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La Renta Básica de Ciudadanía y las poblaciones trabajadoras del primer mundo

Fuentes: Le Monde Diplomatique. Le Monde Diplomatique

Con el impulso remundializador y reliberalizador de la vida económica en los últimos 30 años, buena parte de las «conquistas» derivadas del consenso social atlántico de finales de los 40, o se han esfumado, o están seriamente amenazadas. Los llamados «Estados sociales» o de «bienestar»1 retroceden visiblemente ante un tipo de orden económico que en […]

Con el impulso remundializador y reliberalizador de la vida económica en los últimos 30 años, buena parte de las «conquistas» derivadas del consenso social atlántico de finales de los 40, o se han esfumado, o están seriamente amenazadas. Los llamados «Estados sociales» o de «bienestar»1 retroceden visiblemente ante un tipo de orden económico que en más de un aspecto recuerda al de entreguerras, o incluso, al anterior a la primera guerra mundial. La seguridad y el bienestar material que buena parte de la población trabajadora europeooccidental y norteamericana parecía haber logrado irreversiblemente, como consecuencia del compromiso de clases alcanzado bajo la égida de un capitalismo decididamente productivista, enemigo de la especulación financiera de preguerra y resuelto a la «eutanasia del rentista» (Keynes), se han ido transformando en inestabilidad y condiciones más duras de trabajo y de vida en los últimos lustros de «globalización» y alegrías reliberalizadoras de los mercados financieros internacionales.

Dos elementos esenciales de la prosperidad «fordista» o atlantista de posguerra, que estaban en la base de los Estados «sociales» o de «bienestar» han sido gravemente socavados:

1) El vínculo -microeconómico- en que se fundaba el compromiso de clases entre el gran capital industrial y los trabajadores organizados sindicalmente, y que resultó en una «constitucionalización» de la empresa capitalista, merced a la cual los empresarios y sus agentes dejaban de ser monarcas absolutos, otorgando a los trabajadores una especie de ius in re aliena en la empresa tutelado por el Estado (derechos de reunión, asociación -sindical- y expresión dentro de la empresa, vacaciones pagadas, reglas no arbitrarias de promoción profesional, capacidad de negociación salarial, expectativas de bienestar acrecido ligadas a aumentos de productividad , etc.), a cambio de aceptar las prerrogativas de control y autoridad de los empresarios y sus agentes y de renunciar inequívocamente a las pretensiones del movimiento obrero de preguerra (la CIO en EEUU, el sindicalismo de tipo consejista europeo, tanto reformista como revolucionario) de introducir la democracia y el control desde abajo en la empresa o aun de «parlamentarizar» la fábrica.

2) El vínculo -macroeconómico- que ligaba las economías de escala, el abaratamiento de costes resultante y el incremento de productividad de la producción en masa de bienes de consumo, de un lado, con, del otro, el consumo masivo de esos mismos bienes por parte de unos trabajadores que, gracias a los incrementos de productividad y a la negociación salarial apoyada en esos incrementos, veían crecer año tras año su salario real.

Este capitalismo neoabsolutista -tan nuevo, y tan viejo- en el que vuelven con fuerza las tendencias autoritarias, desconstitucionalizadoras de la empresa capitalista; este capitalismo en el que las poblaciones trabajadoras se han segmentado y reestratificado, tanto en el plano de la producción (con un núcleo, en retroceso y cada vez mas erosionado, de trabajadores con empleos estables; un cada vez más amplio estrato de trabajadores en la cuerda floja de los empleos más o menos precarios; y una base cada vez más ancha de trabajadores en situación desesperada, que incluye a los working poors2, a los parados, a las mujeres que encabezan hogares monoparentales y a los inmigrantes, legales o ilegales), como en el plano del consumo (con los estratos más bajos de las poblaciones trabajadoras consumiendo productos baratos importados, producidos por una mano de obra semiesclavizada -y a veces, literalmente esclavizada3- en el tercer mundo); este tipo de capitalismo asediante que se ha ido imponiendo en el último cuarto de siglo, no sin esporádicas y fuertes resistencias por parte de la clase trabajadora, es el único que conocen y sufren las nuevas generaciones.

Y ante el asedio, que adquiere a veces el carácter de una verdadera «lucha de clases desde arriba», según editorializaba hace pocos meses un medio tan poco sospechoso como el New York Times, surgen entre las izquierdas dos grandes tipos de actitudes que pueden resumirse de la siguiente manera.

Una, «defensiva» o conservadora: hay que preservar lo que se pueda del Estado «social», o, en su versión radical, recuperar lo que se ha perdido en el largo asedio. Este tipo de posiciones son hoy comunes entre las organizaciones sindicales europeas, y, con menor contundencia, norteamericanas. Cuando la dirección de la AFL-CIO ha criticado en estas últimas semanas la plutocrática política de la Administración Bush de desgravar los dividendos de los accionistas de las empresas, lo ha hecho en un estilo inequívocamente «fordista»: apuntando al hecho de que esas empresas invierten sus beneficios fuera de los EEUU, llevándose al extranjero los puestos de trabajo norteamericanos. Cuando José María Fidalgo (CCOO) insiste en que la solución de (casi) todos los males consiste en restaurar la ecuación mayor-productividad/más-empleo-y-mejores-salarios apunta a un mismo estilo de razonamiento. Y algo parecido podría decirse de la arenga del presidente de la Federación Sindical Alemana (DGB), Michael Sommer, ante los miles de berlineses que se manifestaron el pasado abril contra el soziales Abbau, contra el desmontaje controlado del Estado «social» proyectado por el gobierno roji-verde del Sr. Schöder. Es loable el grado de combatividad que están mostrando en Europa las organizaciones sindicales tradicionales contra los proyectos «antisociales» de sus respectivos gobiernos (de «derecha» o de «izquierda»). Pero es cuando menos dudoso que las ilusiones neofordistas que parecen principalmente animarlas consigan, no ya su propósito declarado de torcer la voluntad «antisocial» de sus respectivos gobiernos, sino el más modesto fin de mantener la propia casa en orden. El caso más dramático es tal vez el francés, en el que no sólo la tasa de afiliación sindical ha quedado a ras de suelo en los últimos lustros (la más baja de Europa occidental, más baja incluso que la española), sino que la actividad sindical ha casi desaparecido del mundo de la empresa privada, enrocándose peligrosamente, en cambio, en el -políticamente estratégico- sector público.

Pero otro tipo de opciones contestatarias del «giro antisocial» es de cariz, digamos, «ofensivo». La idea general subyacente es: hay que replantear por completo el consenso social atlántico de postguerra, entre otras cosas porque las grandes transformaciones sociales que ha traído consigo la vida económica de las últimas décadas, aun en el caso de que fuera deseable, hace políticamente irrealista el sueño de conseguir un nuevo compromiso social interclasista, habiendo prácticamente desaparecido sus actores principales. Ni en el núcleo duro del gran capital europeo y norteamericano es ahora hegemónica una burguesía industrial productivista dispuesta a la «eutanasia del rentista», ni está ahora en una posición de sólida centralidad, dentro de las poblaciones trabajadoras del primer mundo, el obrero industrial -varón- de tipo fordista que fue la base social nuclear de la izquierda europea tradicional de postguerra (PCI, PCF, SPD, Labour). Una opción meramente «defensiva» de las conquistas «sociales» de la postguerra no es sólo política, económica y sociológicamente ilusoria, sino que podría llegar a ser peligrosamemente contraproducente:

Podría contribuir a levantar barreras insalvables e innecesarias entre los segmentos estables y los inestables de la población trabajadora, convirtiendo a los sindicatos, sobre todo en países como España y Francia, de bajísima afiliación sindical, en meros defensores de derechos adquiridos de los trabajadores maduros privilegiados. Podría contribuir, particularmente en los países con índices aceptablemente altos de sindicalización, a levantar barreras insalvables e innecesarias entre los segmentos inestables y los segmentos desesperados de las poblaciones trabajadoras, generando en los primeros la peligrosa ilusión de que los segundos, y señaladamente los inmigrantes, son directamente responsables de la precariedad de su situación. Podría contribuir a ahondar todavía más el hiato que tradicionalmente ha venido separando a los trabajadores del hemisferio norte, formados en el consenso social atlántico de postguerra, de sus hermanos del tercer mundo, no viéndose en éstos sino a competidores desleales. Podría contribuir a un ulterior encastillamiento burocrático de las organizaciones sindicales en el aparato del Estado, sobre todo en países como Francia, en los que la acción sindical subsiste ya fundamentalmente en el sector público, y consiguientemente, a aislar más a los sindicatos de las poblaciones trabajadoras activas en el sector privado de la economía, tornándolos, de paso, más y más antipáticos para la opinión pública media cuando recurran como único medio de lucha disponible a la paralización del estratégico sector público de la vida económica. Y por acabar en algún sitio, podría contribuir también a reforzar inopinadamente las tendencias neoabsolutistas autoritarias en el mundo de la empresa: si ya el consenso social de postguerra significó en los dos lados del Atlántico norte la renuncia del movimiento obrero organizado sindicalmente a cuestionar democráticamente la autoridad empresarial, aceptando una mera constitucionalización, estatalmente tutelada, de la misma, a cambio de sucesivos aumentos de bienestar vinculados a sucesivos incrementos de productividad, ahora, rota o desjarretada esta última ecuación, insistir monolemáticamente en ella podría generar la ilusión -en parte la ha generado ya- de que plegarse a la nueva ola absolutista empresarial, ceder «un poco más» de libertad política en el mundo del trabajo, allanarse a la desconstitucionalización completa o parcial de la empresa capitalista, es la única solución realista posible para recuperar el bienestar y la seguridad perdidos. (La vía al suicidio completo de las organizaciones sindicales: renunciar incluso a la libertad de asociación sindical, porque las empresas union free dan más garantía de estabilidad.)

Índice tal vez interesante de que los sindicatos europeos están empezando a girar hacia un tipo de posición más «ofensivista», más ambiciosa en el medio y el largo plazo, y a la vez, más adaptada a las presentes circunstancias, es la creciente atención que algunos de ellos, especialmente de los sectores más inquietos intelectual y socialmente, comienzan a prestar a la propuesta de una Renta Básica de Ciudadanía. Esa propuesta consiste en un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quien conviva4. La Renta Básica de Ciudadanía tiene unos rasgos formales de laicidad, incondicionalidad y universalidad idénticos a los del sufragio universal democrático: todo el mundo tiene derecho a ella, por el sólo hecho de ser ciudadano (o, además, en el caso de la RB, residente) de un país, independientemente de su sexo, de su nivel de ingresos o de su orientación religiosa. Y trata de asegurar materialmente el derecho de existencia social mínimo de todos los miembros de la sociedad, por el sólo hecho de serlo5. En lo que aquí interesa, la lógica de la RB rompe por dos sitios interesantes con la lógica del consenso social atlantista de postguerra. Por un lado, como es suficientemente obvio, escapa parcialmente al vínculo productividad/bienestar, pues asegura incondicionalmente a todos los individuos un umbral mínimo de bienestar, de manera completamente independiente de su contribución al producto social. Por el otro, trata de asegurar un grado mínimo de autonomía e independencia material a todos, emancipando a los ciudadanos que se conformen con ese mínimo de la obligación de depender de otros -de los «caudillos empresariales» (Schumpeter)- para vivir, es decir, les libera de la penosa necesidad de tener que «pedir permiso a terceros para poder subsistir» (Marx); y eso en el bien entendido de que quienes no se conformen con ese mínimo y deseen someterse a otros particulares para aumentar su bienestar material, contarán de entrada con una base de partida -y con un posible refugio de salida- que aumentará su poder negociador, y previsiblemente también, su autonomía y su libertad en el puesto de trabajo aceptado. Una Renta Básica de ciudadanía mínimamente generosa,6 pues, tendería verosímilmente a revertir la tendencia a la capitulación del movimiento obrero de postguerra en punto a libertad y democracia en el puesto de trabajo, y potencialmente, a abrir un espacio social nuevo, no ya para defender la amenazada constitucionalización de la empresa capitalista, sino para iniciar una ofensiva democratizadora en toda regla, en la tradición ético-política republicana del mejor sindicalismo norteamericano («ciudadanos en el puesto de trabajo») y europeo («democracia económica»)

La oposición más enérgica a la propuesta de una RB en los medios de izquierda sólo podría venir o de un sindicalismo tenaz, monolítica e irrealistamente aferrado a la evaporada conexión fordista productividad/bienestar, o de una socialdemocracia política tradicional que se abrazara al Estado bienestar de un modo tan superficial, que le llevara a perder de vista las realidades económicas y sociológicas de base -y el irrepetible contexto histórico-político guerrafriísta- del consenso social atlántico que alumbraron a ese Estado.

Pero la lucha por una Renta Básica de Ciudadanía, como otras iniciativas «ofensivistas» que no están dispuestas a cambiar libertad en la vida cotidiana por bienestar material y seguridad en el puesto de trabajo, no sólo puede atraerse a una amplia y nueva base social de excluidos, de precarios, de antiguos y nuevos desposeídos, de jóvenes y mujeres tan azacaneados por la feroz dinámica de la actual vida económica y social como deseosos de combinar mínima seguridad material y cumplida autonomía en su existencia social (el cóctel que ofrece, precisamente, la Renta Básica, sobre todo si es un poco generosa). No sólo puede contribuir -ya sea modestamente- a mitigar la segmentación de las poblaciones trabajadoras. Sino que, al mismo tiempo, la lucha por una Renta Básica es perfectamente compatible con la necesaria lucha presente por la defensa de la médula de los indiscutibles logros morales y materiales (universalidad e incondicionalidad de las prestaciones sanitarias y educativas públicas, etc.) que el advenimiento del «Estado social» trajo consigo para el conjunto de las clases populares. Con lo que puede ayudar a conservar, y aun a reestimular, para un proyecto de izquierda renovado a la parte más sana y lúcida de la población trabajadora de tipo fordista y de sus debilitadas organizaciones sindicales. Tal vez la Renta Básica no ofrezca mucho más que eso (no es, desde luego, una panacea para transformar radicalmente el modo de producir y de consumir planetario), ni sus proponentes de izquierda lo pretenden. Pero en las presentes circunstancias eso ya es mucho. Y en cualquier caso, es suficientemente valioso por sí mismo.

* Antoni Domènech es filósofo y catedrático de Filosofía Moral en la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona; autor de El eclipse de la fraternidad (Barcelona, Crítica, 2004). Daniel Raventós es economista y profesor titular de Sociología de la misma facultad y universidad, y presidente de la Red Renta Básica; autor de El derecho a la existencia (Barcelona, Ariel, 1999).

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1 Que, después de estos 30 años, algunos ya han llamado con ironía «Estado de emergencia social». Véase Martine Bulard, «Las políticas liberales del gobierno francés», Le Monde Diplomatique (edición española), marzo 2004.

2 El hecho de disponer de un trabajo remunerado ya no es una garantía, en la Unión Europea, de no caer bajo la línea de pobreza (y hace mucho que no lo es en Estados Unidos, donde no es infrecuente cobrar 7 u 8 dólares por hora en algunos empleos). Según el Observatorio Europeo de Relaciones Industriales, a finales de 2003, el 8% de los trabajadores de la Unión (y el 9% de los trabajadores del Reino de España) debían considerarse como pobres porque carecían de los ingresos necesarios para poder vivir dignamente. Debe añadirse aquí la pobreza encubierta que sufre una parte muy importante de la población de 18 a 34 años que no puede constituir -deseándolo- un hogar independiente por falta de recursos.

3 Existen alrededor de 250 millones de niños y mujeres usados como esclavos (El País, 18-4-2001) en el sentido más literal, tal como fue definida la esclavitud por la Naciones Unidas en 1926: «el estatus o condición de una persona sobre la que se ejercen todas o alguna de las facultades vinculadas al derecho de propiedad».

4 Definición muy similar a la de www.bien.be, la web de la Basic Income European Network (BIEN), la organización internacional que desde 1986 promueve la RB, y la empleada en www.redrentabasica.org, la web de la sección en el Reino de España de la BIEN. Aunque la reciban ricos y pobres (algo que desespera a algunos críticos precipitados de la RB), en todos los proyectos de financiación serios, los ricos pierden y los pobres ganan. Esto es lo que parecen no entender algunos críticos de la RB que suponen que al ser recibida la RB tanto por los ricos como por los pobres es poco progresiva.

5 Aunque los estudios técnicamente más refinados se han realizado en los países del primer mundo, la RB está siendo seriamente tomada en cuenta por algunos autores y sectores sociales en países que no forman parte de los más ricos, entre otros, Argentina, Colombia, México, Sudáfrica y Brasil (donde una ley impulsada por el senador del Partido de los Trabajadores, Eduardo Matarazzo Suplicy, y firmada por el presidente de la República, Lula, en enero de 2004, contempla la implantación de una RB de forma gradual a partir de 2005).

6 No hemos dicho nada acerca de qué cantidad de RB estamos barajando, pero tenemos en todo momento en la cabeza un monto igual o superior al umbral de la pobreza que la UE define como la mitad de la renta por cápita del área geográfica considerada. En un detalladísimo estudio de financiación, dirigido por el catedrático de econometría de la Universidad de Barcelona, Jordi Arcarons, que pronto podrá consultarse en www.redrentabasica.org, se muestra el carácter redistributivo de la renta que tendría la implantación de una RB de diversas cantidades en donde el 40% de la población catalana (el estudio, aunque de una metodología aplicable a muchos otros países, está limitado a Cataluña) con renta más baja, ganaría en términos netos respecto a la situación actual, y el 20% más rico perdería. Indicadores o índices tradicionales de progresividad y de desigualdad de redistribución de la renta (Gini, Karkwani y Suits) muestran estos efectos igualadores y fiscalmente progresivos.