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Entrevista al pensador italiano Enzo Traverso

“La ruptura de continuidad histórica ha sido mucho más profunda en la izquierda que en la derecha”

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Enzo Traverso responde desde su casa en Ithaca (NY, Estados Unidos) como podría hacerlo desde cualquier parte del mundo. La hiperlocalización a la que lo compelió, también a él, la pandemia, dejó ese aprendizaje: es posible habitar todos los lugares desde alguno de sus rincones… y ello sin perjuicio de que se pueda atesorar uno de ellos como favorito.

El de Traverso es, quizás, aquel que le permita ver desde la ventana algo del Mediterráneo que dejó atrás hace tiempo. Nacido en Italia, Traverso recuerda sus años de juventud, que son los de su militancia política y de su formación teórica, como momentos intensos. El fin de la hegemonía cultural y política del PCI (Partido Comunista Italiano) hacia la década del 80 había dado lugar a la combinación poco feliz de terrorismo, represión estatal y declive socio-cultural. En esa atmósfera un tanto irrespirable, la mayor aspiración utópica, recuerda ahora con ironía Traverso, se condensaba en el estribillo de la canción que sonaba por entonces en todas las radios: “vamos a la playa oh, oh, oooh…”.

En esa Italia no había lugar para estudiosos, intelectuales, investigadores. Su destino diaspórico lo llevó no a Alemania –lugar de procedencia de sus autores de referencia– sino a Francia. En su reconstrucción autobiográfica, París aparece como el signo de la liberación de los condicionamientos y la apertura de nuevos comienzos. Es el lugar del encuentro con Michael Löwy y, de su mano, con todos los exiliados latinomericanos, muchos de los cuales eran judíos. La huella de esos encuentros se lee tanto en esa manera descentrada, no etnocéntrica, de interpretar la historia como en la complicidad que uno siente cuando conversa con él. En ese contexto se aboca a estudios que los llevan a desplazar el tropo del Holocausto como prisma exclusivo y excluyente para interrogar las violencias del siglo XX (y las contemporáneas). Desde entonces sus abordajes serán innovadores y sus libros no estarán exentos de fructíferas polémicas.

No es fácil elegir con qué comenzar una entrevista, entonces se me ocurrió partir por una pregunta por los comienzos: ¿cómo explicarías el o los comienzos de esta época en que vivimos? ¿Qué temporalidades convoca? ¿Qué rasgos generales porta y qué inflexiones singulares?

Los comienzos del neoliberalismo son ya lejanos. En términos intelectuales, debemos situarlo en los años 1930. Como forma dominante del capitalismo, tiene al menos cuarenta años de vida, desde que fue introducido por Margaret Thatcher y Ronald Reagan hacia comienzos de los años 80 del siglo pasado (América Latina, que fue su laboratorio, lo experimentó mucho antes con Pinochet). Esto significa que casi dos generaciones vivieron dentro de un régimen de historicidad neoliberal. Para los jóvenes, el neoliberalismo es la norma, una “forma de vida” que configura al planeta. Para poder confrontarlo con otros modelos económicos y sociales de los cuales se ha hecho una experiencia, es necesario tener por lo menos setenta años. En pocas palabras, creo que el neoliberalismo es mucho más que un conjunto de políticas económicas; creo que no es, en absoluto, reductible a la privatización de los servicios públicos, a la financiarización de la economía, a la desregulación de los mercados, etc, etc. Sin duda, podemos verlo como una alternativa ganadora del Welfare State, que fue la forma dominante del capitalismo en la posguerra, pero se trata de una simplificación. El neoliberalismo, como subrayan Pierre Dardot y Christian Laval, es una forma de “conducirse en la vida” (Lebensführung) en el sentido weberiano, un modelo antropológico que prescribe valores, comportamientos y una ética general. Se trata de un modelo antropológico basado en el individualismo, en la competencia y en la organización de la existencia en función de la búsqueda de un interés privado. Cada uno debe concebir su propia vida como “emprendedor” de sí mismo. Algunos lo han definido como una nueva percepción y representación del tiempo; el neoliberalismo es “presentista” porque solo conozco el presente; comprime pasado y futuro en el presente. No existe más la idea de futuro si no es como renovación y cambio permanente en un marco social y económico inmutable; el futuro sólo puede concebirse como un “éxito” individual y, por lo tanto, también está privatizado. Aquello que hizo posible esta mutación antropológica fue el fracaso de las revoluciones del siglo XX. La URSS no atraía ya a ninguno, y en comparación el neoliberalismo parecía ofrecer amplios espacios de libertad individual (muchos, hasta Foucault inclusive, lo creyeron), pero la existencia de la URSS indicaba que el capitalismo tenía alternativa. Hoy, el capitalismo se “naturalizó” y este es su mayor éxito. La fórmula discursiva preferida de Margaret Thatcher era “There is no alternative”.

Según distintos autores podría establecerse un lazo entre neoliberalismo y lo que denominás, en Las nuevas caras de la derecha, “posfascismos”, cuya figura emblemática sería, en gran medida, Donald Trump. Allí entendés a Trump, entre otras cosas, como un emergente de una reacción al neoliberalismo. Mi pregunta es si no podría pensarse también en Trump y en otras figuras de la derecha radical contemporánea como una continuidad o derivado del neoliberalismo, antes que como una reacción ante él…

Trump es seguramente un producto del neoliberalismo, come Bolsonaro en Brasil, y como antes de ellos tantos otros, partiendo desde Berlusconi en Italia. El neoliberalismo no tiene un color político, es por su naturaleza compatible con (y disoluble en) todos los regímenes políticos respetuosos de la propiedad privada y del mercado. Las elites financieras americanas se acomodaron muy bien con Trump durante cuatro años, y lo mismo sucede hoy en Brasil con Bolsonaro. Pero Trump no era su candidato en 2017 ni tampoco en 2020. En enero de 2021, cuando Trump explicitó sus pulsiones fascistas buscando volver a poner en discusión el resultado de las elecciones y sosteniendo un movimiento abiertamente subversivo, las elites lo abandonaron. No lo hicieron porque amen la democracia o sean antirracistas, sino porque necesitan estabilidad y no tienen ningún interés en empujar al país a una guerra civil. Wall Street, el Pentágono, la gran industria del Midwest y las multinacionales californianas de las nuevas tecnologías nunca apoyarán un movimiento supremacista blanco para evitar que Joe Biden se convierta en Presidente. Hoy el Partido Republicano encuentra grandes dificultades precisamente porque su fidelidad con Trump es difícilmente compatible con su rol tradicional de pilar del establishment estadounidense.

“Hoy el Partido Republicano encuentra grandes dificultades precisamente porque su fidelidad con Trump es difícilmente compatible con su rol tradicional de pilar del establishment estadounidense.”

En Europa, las elites neoliberales no apoyan Alternative für Deutschland, Marine Le Pen, Matteo Salvini o Vox; sus representantes son Macron, Angela Merkel y Mario Draghi. Apoyan a la Comisión y al Banco Central Europeo, no a la extrema derecha que reivindica el retorno a las soberanías nacionales y a las monedas nacionales. Es cierto que el impulso hacia la derecha radical es fuerte. Si estos movimientos llegaran al poder, deberían lograr un compromiso con el neoliberalismo y revisar sus programas: esto es lo que sucedió en Polonia y en Hungría, esto está sucediendo en Italia con el ingreso de la Lega de Salvini en el gobierno de Draghi, y esto podría suceder en Francia, después de que Marine Le Pen haya declarado no querer abandonar el euro. Pero estos pequeños giros indican una subordinación de la derecha al neoliberalismo, no a la inversa. Una forma de neoliberalismo autoritario no necesita de la extrema derecha, basta observar el incremento de la violencia policial en la Francia de Macron. Un planeta “fascistizado” sobre bases neoliberales es una hipótesis que no podemos excluir; nada se opone a ella desde el punto de vista teórico. Hoy, sin embargo, ésta no me parece la hipótesis dominante.

De este lado del continente americano –en el Sur– no tenemos a Trump pero sí a Bolsonaro…  Bien, como señalás, los mitos a los que apelan los posfascismos no son equiparables a aquellos del fascismo clásico, creo que estarías de acuerdo conmigo en admitir que existe una dimensión mítico-ideológica indudable en ambos. La pregunta sería: ¿qué “mitologías” o, en rigor, qué retazos de discursos sociales sirven para edificar los castillos ideológicos en los que se asientan estas figuras políticas?

La mitología de la derecha radical es heredada del siglo XIX, es conservadora y no posee la carga “utópica”, ni tampoco la proyección hacia el futuro que caracterizaba al fascismo clásico. Quienes en la actualidad planifican el futuro del planeta son las elites neoliberales, no la extrema derecha. Los mitos de la derecha radical son un retorno al pasado. Ella encarna una cultura nacionalista, racista y xenófoba que corresponde a una forma del capitalismo del siglo XIX anterior al giro neoliberal. Decir esto no significa en absoluto defender al neoliberalismo. Pongamos un ejemplo concreto. Las grandes multinacionales como Microsoft, Amazon, Apple, entre otras, tienen una dimensión global. Sus estrategias implican una división internacional del trabajo que supone condiciones de explotación brutales y una semiesclavitud en gran parte del mundo, especialmente en Asia. Un visionario neoliberal “utópico” como Elon Musk imagina inclusive un planeta Tierra trasformado en un jardín con la producción deslocalizada en planetas satélites habitados por esclavos. Estas mismas multinacionales emplean y pagan muy bien, en sus compañías-jardines de Silicon Valley, a informáticos, arquitectos, diseñadores y técnicos especializados que vienen de India, de Pakistán, de África o de América Latina. Y no se preocupan para nada por las inclinaciones sexuales de sus empleados. El capitalismo neoliberal no le teme a una América multirracial, multicultural y pluralista en el plano religioso, porque este es el ADN de Estados Unidos. La supremacía blanca, el miedo de una sociedad blanca devenida minoría en una nación multirracial es un fantasma racista muy antiguo, anterior al capitalismo globalizado. Es cierto que este racismo se alimenta de las contradicciones del capitalismo global y prospera por todas partes, pero no es el espejo de la visión del mundo neoliberal.

 “Los mitos de la derecha radical son un retorno al pasado. Ella encarna una cultura nacionalista, racista y xenófoba que corresponde a una forma del capitalismo del siglo XIX anterior al giro neoliberal.”

En una entrevista que diste a Massimo Modonesi en el 2008 decías: “hay una expansión de los estudios sobre el comunismo que es paralela al eclipse de la memoria del comunismo en el espacio público”. A propósito de esto quería preguntarte si no considerás que hoy, quizás fundado en aquel desconocimiento, el comunismo está llamado a cumplir el rol de espectro a ser conjurado toda vez que fracasa en este rol (de producir espanto) la amenaza del populismo… Y, por otro lado, ¿cómo podría desarticularse esto?

Massimo Modonesi ha captado una contradicción real que merece ser meditada por lo que revela. La desaparición relativa del comunismo de la esfera pública y la expansión paralela de los estudios sobre su historia están indicando la metamorfosis en “lugar de la memoria”. Según Pierre Nora, que ha acuñado este concepto, los “lugares de la memoria” nacen cuando la memoria deja de palpitar en el cuerpo social y no es más transmitida de una generación a otra como un conjunto de conocimientos, prácticas y experiencias colectivas. La historización del comunismo coincide con su desaparición de la vida real. Esto no significa que la retórica anticomunista haya desaparecido: ella sobrevive y puede ser movilizada en formas demagógicas en diversas ocasiones; pensemos en la campaña contra Bernie Sanders en 2019-2020, en la de la derecha española contra Podemos, etc., pero en general el anticomunismo no es más un elemento constitutivo del imaginario y de la cultura de la derecha. Permanece en el trasfondo, como parte de su “archivo” cultural e ideológico, listo para ser reactivado en cualquier momento. Desde este punto de vista, es interesante esbozar una comparación. Aun desplazado del escenario, el anticomunismo permanece presente en el archivo ideológico de la derecha mientras que el comunismo está casi totalmente ausente de la cultura y del imaginario de los nuevos movimientos alternativos. No ha desarrollado ningún rol relevante en las primaveras árabes, en Occupy Wall Street, en el 15M español, en la Nuit Debout francesa, etc. La extrema derecha se apega a su repertorio –nacionalismo, racismo, xenofobia, homofobia, misoginia, etc.– introduciendo algunas variantes (la islamofobia tiende a ocupar el puesto del antisemitismo). Los movimientos alternativos deben reinventarse, pero no reivindican ninguna continuidad con el pasado, con excepción de una cultura anticolonial y antirracista que ciertamente estaba presente, pero no era dominante, en la tradición comunista.

 “Aun desplazado del escenario, el anticomunismo permanece presente en el archivo ideológico de la derecha mientras que el comunismo está casi totalmente ausente de la cultura y del imaginario de los nuevos movimientos alternativos.”

Desde este punto de vista, la ruptura de continuidad histórica ha sido mucho más profunda en la izquierda que en la derecha. Los nuevos movimientos alternativos redescubren una tradición libertaria, no en el sentido doctrinario del anarquismo sino más bien como sensibilidad antiautoritaria, indiferencia a las instituciones, democracia horizontal, participación colectiva, rechazo de toda jerarquía…

En sus prácticas, la ecología, la reivindicación de nuevos derechos, la crítica de las desigualdades sociales, la crítica de las discriminaciones de clase, raza, religión y género tienen la misma legitimidad, en una suerte de “interseccionalismo” integral. A veces estos movimientos exhuman tradiciones escondidas, por ejemplo, la Comuna de París, redescubierta como experiencia de democracia directa, fuera de la imagen que le había dado el comunismo durante todo el siglo XX: aquella de una prefiguración, todavía inmadura, de la Revolución de Octubre.

Es un movimiento característico de ciertas corrientes de izquierda el llamado a tomar conceptos, autores o categorías identificadas con la derecha para un uso/refuncionalización en provecho de una acción emancipatoria. Hoy pareciéramos asistir a un movimiento semejante pero de signo contrario: es la derecha la que toma conceptos y categorías de la izquierda para reclutar adeptos. De su lado parece haber quedado la osadía, la “revolución”, la rebeldía, la libertad e, incluso, en algunos casos, la república. La pregunta es: ¿dónde podría inscribirse la crítica cuando su elemento más importante, la palabra, el argumento, parece estar tan devaluado?

No estoy seguro de que se pueda hablar de un “intercambio de ideas” tan vasto entre derecha e izquierda. Esta última tomó prestado de la derecha algunas categorías analíticas. Baste pensar en el uso de conceptos como “estado de excepción” o “autonomía del político” de parte de autores que conoces muy bien, desde Walter Benjamin a Mario Tronti. Pensemos incluso en la filiación heideggeriana de toda una veta del marxismo y de la teoría crítica, Herbert Marcuse en primer lugar. Por su parte, algunos intelectuales de extrema derecha han hecho amplio uso de Gramsci (por ejemplo Alain de Benoit). Se trata, como sostenía Jacob Taubes en su intercambio epistolar con Schmitt, de un “diálogo” imposible que implica una distancia irreductible. Más que de un diálogo, se trata de una simetría: tanto el fascismo cuanto el comunismo volvían a poner en discusión la tradición liberal, a partir de perspectivas y con finalidades opuestas. Si luego adoptamos un acercamiento genealógico, los pasajes son constantes: no sería difícil encontrar huellas de Weber y también de Nietzsche en el concepto de racionalidad instrumental elaborado por la Escuela de Frankfurt, o huellas del romanticismo en el marxismo del joven Lukács, etc. Empero, las categorías analíticas no son valores o principios. No se puede construir una idea de socialismo o comunismo con los valores de la derecha, ni una idea de orden fascista con los valores de la izquierda. Solamente una visión del mundo inspirada en el liberalismo clásico puede confundir los valores de la derecha con aquellos de la izquierda. El ejemplo más obvio de este error es el concepto de totalitarismo, uno de los más ambiguos y engañosos de la historia del pensamiento político. La adopción de una retórica “revolucionaria” por parte del nacionalismo no es nueva –se remonta al fascismo y a la llamada “revolución conservadora”– pero no se relaciona con los valores, sino en todo caso con las formas y los medios de la acción política.

Mi impresión es que hoy, la nueva derecha ha abandonado la vieja retórica “revolucionaria fascista” y no se está apropiando de las ideas de izquierda. Se está convirtiendo al lenguaje y a la retórica –no sé hasta qué punto a los “valores”– de la tradición liberal, integrando en su léxico lemas como democracia, república, libertad, emancipación, derechos, etc. Estos conceptos, sin embargo, han perdido el significado subversivo que tenían en 1848 o todavía en la primera mitad del siglo XX. Se trata de conceptos ahora universales, a tal punto abusados y desgastados que todos los pueden reivindicar porque no significan más nada. El contenido que la nueva derecha confiere a estos conceptos es conservador o reaccionario: “democracia” significa consenso plebiscitario, “emancipación” significa defensa de las influencias de culturas externas (el islam), la defensa de los derechos significa la exclusión de minorías que amenazarían las conquistas de la civilización occidental, “feminismo” significa lucha contra el oscurantismo islámico, etc. Si la extrema derecha encuentra consensos en las clases populares (esto sucede en todos lados, desde Estados Unidos hasta Brasil, desde Alemania hasta Italia), ello no se debe a la adopción de un lenguaje nuevo sino al hecho de que la izquierda los ha abandonado, que partidos y sindicatos de izquierda se han debilitado y son hoy inexistentes, que una memoria y una cultura de la acción colectiva, de la organización y de la solidaridad no existen más. La izquierda encarnaba una idea de emancipación colectiva; la extrema derecha propone la búsqueda de un chivo expiatorio. El consenso electoral de Trump, Bolsonaro, Le Pen, reside en su capacidad –en algunas circunstancias– de capitalizar un voto de protesta, no en el hecho de apropiarse de un lenguaje de izquierda.

“Si la extrema derecha encuentra consensos en las clases populares, ello no se debe a la adopción de un lenguaje nuevo sino al hecho de que la izquierda los ha abandonado…”

Y, en relación a esta última pregunta… sabemos, entre otras cosas gracias a tus libros, que el rol del intelectual declina al calor del declive de la cultura letrada y de su incidencia en el espacio público. Las imágenes de mundo que esa cultura producía difieren de las propias de la “videoesfera”… En este sentido, ¿qué “visualizaciones del mundo” (pasado o presente), qué modos inconscientes de pensar, o qué narrativas prevalecen en nuestra “digitoesfera” contemporánea –como un poco en serio y otro en broma la llamás en una entrevista reciente–?

Puedo pecar de ingenuo, pero soy bastante optimista acerca de las potencialidades de la “digitoesfera”. Claro, mi percepción de este cambio es muy aproximativa, porque pertenezco a una generación que privilegia otros medios de comunicación y no tiene mucha familiaridad con esos nuevos instrumentos, pero algunos hechos macroscópicos son evidentes. Las redes sociales han transformado completamente la estructura misma de la esfera pública, porque por un lado han completado la reificación –todas las redes pertenecen a multinacionales privadas–, pero por otro lado se han vuelto instrumentos subversivos. Un ejemplo de este fenómeno son los “chalecos amarillos” en Francia, en 2018 y 2019. Todos los órganos de la esfera pública tradicional –la prensa, los canales televisivos y la radio– eran unánimes en la condena de este movimiento: populista, rudimentario, violento, culturalmente regresivo, reaccionario en cuanto irrespetuoso de las instituciones de la democracia representativa, etc. Gracias a las redes sociales este movimiento espontáneo logró crear estructuras propias, formas de deliberación colectiva extremadamente democráticas, discusiones horizontales sobre todos los problemas sociales y ha organizado sus propias manifestaciones. Los sondeos de opinión han revelado que este movimiento, condenado por todos los medios, había obtenido el consenso de más del 70% de la población. Este ejemplo se puede extender: la primavera árabe, desde la revuelta tunecina de 2011 al Hirak argelino del 2019, debe mucho a las redes sociales. Ellas fueron el vector del Black Lives Matter en Estados Unidos y del movimiento de protesta en Hong Kong, más recientemente en Minsk y en Birmania. Las redes sociales constituyen probablemente el lugar privilegiado de expresión de una esfera pública del siglo XXI, en el sentido con el cual Habermas usa este concepto: un espacio de la sociedad civil donde se puede ejercitar un uso crítico de la razón. El neoliberalismo promueve la “digitoesfera” como espacio de reificación y alienación: la comunicación mediada desde el mercado que vincula individuos aislados cuyo estatus de ciudadanos ha cedido el lugar a aquel de consumidores. El uso subversivo de las redes sociales ha transformado estos vectores de cosificación en vectores de movilización y acción colectiva, dirigida a la reapropiación del espacio social y político.

Ahora sí, para ir cerrando, asumiendo la tesis de que vivimos en una época signada por el presentismo, ¿crees que sería adecuado afirmar que la pandemia vino a consumar esa experiencia dado que implica una suspensión en lo urgente, lo necesario, lo inmediato que resta tiempo y posibilidad a la reflexión y el estar con otros, ambas instancias imprescindibles para organizar algo que trascienda esta coyuntura?

El “presentismo” –el mundo encerrado en el presente– permanece como horizonte de nuestro tiempo, pero la pandemia ha sido también el espejo de sus contradicciones. Por una parte, ella ha celebrado el triunfo del neoliberalismo. Por primera vez los destinos de la humanidad –la solución de una pandemia global frenó las agujas del reloj del planeta entero– fueron puestos en las manos del capitalismo. Todos los gobiernos han confiado a algunas grandes multinacionales privadas la tarea de elaborar y producir vacunas; se han puesto al servicio de las empresas privadas y ahora se encargan de vacunar a las poblaciones en función de las dosis (o sea de la mercancía) que adquieren en el mercado.

Fue una elección de principio, porque la investigación ha conocido una extraordinaria aceleración gracias a los financiamientos públicos, pero estos financiamientos fueron atribuidos a empresas privadas que decidieron cómo gestionarlos. Parafraseando a Marx, el capitalismo ha demostrado su superioridad ontológica frente a todas las superestructuras jurídico-políticas, porque el principio de soberanía ha abdicado y se ha sometido al mando del capital. La “autonomía de lo político” fue borrada de golpe. Pero esta es solamente una cara de la moneda. La otra cara muestra que la pandemia ha suscitado una conciencia anticapitalista difundida a escala global. La gente ha comprendido que no se puede salir de la pandemia con soluciones nacionales, más o menos individuales, que una crisis global requiere una respuesta global, y que esta respuesta implica una reactivación de los poderes públicos. La salud de millares de seres humanos no puede ser confiada a un puñado de multinacionales interesadas exclusivamente en sus beneficios. En todos los países las discusiones se focalizaron en las insuficiencias de los sistemas sanitarios nacionales –en los primeros meses de la pandemia faltaban mascarillas y tubos de oxígeno– fragilizados por decenios de privatizaciones y recortes del gasto público. En fin, la opinión internacional expresa la demanda de un nuevo acuerdo [new deal] global. Las políticas de Biden y los planes de relanzamiento de la Unión Europea son como un espejo deformante, una primera, tímida, respuesta a esta demanda social.

Por último ¿de qué modo considerás que eso que en Melancolía de izquierda nombrás como propio de una operación político intelectual compleja podría abrir una grieta en el presente capaz de trascenderlo y llevarnos a imaginar otros rumbos que hoy parecen estar obturados?

En mi libro sobre la “melancolía de izquierda” he tratado de “rehabilitar”, o sea de reconocer la legitimidad de un sentimiento que pertenece desde siempre a la estructura emotiva de la izquierda, pero que ha sido siempre desplazada, ocultada o censurada. He tratado de reconstruir su historia, pero nunca he pretendido atribuirle cualidades terapéuticas más que aquellas de una necesaria “elaboración del duelo” después de las derrotas del siglo XX. Me parece que la melancolía de izquierda puede acompañar a las luchas del presente y favorecer el nacimiento de nuevos proyectos, pero ciertamente no sustituirlos. Aquella es fecunda si ayuda a la izquierda a conocerse y alcanzar una nueva madurez autoreflexiva, pero no posee virtudes demiúrgicas. La izquierda debe inventar una nueva idea de futuro sin y contra el capitalismo. El camino a recorrer es largo, pero no se trata de un proceso acumulativo, lineal; debemos prepararnos a contramarchas, cambios y aceleraciones inesperadas.

Micaela Cuesta. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, magíster en Comunicación y Cultura, y licenciada en Sociología por la misma universidad. Desarrolla sus actividades de docencia e investigación en la Escuela IDAES de la UNSAM y en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG) de la UBA.

Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/la-ruptura-de-continuidad-historica-ha-sido-mucho-mas-profunda-en-la-izquierda-que-en-la-derecha/