de “jerarquía horizontal” que ha asumido la dirección del proceso (“la otra conducción”), de lo que se trata es de reconocer y potenciar esas nuevas calidades. Evidentemente, es preciso profundizar en la articulación y la coordinación. La pedagogía que se está advirtiendo en varias experiencias es liberadora y de construcción programática “desde abajo”. La generalización de la lógica asamblearia, sobre todo si se piensa en términos de proceso, deviene en imperativo; más aún en clave de las posibilidades de despliegue de un proceso constituyente abierto. También está por consolidarse el paso de movilizaciones a movimientos y, por qué no, como en otras experiencias de la Región, a movimiento de movimientos. Este proceso no tiene tiempos ni lugares predeterminados. Esa es también un singularidad derivada de la compleja relación entre paro y movimiento, resuelta por ahora en el devenir concreto como paro en movimiento.
La condición antisistémica y los alcances del proceso
La calidad de la rebelión social indica que en su esencia antisistémica se ha dirigido contra pilares, referentes y símbolos del orden social, empezando por el desconocimiento o la interpelación del orden y la autoridad constituidos. La figura presidencial atraviesa, en medio de su poder concentrado y mediocridad manifiesta, un proceso de desvalorización continua y sistemática; el Congreso de la República, con honrosas y reconocidas excepciones de algunos parlamentarios y parlamentarias, ha reafirmado su condición de remedo de la representación; las presidencias de las altas cortes, pese a destacadas y aisladas muestras de “independencia judicial”, sucumbieron frente a las exigencias presidenciales con el argumento de la cooperación de los poderes públicos; la Fiscalía, los organismos de control y la Defensoría del Pueblo atraviesan por la desvergüenza y el desprestigio infinitos. Las instituciones gubernamentales para la conducción política del proceso económico, el Departamento Nacional de Planeación, el Ministerio de Hacienda y Crédito Público y los llamados ministerios sectoriales se encontraron por fin con los límites de la regulación neoliberal de la macroeconomía, de lo cual no escapa el “autónomo” Banco de la República. Las recetas de la ortodoxia no solamente no son aplicables, sino que fungieron con arrogancia y desfachatez -en franco error de cálculo político- como la chispa que encendió la pradera. La respuesta del Estado renovando prácticas del terrorismo de Estado por cuenta de sus fuerzas militares y de policía y de operaciones encubiertas o de infiltración, se ha tornado ineficaz y desnudado la naturaleza y organización violenta del orden existente, sin escatimar la apelación a la acción coordinada con “civiles armados” (paramilitares), que es justificada como “legítima defensa”. El manejo de las relaciones internacionales terminó en simple deriva de los intereses de la derecha criolla y transnacional, con subordinación indiscutida al poder imperial de los Estados Unidos. El Acuerdo de paz con las FARC-EP, en medio de la farsa y la simulación gubernamentales frente a la implementación, ha pretendido ser llevado por el camino de la consumación de la perfidia.
En la medida en que el cuestionamiento al orden existente es multidimensional, los anuncios gubernamentales en respuesta a las demandas sociales aparecen como flacos paliativos sin posibilidad alguna de desmonte inmediato del paro en movilización, así se busque su debilitamiento como se ha pretendido con los remedos de diálogos sectoriales que reeditan la “conversación nacional” a que se vio obligado el presidente Duque en el contexto del paro del 21 de noviembre de 2019. Tampoco la anunciada negociación con el Comité Nacional del Paro parece lograr ese propósito.
De procesos como el actual no se puede esperar que conduzcan en la inmediatez a la solución de problemas acuciantes de la población, así inauguren nuevas y mejores condiciones para las aspiraciones sociales y populares. El proceso del paro en movilización se encuentra frente a las preguntas propias de toda lucha social. Me refiero a la duración y a lo que se espera que ella genere. En esta ocasión, la valoración que es preciso hacer no debe reducirse a la lógica de negociación de un pliego de peticiones.
Sin sobrevaloración alguna, lo primero que debe afirmarse es que después del 28 de abril nos encontramos frente a una nueva calidad del conflicto social y de clase, de las luchas sociales y populares en Colombia. La nueva clase trabajadora se ha hecho escuchar a lo largo y ancho del país; no solo en los grandes centros urbanos. Hasta el momento, por más de dos semanas consecutivas, se ha mostrado capacidad de sostener la movilización, con flujos y reflujos e intensidades diferenciadas, enfrentando todo el embate estatal y de sectores de medios de comunicación.
Lo segundo es que se ha producido una derrota del miedo, tanto el que produce la pandemia, como el generado por la acción estatal y los medios de comunicación, poniéndose de presente que el mejor antídoto es el cuerpo social, el estar juntos y juntas, en comunidad, compartiendo, desarrollando relaciones de solidaridad y cooperación.
Lo tercero es la imposibilidad de predecir un punto de llegada, pues se está en presencia de un campo de fuerzas en continua disputa, en permanente redefinición sobre la marcha de los acontecimientos. Sea cual fuere la definición en todo caso transitoria que se produzca, el movimiento real ha logrado una significativa acumulación de fuerzas, ha demostrado capacidad de confrontar y sobre todo de llevar la iniciativa, de despojar parte del poder de “los de arriba” y de apropiarlo socialmente; de exhibir una importante capacidad destituyente y de potenciar dinámicas instituyentes, de construcción de poder social “desde abajo”, abriéndole mayores posibilidades a las luchas por el poder social en general y el poder del Estado en particular.
Lo cuarto es la comprensión del momento histórico por parte de las clases dominantes, de las facciones que las conforman, los gremios y organizaciones políticas y sociales que las representan, mostrando las estrategias diferenciadas entre ellas. Desde el extremismo fascista y de derecha, que ha mostrado no dudar en el uso de los aparatos de violencia y represión estatal, en la apelación a la organización paramilitar (preventiva), sin descartar la imposición del estado de excepción como antesala del recurso de la dictadura civil, en suma la activación descarnada y abierta del bloque de poder contrainsurgente[2], hasta quienes apelan, a partir de entendimientos “civilizados” de la contrainsurgencia, por la neutralización de la rebelión social a través de llamados al diálogo dilatorio, la concertación vacía o vaciada y su encauzamiento por los canales institucionales y del orden del derecho existente, con un vector de llegada: el Congreso de la República, que se afirma sería el escenario natural para tramitar y traducir en legislación las demandas sociales. El viejo truco que produce la ilusión del derecho. Desde la perspectiva de las clases dominantes, con independencia de sus facciones, hay una disposición convergente: la preservación del orden en su estado actual, con matices, accediendo algunos de ellas a reformas cosméticas.
Lo quinto es el estrechamiento del espacio de la lógica del “gana gana”, muy utilizada en las negociaciones de pliegos. Asimismo, la naturaleza del proceso en curso ha desvelado el agotamiento de los términos medios, de lo políticamente correcto, de las aguas tibias, del “ni chicha ni limoná” del llamado centro. La política del desborde, ensayada en el proceso, ha demostrado efectividad y eficacia, pero aún tiene tramos por recorrer.
A un movimiento que es esencialmente antisistémico es imposible pretender ponerle freno. Su virtud consiste en la interpelación radical del orden vigente. La posibilidad de fuga que construye no significa que el camino a seguir esté definido. Es un proceso en construcción.
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Texto publicado en la Revista Izquierda No. 96,
Bogotá, Colombia, mayo de 2021.
[1] Es de tal dimensión el malestar en la cultura que se superó, además, el dilema entre salud pública y movilización social, quebrando de facto la regulación social autoritaria y neoliberal impuesta por la pandemia, el gobierno autoritario impuesto sobre la vida. Y abriéndole paso de esa manera, en lo inmediato, a otras posibilidades de gestión social y política de la pandemia.
[2] Se destacan en este contexto las elaboraciones del neonazi chileno Alexis López, divulgadas en Colombia por el expresidente Álvaro Uribe, sobre la “revolución molecular disipada”, o la caracterización gubernamental del momento como una amenaza del “terrorismo urbano de baja intensidad”.
Jairo Estrada Álvarez, Profesor del Departamento de Ciencia Política. Universidad Nacional de Colombia