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La Santa Alianza, los republicanos y los monarquistas guzmanianos

Fuentes:

La Santa Alianza parece debilitada. Las fuerzas de la institucionalidad se resquebrajan intramuros. Concentrados en sus intrigas de palacio y teatralidades legislativas, los agentes y aparatos del Orden habían vuelto su inercia hipnotizante, pero el pueblo se encargó de despertarlos. Ahora son claras las facciones que intentan acallar la soberanía de las calles: Por un […]

La Santa Alianza parece debilitada. Las fuerzas de la institucionalidad se resquebrajan intramuros. Concentrados en sus intrigas de palacio y teatralidades legislativas, los agentes y aparatos del Orden habían vuelto su inercia hipnotizante, pero el pueblo se encargó de despertarlos. Ahora son claras las facciones que intentan acallar la soberanía de las calles: Por un lado, los Republicanosque, cual lobos disfrazados de ovejas, tratan de confundir y silenciar nuevamente el movimiento popular a través de tretas leguleyas. Boric, Lagos Weber y Walker, juntos en su deseo inconfesable de anular el poder del pueblo, abusan de los procesos legislativos, cuidando de sus intereses e intentando asestar nuevamente una derrota a la real democracia. Por el otro, los Monarquistas Guzmanianos, realizando cerriles procesos de purga, se alinean fervientemente en las alas más conservadoras y autoritarias del espectro político. No dudarán en abrir fuego, tampoco borrar del mapa toda oposición, pues en su corazón se alza el antiguo poder y la antigua coerción, y sus almas yacen poseídas por el fantasma que tiene por trono la Constitución Maldita: el rey muerto de Chile sobrevive a expensas de quienes son silenciados por el peso de la noche.

Sin embargo, no contaron con un tercer agente, el más incómodo y el potencialmente más fuerte: el pueblo pobre. Después de meses de relativa pasividad, ante la emergencia histórica de la Pandemia y el hambre, la voz de los pobres volvió a hacer temblar las paredes del Congreso, recordándoles a los ilustres obispos de la institucionalidad que el Estado es responsable ante la soberanía popular. Pese al clamor del fuego en la barricada y los gritos ahogados por dignidad, los lenguaraces de la republiqueta anuncian torpes indicaciones para limitar el proyecto de retiro del 10% de los fondos de pensiones, desnudando así, su intención demagógica al mismo tiempo que su incompetencia. 

El evangelista y oportunista Iván Moreira, temeroso de la justicia popular, se articula díscolo, igualándose al viejo reptil Lagos Weber, en pos de evitar las tormentas tributarias, pero que no alcanzan a encubrir intereses que antaño capturaron al PS, PPD, DC y que, hoy en día, roba pueriles proyecciones del Frente Amplio, quienes se ven constantemente instrumentalizados por el espectro de Guzmán. 

No nos engañemos. El miserable 10% es una artimaña más dentro del plan de los Republicanos para quitar presión extramuros, pues las luchas fratricidas de los partidos del orden, cuyas firmas van estampadas en un podrido Acuerdo por la Paz, han hecho languidecer su poder, y en la desesperación por salvar alguno que otro rédito, entregan pequeñas concesiones, realizando lo que Cecilia Morel temía ahogada en champagne: la entrega de privilegios. Pero esto sólo es un simulacro. Apostando por tácticas y estrategias que confundan al pueblo con condicionadas promesas, los Republicanos buscan hacer una mantención del Estado, es decir, arreglar sus fisuras, rearticular el funcionamiento neutralizante de sus instituciones, en fin, ganar tiempo para reforzar la arquitectónica tecnocrática del consenso, su solución para contener el torrente de la soberanía popular. Esta solución, sin embargo, es algo que los súbditos del rey muerto no pueden aceptar.

Para quienes dieron forma al edificio neoliberal, ya los refuerzos y arreglos que proponen los republicanos para salvarlo son una vulneración inaceptable a la Constitución, último vestigio estructural de su autarquía muerta. Ante el peligro que corre la piedra angular de sus principios, los monarquistas guzmanianos se disponen a reformular su juego, purgando de sus filas a quienes entorpecen la dirección asumida. En sus cálculos la seudo-democracia heredera de la Constitución ha dejado de cumplir su función neutralizante de la soberanía popular, y lo último que les va quedando es el antiguo poder de excepción, ese aterrador recurso que se asoma siempre que las clases populares amenazan con dotar de formas democráticas a su rancia dominación. Pero, ¿Será el conjuro de las elites suficiente para frenar al pueblo? La impotente angustia de la reacción ante el influjo popular le hace entorpecer el cálculo y caer presa de su delirios.

En su momento los mecanismos de la democracia neutralizadora funcionaron al gusto de los príncipes herederos de la dictadura, marcando la larga historia de la traición al pueblo chileno. En los 80, durante la dictadura de Pinochet, las poblaciones pobres alzadas en todas las regiones de Chile, hicieron temblar los basamentos de la autocracia. Al rescate de la dominación vinieron Ricardo Lagos y Allamand, esbozando un nuevo pacto de dominación, la llamada Transición a la Democracia, que entraría en vigencia con el delfín de la libertad, Patricio Alwyn. Los gobiernos que se declararon opositores al régimen militar, fueron, paradójicamente, sus grandes continuadores, profundizando el modelo neoliberal y manteniendo un intachable respeto por las instituciones de la barbarie que se mantenían bajo el mando de los jerarcas dictatoriales. Democracia sólo en nombre, ofuscaban la conciencia del pueblo con formas electorales mientras expandían el dominio del capital por todo los medios a su disposición, como la operación de inteligencia de Bachelet en la Araucanía o la campaña militar de Piñera contra los Mapuche, mientras los aparatos estatales fueran capaces de contener al pueblo no había límite real a la depredación del Estado neoliberal. Hasta que el pueblo dijo basta.

Los partidos del Orden y de la antigua Santa Alianza, más que nunca, son el peligro latente y la demostración de que la crisis provocada por la desigualdad de 30 años no se superará desde dentro de los muros estatales. Hay que asediarla y entrar por las anchas puertas hasta su corazón mismo. El llanto de Blumel de aquella mañana de julio, es la manifestación del pavor a las barricadas, al fuego y a la piedra. Es el terror por un nuevo 18 de octubre y la incontrolable masa que va por todo. Se nos llamó “violentistas”, y que por aquella vía no se debe forzar las pesadas trabas técnicas de la burocracia liberal. A pesar de ello, sabemos que la democracia no está en la cámara de diputados ni en el segundo piso de la Moneda. Por el contrario, está en las calles y en los campos; realidad obviada por Blumel y toda la camarilla de Evópoli.

Ya son 9 meses de militares y toque de queda que no ha aplacado la insurrección, 9 meses desde aquella jornada de autodeterminación. Toda acción estatal no hace más que acrecentar la confrontación social; el pueblo pobre organizado ha recibido una migaja de proyecto de ley, pero cuyo interior es la semilla para los cambios constitucionales necesarios que lograrán recuperar lo robado: el trabajo humano de millones de compatriotas. Para acabar esta esclavitud llamada neoliberalismo no se deben bajar los brazos ni apagar los fuegos. La presión social entrará en el mundo político a civilizarlo, a enseñarles la única forma real de Democracia. 

Algo huele mal, y el pueblo debe marchar.

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