Después de las marchas del 20 de julio amanecí odiando el himno nacional y la manita pérfida sobre el corazón siniestro. No tolero la palabra patria. No soporto «la pasión por Colombia» ni el coctel de sables, sotanas, chequeras abultadas, cocaína y asesores gringos en que se ha trasformado este país, hoy reino del narcotráfico, […]
Después de las marchas del 20 de julio amanecí odiando el himno nacional y la manita pérfida sobre el corazón siniestro. No tolero la palabra patria. No soporto «la pasión por Colombia» ni el coctel de sables, sotanas, chequeras abultadas, cocaína y asesores gringos en que se ha trasformado este país, hoy reino del narcotráfico, el narcoturismo, la prostitución infantil y el oscurantismo.
Me siento ajeno a esa masa que marcha por los sectores exclusivos de Bogotá y se congrega blanca, pulcra y ordenada en la 72 con Séptima, el corazón financiero de Colombia. Me siento como mosco en leche en la plaza de Bolívar, corazón político de Colombia, ex santuario de Gaitán, ante una multitud fanatizada y enajenada por los medios que exuda uribismo por todos los poros.
No me aguanto más a Ingrid parloteando sin cesar en francés y en inglés, clamando en coro con Juanes y Miguel Bosé (el nuevo colombiano) que la guerrilla estreche la mano generosa del presidente Uribe, ni dejando en el aire la duda infame de que salvó a Emmanuel de las garras asesinas de su madre.
He llegado a odiar el teatro, las técnicas actorales, por el histrionismo mafioso que llegó a perfeccionar a límites extremos don Vito Corleone y su familia: llorar desconsoladamente en el entierro de sus víctimas, mentir y mentir sin el mínimo rubor, sin un ligero temblor en las manos, mentir descaradamente en los niveles del virtuosismo actoral. Como Uribe que desfachatadamente declaró que uno de sus hombres de acero se deshizo en un manojo de nervios, como una tierna adolescente, cuando vio a los guerrilleros que custodiaban a Ingrid y no tuvo otro recurso que amarrarse un trapo con el logo de la Cruz roja para protegerse. (Y lo peor: que la Cruz Roja sumisamente aceptara la disculpa). Tropa contrainsurgente haciendo el papel de periodistas de Telesur. Hasta ‘Cesar’ actuó: sonreía y se mostraba remiso a dar declaraciones para «Telesur». Toda una puesta en escena ‘parfait’, según Ingrid, que costó 20 millones de dólares.
Desde la era uribista en Colombia todo el mundo reza y se encomienda al Señor o al padre Marianito que junto a Pablo Escobar hacen milagros. Es irrepetible y surrealista la imagen de Uribe Y Juan Manuel Santos en Palacio, rezando arrodillados con sendos rosario de camándulas, luego de la masacre en el campamento de ‘Reyes’.
Rezan arrodillados los generales y los ministros, hasta el presidente de la Corte Suprema de Justicia cayó arrodillado luego de que Uribe lo visitó para limar asperezas. Una de ellas: lograr la prestidigitación jurídica de que Yidis (la de la ‘Yidispolítica’) fuese juzgada y condenada a prisión sin que sus pares, en el cohecho que permitió la reelección, fuesen tocados por el pétalo de una rosa.
Dijo el escritor Abad Faciolince que en este país se estaba reencarnando el franquismo. Lo cuales es cierto. Una señal inequívoca: el poder del Opus Dei, enclavado en el gobierno. El poder de las charreteras, de las paracharreteras, la beatería delirante. Involucionamos hacia la Colombia de los años cincuenta, la de los godos y Cristo Rey, la de la violencia generalizada. Avanzamos hacia «Esa España inferior que ora y bosteza/vieja y tahúr, zaragatera y triste», de que hablaba Antonio Machado.
El 20 de Julio pasado, millones de colombianos, aturdidos por el estrépito mediático, colmaron todos los espacios, todas las calles y las plazas que en otra época fueron el escenario natural de la izquierda. Proclamaron su segunda independencia, no del imperio que engorda a una élite servil mientras saquea el país, sino de las Farc(¡). Exigieron la libertad de mil secuestrados (según datos oficiales que incluyen los retenidos por la delincuencia común) a tiempo que el totalitarismo mediático silenció e invisibilizó a cuatro millones de desplazados y a las miles de víctimas del narcoparamilitarismo, desaparecidas, torturadas, masacradas, descuartizadas y hasta vampirizadas y canibalizadas cuyos familiares fueron burlados en su aspiración de ser beneficiados con la verdad, la justicia y la reparación. Esta Colombia invisible, ahí está, será la encargada de frenar la marcha atrás.