Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha demostrado […]
Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la verdadera ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la filosofía del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la industrialización sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha preferida por los historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de su propio mundo, en una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas son tomadas como los impulsos originales. Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista de la autoresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de salida» del desarrollo social moderno. Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico». El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las «fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las «relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la fórmula simplificada, habría sacudido «las cadenas de las antiguas relaciones feudales de producción». Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital», Marx se ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la máquina de vapor. ¿No será esto una autorrefutación del «materialismo histórico»? Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces del desarrollo, tenemos que cavar más hondo. También es lógico que el primer germen de la modernidad, o el «big bang» de su dinámica, tuviese que surgir de un medio en buena parte aún premoderno, pues de otro modo no podría ser un «origen» en el sentido estricto de la palabra. Así, la «primera causa» muy precoz y la «consolidación plena» muy tardía no representan una contradicción. Si bien es verdad que para muchas regiones del mundo y para muchos grupos sociales el inicio de la modernización se prolonga hasta el presente, es igualmente cierto que el primer impulso tiene que haber ocurrido en un pasado remoto, si consideramos la enorme extensión temporal (desde la perspectiva de la vida de una generación o incluso de una persona aislada) de los procesos sociales. Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo» (1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro «Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo «La Revolución militar» (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker. Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían. Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica fue una invención democrática de Occidente. La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación precapitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139 el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a figuras legendarias como Robin Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a caballo y envueltos en armaduras. Por obra de las armas de fuego la estructura de los ejércitos se modificó profundamente. Los beligerantes ya no podían equiparse por sí mismos y tenían que ser abastecidos de armas por un poder social centralizado. Por eso la organización militar de la sociedad se separó de la civil. En lugar de los ciudadanos movilizados en cada caso para las campañas o de los señores locales con sus familias armadas, surgieron los «ejércitos permanentes»: nacieron las «fuerzas armadas» como grupo social específico, y el ejército se convirtió en un cuerpo extraño dentro de la sociedad. El status de los oficiales pasó de ser un deber personal de los ciudadanos ricos a una «profesión» moderna. A la par de esta nueva organización militar y de las nuevas técnicas bélicas, también el contingente de los ejércitos creció vertiginosamente: «Entre 1500 y 1700, las tropas armadas se decuplicaron» (Geoffrey Parker). Industria armamentista, carrera armamentista y mantenimiento de los ejércitos permanentemente organizados, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo con un fuerte crecimiento, llevaron necesariamente a una subversión radical de la economía. El gran complejo militar desvinculado de la sociedad exigía una «permanente economía de guerra«. Esta nueva economía de la muerte se tendió como una mortaja sobre las estructuras agrarias antiguas. Como el armamento y el ejército ya no podían apoyarse en la reproducción agraria local, sino que tenían que ser abastecidos de manera compleja y extensa y dentro de relaciones anónimas, pasaron a depender de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la economía monetaria como elementos básicos del capitalismo recibieron un impulso decisivo en el inicio de la Edad Moderna por medio del desencadenamiento de la economía militar y armamentista. Este desarrollo originó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad del «hacer-más» abstracto. La permanente carencia financiera de la economía de guerra condujo, en la sociedad civil, al aumento de los capitalistas monetarios y comerciales, de los grandes ahorradores y de los financiadores de guerra. Pero también la nueva organización de los propios ejércitos creó la mentalidad capitalista. Los antiguos beligerantes agrarios se transformaron en «soldados», o sea, en personas que reciben el «soldo». Ellos fueron los primeros «trabajadores asalariados» modernos que tenían que reproducir su vida exclusivamente por la renta monetaria y por el consumo de mercancías. Y por eso ya no lucharon más por metas idealizadas, sino solamente por dinero. Les era indiferente a quién mataban, a condición de recibir el soldo convenido; de este modo se convirtieron en los primeros representantes del «trabajo abstracto» (Marx) dentro del moderno sistema productor de mercancías. A los jefes y comandantes de los «soldados» les interesaba hacer botín por medio de saqueos y convertirlo en dinero. Por tanto, la renta de los botines tenía que ser mayor que los costos de la guerra. He aquí el origen de la racionalidad empresarial moderna. La mayoría de los generales y comandantes del ejército de los comienzos de la Edad Moderna invertían con ganancia el producto de sus botines y se convertían en socios del capital monetario y comercial. No fueron por tanto el pacífico vendedor, el diligente ahorrista y el productor lleno de ideas los que marcaron el inicio del capitalismo, sino todo lo contrario: del mismo modo que los «soldados», como sangrientos artesanos del arma de fuego, fueron los prototipos del asalariado moderno, así también los comandantes de ejército y condottieri «multiplicadores de dinero» fueron los prototipos del empresariado moderno y de su «disposición al riesgo». Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante, de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria. Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció hasta un 2.000%. Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos, los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La autoadministración local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna. Hasta las conquistas positivas de la modernización siempre llevaron consigo el estigma de esos orígenes. La industrialización del siglo XIX, tanto en el aspecto tecnológico como en el histórico de las organizaciones y de las mentalidades, fue heredera de las armas de fuego, de la producción de armamentos de los inicios de la modernidad y del proceso social que la siguió. En este sentido, no es de asombrar que el vertiginoso desarrollo capitalista de las fuerzas productivas desde la Primera Revolución Industrial sólo pudiese ocurrir de forma destructiva, a pesar de las innovaciones técnicas aparentemente inocentes. La moderna democracia de Occidente es incapaz de ocultar el hecho de que es heredera de la dictadura armamentista y militar del inicio de la modernidad -y ello no sólo en el ámbito tecnológico, sino también en su estructura social. Bajo la delgada superficie de los rituales de votación y de los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que constantemente administra y disciplina al ciudadano aparentemente libre en nombre de la economía monetaria total y de la economía de guerra a ella vinculada hasta hoy. En ninguna sociedad de la historia ha habido un porcentaje tan alto de funcionarios públicos y de administradores de personas, ni tampoco de soldados y policías; ninguna ha despilfarrado una parte tan grande de sus recursos en armamento y ejércitos.
¿Qué fue finalmente, en un pasado relativamente lejano, lo nuevo que en lo sucesivo engendró de manera inevitable la historia de la modernización? Se puede conceder absolutamente al materialismo histórico que la mayor y principal relevancia no corresponde a un simple cambio de ideas y mentalidades, sino al desarrollo en cuanto a los hechos materiales concretos. No fue, sin embargo, la fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo) siempre le dieron poca importancia.
Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que persiste hasta hoy.
Las dictaduras burocráticas de la «modernización rezagada» (o tardía) en el este y en el sur, con sus aparatos centralizados no fueron las antípodas, sino los actores reincidentes de la economía de guerra de la historia occidental, sin, aún así, poder alcanzarla. Las sociedades más burocratizadas y militarizadas siguen siendo, desde el punto de vista estructural, las democracias occidentales. También el neoliberalismo es un hijo tardío de los cañones, como demostraron el gigantesco programa armamentista de la «Reaganomics» y la historia de los años 90. La economía de la muerte permanecerá como el inquietante legado de la sociedad moderna fundada en la economía de mercado hasta que el capitalismo matón se destruya a sí mismo.
Se publicó originalmente en «Caderno Mais!», Folha de São Paulo, el 30 de marzo de 1997. Traducción alemán-portugués: José Marcos Macedo [ en http://planeta.clix.pt/obeco/rkurz2.htm ].
Traducción al español Pimienta negra: Round Desk, revisada por Reinhart Pablo Esch