Una introducción necesaria Los resultados de las elecciones parlamentarias han puesto una vez más en evidencia la estrechez del sistema político y de representación existente en el país, así como el fracaso de los diseños de la Constitución de 1991 y de sus desarrollos legales en lo referido a la pretensión de la construcción de […]
Una introducción necesaria
Los resultados de las elecciones parlamentarias han puesto una vez más en evidencia la estrechez del sistema político y de representación existente en el país, así como el fracaso de los diseños de la Constitución de 1991 y de sus desarrollos legales en lo referido a la pretensión de la construcción de un régimen político democrático (liberal) e incluyente. Aunque numerosos análisis manifiestan sorpresa y hasta desencanto frente a los resultados, la realidad es que éstos -siendo rigurosos- no están nada distantes de lo esperado.
Lo que ha ocurrido es una nueva escenificación del régimen de democracia gobernable que se ha impuesto en el país durante las últimas décadas tras el fin del Frente Nacional y la «salida política» a la crisis de representación de fines de la década de 1980 con el proceso constituyente y la expedición de la Carta de 1991. Dicho régimen ha devenido en una democracia de la simulación, a la que se encuentran adheridos el clientelismo histórico y los grandes poderes económicos y mafiosos (incluido el paramilitarismo), y en el que las opciones alternativas han sido sometidas al disciplinamiento hasta reducirlas a la condición de una (necesaria) oposición política y, en el mejor de los casos, para que se autodefinan como alternativas en el sistema [1] .
La experiencia de los últimos lustros de Nuestra América demuestra que si bien la democracia gobernable se erigió en el proyecto político para garantizar la reproducción del régimen de dominación de clase, su capacidad choca con los límites impuestos por las propias condiciones de su reproducción. No se trata solamente de la organización del sistema político y de representación de acuerdo con las leyes del mercado capitalista, que de por sí ya conlleva restricciones inherentes a empresas electorales en competencia por electores y recursos públicos; se trata de la imposibilidad -pese a ingentes esfuerzos- de reducir el ámbito de la política a la «democracia electoral», cuando ésta, la política, se escenifica en la totalidad de la conflictividad social y de clase.
Aunque a primera vista, los cambios políticos más significativos que ha vivido la Región se expresaron como resultado de victorias electorales, en realidad éstas estuvieron precedidas por importantes procesos de acumulación de fuerzas y de magníficas movilizaciones sociales y populares, por el tránsito de «movimientos destituyentes» hacia «movimientos constituyentes» [2] . Una de las principales enseñanzas de estos movimientos consiste precisamente en comprender que la política no se agota en el sistema político y de representación, sin que ello signifique que éste sea un escenario a desconocer. El despliegue de la potencia constituyente también se fundamentó en la descomposición y el derrumbe del sistema político y de representación imperante, cuando parecía exhibir fortaleza y solidez. Allí operó lo que Harvey afirma que se podría denominar como «la ‘teoría termitera’ del cambio revolucionario: roer los apoyos materiales e institucionales del capital hasta que se derrumbe» [3] . No es una teoría del derrumbe capitalista; es más bien una teoría de la acción política, de la reivindicación de toda lucha, en todo lugar, por modesta que ésta parezca.
En nuestro país, el aparente afianzamiento del régimen de dominación de clase por la vía electoral, transcurre en un contexto de maduración (imperceptible en algunos casos) de la crisis en diversos ámbitos de la vida económica, política, social y cultural; al tiempo que existen múltiples dinámicas, desiguales, diferenciadas, dispersas, del movimiento social y popular, con un inmenso potencial desestabilizador del poder de clase, si logran articularse y coordinarse. La «Cumbre nacional agraria, étnica y popular», a realizarse del 15 al 17 de marzo, representa un paso del mayor significado en esa dirección.
La maduración de la crisis, acompañada de la existencia de movimiento, incluidos sus actuales límites y dificultades, explica la agresividad actual de las clases dominantes y, especialmente de algunas de sus facciones. Para ellas se trata de «la reconstrucción de la gobernabilidad neoliberal por medio de la continuidad y profundización de esquemas de disciplinamiento (criminalización de las luchas, doctrina de seguridad ciudadana), así como la introducción de nuevas lógicas de dominación (imposición de un régimen extractivo-exportador y avances en la constitución de marcos legales supranacionales que apuntan a la militarización del continente)» [4] .
Los diálogos de La Habana con la guerrilla de las FARC-EP, el posible inicio de conversaciones con el ELN, es decir, la perspectiva de avanzar hacia la solución política del conflicto social y armado, son interpretados en términos de una potenciación del campo popular. La perspectiva de un proceso constituyente y de una Asamblea Nacional Constituyente inquieta por las fuerzas que ella pueda desatar. No es casual que los sectores más recalcitrantes de la derecha neofalangista se autodefinan como avanzada contra una presunta amenaza castro-chavista.
Los resultados electorales reafirman, en ese sentido, la necesidad de consolidar y potenciar las múltiples dinámicas constituyentes. Su lugar de encuentro puede (y debería) ser la Asamblea Nacional Constituyente. El destino del campo popular no se encuentra signado por las clases dominantes, sino por lo que él mismo pueda labrar. La resistencia contra el neoliberalismo armado, devenida en constituyente, tendrá que seguirse construyendo en medio de la lucha y la movilización social. Los proyectos en curso de las clases dominantes indican que se acercan mayores escenarios de confrontación y polarización social, relegados transitoriamente a un segundo plano por el proceso electoral.
Con base en esta introducción necesaria, quiero proponer algunos aspectos que a mi juicio deberían ser considerados al intentar un análisis de los resultados de las elecciones parlamentarias.
Ilegitimidad del sistema político y electoral y crisis de representación política
La configuración de una abstención estructural de largo plazo que en esta ocasión alcanzó un nivel del 56.42% del total nacional de los electores y en Bogotá se acercó al 65% es un dato del mayor significado. Con independencia de los debates acerca de si la abstención es pasiva o activa, es evidente la incapacidad (estructural) de los partidos políticos para incorporar nuevos electores. Cerca de 18.5 millones de colombianos no concurrieron a las urnas. Tal cifra marca al régimen político y al sistema político y electoral con la impronta de la ilegitimidad. A lo que se adiciona la consolidación de un régimen del fraude estructural. El voto en blanco, más allá de las valoraciones sobre sus alcances, da cuenta de un descreimiento informado frente las ofertas electorales. En esta ocasión mostró un aumento significativo al alcanzar el 6.17% de los votantes (incluida la circunscripción especial indígena). Los votos no marcados, el 5.88% podrían identificarse en los mismos términos que el voto en blanco. A ellos se le agregan los votos nulos, 10.38% del total, que en lo básico pueden ser explicados por desconocimiento del sistema de votación. Lo cierto es que sumados todos, se está frente a la no despreciable cifra del 22.43% del electorado, es decir, cerca de 3.210.000; cifra superior a la del partido que alcanzó la mayor votación. En suma, estos datos, son indicadores de tendencias a la crisis de representación política y de la ingeniería electoral. Ésta última se ve acentuada por el voto preferente que además de hacer más confuso el sistema, estimula el surgimiento de microempresas electorales y del mercado de compra y venta de votos.
Representación política oligárquica, plutocrática, corrupta, clientelista y mafiosa
La composición del Senado y de la Cámara de Representantes expresa una representación que en su mayoría puede caracterizarse como oligárquica, plutocrática, corrupta, clientelista y mafiosa. En ese sentido, el nuevo Congreso no da cuenta de cambio significativo alguno. Sin que estén presentes los verdaderos dueños del país, el sistema político y de representación mantiene un cierre hermético, que se sustenta en núcleos familiares perfectamente identificables. Nuevas entradas son posibles gracias a la movilización de recursos económicos exorbitantes para la compra de clientelas, o a la reproducción de poderes territoriales construidos forzadamente con base en la violencia narcotraficante y paramilitar. Es sintomático que se hayan identificado 33 senadores y 36 representantes con herencias de la llamada parapolítica. Solamente en algunas honrosas excepciones se manifiesta el llamado voto de opinión en centros urbanos, que generalmente se orienta hacia sectores democráticos y progresistas; aunque no puede desconocerse la importancia de un sector de opinión de derecha, especialmente de capas medias, que en esta ocasión explica parte de la votación del Centro Democrático.
Identidades programáticas en aspectos esenciales del proyecto de dominación de clase
En sentido estricto, no puede hablarse de la existencia de una oposición política, si ésta se comprende en términos del cuestionamiento del régimen de dominación de clase y de posturas antisistémicas. En los asuntos fundamentales del proyecto político económico neoliberal, no hay diferencias notables entre el Partido Social de la Unidad Nacional, el Centro Democrático, el Partido Conservador, el Partido Liberal y Opción Ciudadana. Durante el siguiente cuatrienio, debe esperarse la continuidad y profundización de la política neoliberal de las últimas décadas, tal y como ha ocurrido en el actual gobierno. No hay nada que indique que desde el nuevo Congreso se impulsará un giro en el modelo de acumulación de extracción minero-energética y de financiarización o en la organización institucional del poder. Seguramente se expresarán matices en aspectos más puntuales de la política, en especial en relación con políticas sectoriales. En lo esencial, el Congreso representa en su inmensa mayoría diversos matices y acentos de la derecha. La ultraderecha neofalangista presionará para reforzar las políticas de seguridad y militarización.
Cambios menores en la representación de las facciones del bloque dominante en el poder
Si se privilegia la sindéresis, no puede afirmarse que el proceso electoral haya producido el surgimiento de una nueva fuerza política, el Centro Democrático, ni que estemos en presencia de un cambio sustancial del mapa político. No puede considerarse como nueva expresión de la política una fuerza surgida desde hace varios lustros en medio del poderío narcotraficante y paramilitar de las últimas décadas y que logró construir un consenso de clase que le permitió gobernar durante dos cuatrienios presidenciales. Si se mira desde ese punto de vista, se trata más bien de un intento de cohesionar una concepción de la política en declive, debilitada por la recomposición en el bloque en el poder impuesta por el gobierno de Santos. Desde luego que su irrupción organizada, ahora con el remoquete del Centro Democrático, amplía el espectro ideológico del debate político; le resulta, además, de suma utilidad a Santos para mostrarse como «reserva democrática» de la sociedad y agitar el coco de la ultraderecha. Se fabrica de esa forma una «nueva oposición»: la oposición de (ultra)derecha. Y, si se presume que existe una oposición de izquierda, Santos y su Unidad Nacional aparecen en el centro, reforzando la idea de la «tercera vía». Por lo pronto, no hay nada que indique que el Centro Democrático logrará construir un bloque parlamentario con capacidad de redefinir la orientación actual del proyecto político de la dominación de clase. Ello solo sería posible si se diera un triunfo electoral de su candidato presidencial, hecho muy improbable. Su presencia en el Senado, aunque de importancia, es minoritaria; y en la Cámara es definitivamente secundaria. Si bien es cierto que se debe prestar atención y mantener la alerta, no es conveniente sobrevalorar la fuerza del militarismo y la ultraderecha.
Debilidad de los sectores nacionalistas, progresistas y de izquierda institucional
Los resultados electorales reafirman las condiciones de cierre estructural del sistema político y de representación para intentar cambios políticos sustanciales por la vía electoral y refuerzan la necesidad urgente de propiciar las condiciones para una reestructuración democrática del Estado, incluida una reforma política y electoral democrática. El mencionado bloqueo estructural conduce a que fuerzas que se consideran alternativas, apenas alcancen el estatus de oposición minoritaria y sean disciplinadas para autocomprenderse como tal. La democracia gobernable ha producido una tendencia a la institucionalización de la oposición, que se ha acompañado de un abandono gradual de las concepciones de izquierda hacia el nacionalismo y el progresismo, con la excepción de algunas individualidades. La heterogeneidad en la representación del Polo Democrático Alternativo, la tendencia de su sector predominante a definirlo como expresión política a favor de un (buen) capitalismo nacional, así como las notorias ambivalencias y contradicciones de la Alianza Verde, que incluye un abanico de grupos que oscilan en el progresismo socialdemócrata y la derecha tecnocrática, son expresión de ello. A esta situación ha contribuido la propia ingeniería electoral, que presiona a privilegiar el pragmatismo por encima de los acuerdos programáticos, promueve alianzas y cálculos a la larga ilusorios y fantasiosos. Precisamente por los rasgos del sistema político y de representación, la presencia de sectores nacionalistas, progresistas y de izquierda institucional en el Congreso merece en todo caso reconocimiento, pese a su evidente condición de minoría. Se trata sin duda de un (potencial) aliado importante de la movilización y la lucha popular, al que se le debe sumar la Unión Patriótica. Su fallido intento de posicionarse como fuerza parlamentaria, tras un ciclo largo de persecución y exterminio, además de mostrar un error de apreciación en su conducción política, confirma la inexistencia de condiciones para un ejercicio de la política en los estrechos espacios institucionales.
Presidencialismo, poderes fácticos y levedad del Congreso
Diversos análisis posteriores a las elecciones parten de una premisa equivocada. Además de reducir la política a los espacios institucionales, le conceden al Congreso un lugar que en sentido estricto no corresponde con las realidades de la organización institucional del poder de clase. Aunque es indiscutible que el Congreso posee la función de validación de las relaciones de poder pues las legitima a través de la «democracia de la representación» y las dota con el don de la legalidad, debe señalarse que los verdaderos centros de decisión se encuentran, por una parte, en los poderes fácticos, esto es, en los grupos económicos (especialmente financieros) y el latifundio organizado, incluidas sus organizaciones gremiales, en las corporaciones transnacionales con presencia en el país, en los organismos multilaterales, en las agencias calificadores de riesgo y en la omnipresencia -no siempre perceptible- del imperialismo estadounidense. A ellos se suma, por otra parte, el excesivo poder presidencial que, además de condensar los intereses de las clases dominantes en su conjunto, posee el monopolio de normatización de la iniciativa política, sea ésta de alcance constitucional o comprometa ella desarrollos legales. Las mayorías del Congreso, expresadas en coaliciones, como ha sido el caso de la «Unidad Nacional», devienen en simples agentes del Ejecutivo, desvelando su carácter esencialmente subsidiario. En las condiciones actuales no hay nada que indique, por lo pronto, la configuración de una nueva mayoría opuesta a los designios presidenciales. Ni siquiera el Centro Democrático que ha logrado despertar temores en algunos sectores de la opinión pública.
El destino de los diálogos con la insurgencia no depende del Congreso
El Congreso elegido es una institución de la continuidad de las políticas del régimen de dominación de clase. Su función se perfila en términos de profundización del proyecto político-económico de la facción que actualmente predomina en el bloque oligárquico de poder, así como en la contención de las demandas sociales y populares que vendrán como resultado de la esperada continuidad de la movilización y lucha de las clases subalternas. Por los rasgos ya señalados de la organización institucional del poder de clase, no debe esperarse que juegue -por iniciativa propia- un papel determinante en el curso de los diálogos de La Habana. Éste dependerá más bien de los poderes fácticos y de las definiciones del Ejecutivo, así como de las decisiones de la insurgencia, y de la capacidad que logre desplegar el movimiento social y popular para contribuir a consolidar la perspectiva de una solución política. Y desde luego de la misma tendencia de la guerra. Aunque Santos y su coalición de Unidad Nacional han hecho del proceso de paz una bandera electoral, no han dejado atrás la perspectiva de una salida militar, como lo demuestra la persistencia en el aumento del gasto en seguridad y defensa y el diseño conjunto de la estrategia de guerra con el Departamento de Estado, la CIA y la inteligencia británica e israelí. Lo anterior, no implica menospreciar el papel del Congreso electo en lo referente al proceso de paz, sino valorarlo es sus reales dimensiones. Es obvio que habrá una marcada oposición militarista y de ultraderecha que hará escuchar su voz. Pero no será ésta la que determine el discurrir de la Agenda pendiente. También es claro que el Congreso es una institución por la se tendrán que tramitar asuntos que comprometen la perspectiva de una solución política. No obstante, en el contexto del proceso político general, el lugar del Congreso se encontrará en función de cómo se sitúe en el debate nacional que se ve venir por la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, no sólo como mecanismo de refrendación de eventuales acuerdos con la insurgencia, sino como parte de la búsqueda de alternativas a la crisis en diversos campos de la vida nacional.
Movimiento constituyente y bloque de poder contrahegemónico
Lo hasta aquí expuesto reafirma, por una parte, la necesidad de producir un quiebre del sistema político y de representación, si se pretende avanzar hacia una transición política que abra los caminos de la verdadera democratización política, económica, social y cultural. Tal quiebre no puede provenir desde adentro de un régimen con blindajes institucionales y armados. Su desmoronamiento sólo será posible mediante la escenificación de la política en la calle, en la lucha y la movilización, en la «guerra de posiciones». En el movimiento, devenido en constituyente, se encuentra la posibilidad real de producir un cambio en la correlación social de fuerzas. La articulación y coordinación de la dispersión creativa del campo popular hacia un bloque de poder contrahegemónico es una necesidad del momento actual de la lucha de clases.
Publicado en la Revista IZQUIERDA, No. 42, marzo de 2014, www.espaciocritico.com
NOTAS:
[1] Ver por ejemplo, Jorge Enrique Robledo, «Qué modelo económico promover en Colombia», Bogotá, febrero 28 de 2014.
[2] Ver, Maristella Svampa, Cambio de época. Movimientos sociales y poder político, Siglo XXI Editores, CLACSO, Buenos Aires, 2008.
[3] Las termitas, insectos roedores, infligen daños irreparables sobre las construcciones de madera, imperceptibles a primera vista. Ver, David Harvey, Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, Akal Pensamiento crítico, Madrid, 2013, cap. 5.
[4] Maristella Svampa, ob.cit., p.84.
(*) Jairo Estrada Álvarez es Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.