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La sexta declaración y la otra campaña, el romper de la ola

Fuentes: Rebelión

El partido se reanuda El anuncio de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona por parte del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el seis de junio de 1995, y la organización de La otra campaña meses después, marcan la reaparición de la intervención política pública del zapatismo después de casi cuatro años de silencio. […]

El partido se reanuda

El anuncio de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona por parte del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el seis de junio de 1995, y la organización de La otra campaña meses después, marcan la reaparición de la intervención política pública del zapatismo después de casi cuatro años de silencio. Son una especie de reanudación de un «partido de futbol» interrumpido después de que los rebeldes mexicanos recibieron un ilegal gol en su portería y quisieron ser condenados al olvido.

La metáfora deportiva proviene de los mismos zapatistas. En una carta dirigida a Massimo Moratti, presidente del FC Internazionale de Milán, poco antes de la proclamación de la Sexta, advirtieron: «Posdata: con tono y volumen de cronista deportivo. -El sup, usando la técnica del uruguayo Obdulio Varela en la final contra Brasil (Mundial de futbol, estadio Maracaná, Río de Janeiro, 16 de julio 1950), con el balón en la mano ha caminado como en cámara lenta (a partir de mayo de 2001) desde la portería zapatista. Luego de reclamar al árbitro la ilegitimidad del gol recibido, pone el esférico en el centro de la cancha. Voltea a ver a sus compañeros e intercambian miradas y silencios. Con el marcador, las apuestas y el sistema entero en contra, nadie tiene esperanzas en los zapatistas. Empieza a llover. En un reloj son casi las seis. Todo parece estar listo para que se reanude el encuentro…»

La proclamación de la Sexta Declaración fue el anuncio de que el partido de futbol se había reiniciado. Pero ¿a qué se refieren los zapatistas cuando dicen haber recibido un gol ilegítimo en su cancha? Fundamentalmente a la negativa, en agosto de 2001, de la clase política en su conjunto a reconocer los derechos y la cultura indígena en los términos pactados entre el EZLN y el gobierno federal en los Acuerdos de San Andrés firmados el 16 de febrero de 1996. En el mes de febrero y marzo de ese año, el primero de la administración del presidente Vicente Fox, los rebeldes organizaron una masiva movilización por varios estados del país llamada «la marcha del color de la tierra» para exigir al Congreso de la Unión que aprobara una reforma constitucional para aceptar los derechos de los pueblos originarios. A pesar del masivo respaldo popular a su iniciativa, el 14 de agosto de ese año los legisladores de todos los partidos políticos aprobaron en 2001 una caricatura de reforma legal que cerró la puerta de la inclusión política al zapatismo y a los pueblos indios. Nada hizo tampoco la Suprema Corte de Justicia de la Nación por evitarlo, a pesar de las más de 300 controversias constitucionales planteadas por municipios indígenas. Con ello, el Estado mexicano en pleno condenó a los indígenas a la ruta de la exclusión y pretendió forzar la rendición del EZLN.

Después de denunciar la nueva ley, los zapatistas se concentraron en la construcción de cinco gobiernos regionales al margen de la ley a los que bautizaron como Juntas de Buen Gobierno o Caracoles. Nombraron autoridades propias y se hicieron cargo de organizar la educación, la salud y la administración de la justicia por su propia cuenta y sin pedir permiso. En distintas regiones del país, los pueblos indígenas decidieron dejar de lado la lucha a favor de reformas legales por la autonomía y pasaron a construirla también en los hechos.

Durante todos esos años, el EZLN guardó un relativo silencio, que, frecuentemente, puso nerviosas a las autoridades federales. Pero la clase política aprovechó el supuesto impasse para sacar de su agenda el asunto de la paz en Chiapas y olvidarse del reconocimiento de los derechos plenos para los pueblos indígenas. Los grandes medios electrónicos de comunicación decidieron ignorar sistemáticamente la experiencia de las Juntas de Buen Gobierno o la lucha de las comunidades en resistencia.

Sin embargo, en agosto de 2003 los rebeldes dieron a conocer una serie de tesis sobre la lucha política nacional a las que denominaron el Plan La Realidad-Tijuana. Y un año más tarde, en 2004 el subcomandante Marcos y el escritor Paco Ignacio Taibo II elaboraron a cuatro manos la novela «Muertos incómodos. Falta lo que falta.» Ambos textos, junto a una serie de comunicados en los que se analizaba la situación de México y los políticos profesionales, constituyen antecedentes importantes de la Sexta Declaración.

Hace ya muchos años, un clásico de la picaresca política nacional, el hoy difunto ex presidente José López Portillo, se preguntaba, no sin razón: «En la Reforma habló el centro. En la Revolución, el norte. ¿Cuándo hablará el sur?» Desde que en enero de 1994 la rebelión del sureste hizo sonar su palabra y en agosto de 2005 subió el tono, el sur, en boca de los zapatistas, está hablando. La Sexta declaración y la otra campaña son el último tramo de esa conversación.

Otra política

Desde su aparición pública en enero de 1994, los zapatistas han hecho públicos sus objetivos por medio de declaraciones. En cada momento importante de su lucha, los rebeldes mexicanos han dado a conocer su nueva ruta a través de proclamas. Se trata de una tradición cuyos orígenes pueden encontrarse en las múltiples rebeliones campesinas e indígenas que se protagonizaron en México a lo largo del Siglo XIX.

La sexta Declaración tiene puntos de continuidad y de ruptura con respecto a sus anteriores manifiestos. Por ejemplo, mantiene viva la declaración de guerra al Ejército hecha en la primera Declaración y anuncia su decisión de seguir siendo una fuerza político-militar. Sien embargo, anuncia una nueva iniciativa política de más largo alcance, que apunta a crear una fuerza de izquierda y anticapitalista, en la que ellos serían una parte más.

La sexta elabora un diagnóstico sobre la clase política mexicana en su conjunto y sobre la izquierda mexicana en lo particular. Reflexiona, además, sobre la naturaleza del movimiento social de resistencia existente en el país.

Sobre la clase política hace un diagnostico de su colapso, de su descomposición, de su derrumbe. Coincide en ello con las conclusiones de los estudios sobre la percepción pública acerca de los políticos profesionales: ocupan los últimos lugares en la estima de la población, junto a los policías. El alto porcentaje de abstencionismo electoral presente en los comicios federales de 2003 es un termómetro de esta debacle.

Se trata de un proceso que, aunque no esté explícitamente señalado en el texto, posee características similares a los vividos por otros países de América Latina, donde esa caída ha provocado la emergencia de otros actores políticos, crisis de gobernabilidad y cambios de gobierno.

Sobre la izquierda mexicana se afirma que el Partido de la Revolución Democrática (PRD), con muchas posibilidades de ganar la Presidencia de la República en los comicios electorales de 2006, no es un partido de izquierda. Sustenta esa opinión en que el criterio para definir lo que es o no de izquierda pasa por ver si se lucha, se resiste, contra el neoliberalismo o no. Y el PRD no lo hace.

La sexta Declaración reconoce expresiones muy diversas de lucha de resistencia en todo México, y apuesta a la posibilidad de intentar unirlas en la perspectiva de reconstituir a la izquierda política y social en torno a «la otra campaña». Se plantea la construcción de una fuerza que mantenga la continuidad en el tiempo, que tenga capacidad de veto e incidencia política, independientemente de quién gane las elecciones presidenciales de mediados de 2006. Su convicción es que la única garantía de que se produzcan cambios a su favor del campo popular proviene de la organización independiente y la lucha por modificar la relación de fuerzas.

Quien se asome a la realidad Latinoamericana de los últimos 15 años, verá que el horizonte rebelde está lejos de ser descabellado. Los movimientos populares antineoliberales en el continente han derrumbado presidentes, frenado privatizaciones y servido como telón de fondo para el triunfo de gobiernos progresistas. Son un factor de poder real. Su potencia nace de la energía social generada al calor de la movilización.

En ese sentido, la sexta marca un proceso de diferenciación y clarificación de lo que es la izquierda mexicana. Este proceso abre un periodo de lucha ideológica y política de largo alcance que no parece tener solución a corto plazo y que ha dividido el mundo de la intelectualidad y de la izquierda y que ha provocado malestar entre aquellos esperaban una convergencia electoral entre el zapatismo y el candidato presidencial del PRD Andrés Manuel López Obrador.

La sexta declaración ubica como punto de llegada de su iniciativa la refundación desde debajo de la nación y la elaboración de una nueva Constitución. Ello, señala, sólo será posible con otra política.

El otro jugador

El instrumento organizativo para hacer realidad la sexta Declaración es la otra campaña. La iniciativa zapatista de salir por todo el país para articular las resistencias al neoliberalismo constituye, de hecho, una campaña que corre de manera paralela a las campañas electorales de los partidos con registro. Una campaña no electoral que busca mostrar la posibilidad de hacer otra política, en tiempo de comicios federales.

La Otra campaña tiene diferencias sustantivas con respecto a otras iniciativas rebeldes del pasado. Las propuestas organizativas del zapatismo como la Convención Nacional Democrática , el FAC-MLN, el Frente Zapatista de Liberación Nacional, fueron iniciativas que surgieron de una convocatoria suya, pero no fueron organizadas por ellos. Los insurgentes lanzaron la idea, pero fueron otros sectores los que se responsabilizaron de darle forma, a menudo cargando con los viejos vicios de sectarismos e improvisación. En esta ocasión, sin embargo, son ellos quienes ellos se comprometen a llevar a cabo este proyecto de largo alcance, a través de un proceso de visitas, de escucha y acercamiento con sectores en lucha que puede durar varios años.

La otra campaña ha cambiado las reglas del juego político institucional. Hasta ahora, al banquete sólo había podido entrar, debidamente registrada, la clase política. La mesa estaba puesta y las reglas establecidas: en México, por ley, la política, es monopolio de los partidos. Sin embargo, en esta ocasión, se coló, sin invitación, un nuevo comensal: el zapatismo. No viste de etiqueta ni guarda las formas. Usa un lenguaje altanero, lanza improperios y en lugar de limitarse a dar patadas por debajo de la mesa a sus contrincantes, como ordenan los manuales de urbanidad política, desafía de frente a los huéspedes permanentes. Buscan abrir un espacio para millones de personas que no tienen representación política real. Apuestan a cambiar drásticamente las reglas del juego. Los rebeldes son otro jugador que en lugar de mover las piezas del ajedrez de la política institucional dan jaque a los adversarios poniendo su bota en el tablero. Otro jugador que quiere que la política deje de ser patrimonio de los profesionales. Y el que rechacen la política tradicional o a la clase política no quiere decir que deserten de la política, sino, como ellos han dicho, «a una forma de hacer política».

El zapatismo no se propone ocupar el gobierno ni tomar el poder; se ubica frente al poder, lo resiste. No es un partido de oposición, no habla su lenguaje, no se mueve en el terreno de las instituciones políticas tradicionales. No lo es porque, en palabras del ensayista Tomas Segovia, no se propone sustituir un equipo de gobierno por otro y se niega a comportarse con las reglas del juego del poder como hacen los partidos de oposición. No lo es, además, porque la oposición se opone a un gobierno, pero no al poder, mientras la rebelión se opone al poder y rechaza sus reglas de juego.

¿Por qué este rechazo? Entre otras causas, el «otro jugador» objeta la política institucional porque los sectores cuyos intereses expresa han sido previamente excluidos de ella. Su participación ha sido bloqueada. No tienen cabida en su seno, salvo en condiciones de absoluta subordinación. Y no contenta con esta segregación, la elite política se ha burlado, ha ofendido y engañado a los zapatistas, a los pueblos indios y los pobres de los pobres que pueblan el México de abajo. La otra campaña es una respuesta a esa doble afrenta.

La otra campaña

A lo largo de un par de meses durante 2005, centenares de organizaciones, dirigentes políticos y ciudadanos atendieron la convocatoria zapatista para celebrar en la Selva Lacandona diversas reuniones para debatir y organizar lo que sería la otra campaña.

Muchas de las cuentas que dan forma al collar de la resistencia contra el neoliberalismo en México asistieron a esos encuentros. Los materiales de los que estaban hechas, su color, su tamaño, son todos diferentes. En ese momento no se encontraban aún ensartadas por hilo alguno. Eran piezas independientes unas de otras. Pero decidieron juntarse. Y bautizaron su aspiración de llegar a ser collar con el nombre de La otra campaña.

La diversidad de sus integrantes fue sorprendente: sindicalistas, organizaciones indígenas, intelectuales, artistas, religiosos, colonos, feministas, homosexuales, lesbianas, defensores de los derechos humanos, ambientalistas y estudiantes.

Las formas de asociación que tenían hasta ese momento resultaban ser sumamente heterogéneas: colectivos, organizaciones gremiales, articulaciones etnopolíticas, grupos de afinidad, plataformas políticas, protopartidos, frentes sociales, agrupamientos cívicos, ONG, medios de comunicación alternativos.

Sus proyectos políticos son extraordinariamente variados: del marxismo neandertal al anarquismo clásico, pasando por el autonomismo, el anticapitalismo difuso, el feminismo radical, el comunismo ortodoxo, el ecologismo, las distintas variantes de trostkismo, el altermundismo, el antiautoritarismo libertario, y, por supuesto, el zapatismo.

Allí estuvieron los sobrevivientes del naufragio del socialismo junto a los jóvenes que no lo vivieron pero quieren cambiar el mundo y se niegan a pagar unas facturas que no son suyas. Así eran de por sí unos y otros; así llegaron hasta allí. Constituían una parte nada despreciable de las fuerzas sociales que han acompañado al EZLN durante casi once años. Y estaban, también, los «hijos del zapatismo»: la generación que nació a la política a raíz del levantamiento armado de enero de 1994, que se educó con los escritos del subcomandante Marcos y que ha sido parte de sus iniciativas, como la Marcha del Color de la Tierra.

En lo inmediato, la otra campaña les proporcionó a todos ellos visibilidad pública, un espacio de convergencia y un horizonte de lucha que ninguno tenía en lo individual. Le otorgó a proyectos con distintas tradiciones, esquemas de organización y lenguajes un lugar de encuentro.

La sexta Declaración logró así, en su primera fase, un éxito real al hacerse parte de la agenda política nacional. Un país que prácticamente no es registrado por los medios de comunicación comerciales se coló en ellos. La reaparición pública del EZLN fue divulgada por los grandes consorcios informativos.

En los encuentros realizados en la Selva Lacandona para organizar La otra campaña resultó notable la continuidad de la lealtad del movimiento indígena al zapatismo, la persistencia del tejido invisible que une comunidades distantes geográficamente pero muy cercanas en sus aspiraciones. Sobresaliente fue, también, la respuesta de jóvenes y estudiantes a la convocatoria.

Asimismo fue destacada la participación de grupos de defensores de derechos humanos, en un momento en el que la capacidad para articular intereses de muchas ONG ha disminuido y sus márgenes de independencia con respecto a lo gubernamental se han perdido. Finalmente, llamó la atención la nada despreciable presencia obrera y sindical en las reuniones preparatorias. Se trata de un sector que hasta ese momento, salvo por excepciones notables como la de los electricistas, no había viajado hasta Chiapas para reunirse con los rebeldes.

No fue claro en ese primer momento, si las cuentas que forman el collar de la resistencia al neoliberalismo podían ser enhebradas por La otra campaña, o si, por el contrario, el proceso electoral y el peso del pasado lo impediríann. Pero, por lo pronto, logró agrupar una parte muy relevante de la izquierda mexicana realmente existente por afuera del PRD. Y aunque su mensaje no fue cabalmente comprendido en el país en su conjunto, caló en sus destinatarios originales.

La foto rota

Una foto. Dos hombres se saludan. Es el 2 de julio de 1996. Están en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Participan en el Foro Especial para la Reforma del Estado. Uno de ellos, el anfitrión, tiene un pasamontañas y una pipa y, además de dar la mano derecha toma el codo de su interlocutor con la izquierda; el otro, el invitado, se protege detrás de unas gafas de sol y prefiere mantener un poco de distancia con su contraparte. Son el subcomandante Marcos y Andrés Manuel López Obrador.

Hoy, la imagen se ha desgarrado. Los dirigentes políticos ya no se dan más la mano. El vocero del EZLN ha hecho fuertes críticas al precandidato presidencial del Partido del PRD. El tabasqueño ha guardado silencio.

La instantánea resumía no un encuentro circunstancial sino una convergencia de largo aliento. Los zapatistas estimaron que era posible impulsar con el cardenismo y las fuerzas que se agruparan en torno suyo un proceso de transformación que incluyera los 11 puntos de que habían levantado junto a las demandas de los pueblos indios. Y buscaron formalizar esa concurrencia. Por eso estaban presentes en esa reunión no sólo López Obrador, sino también Cuauhtémoc Cárdenas.

La distancia entre los rebeldes y el cardenismo comenzó, sin embargo, no nueve años después del encuentro en el que se tomó la fotografía, sino a las pocas horas. El día del retrato, los zapatistas se reunieron con una amplia delegación del PRD y pactaron el inicio de una «relación formal fundada en la solidaridad y el respeto mutuo». Dirigentes del partido firmaron un comunicado con el anuncio. Momentos después, Porfirio Muñoz Ledo, presidente del partido del sol azteca, desautorizó el pacto. Desde ese instante los desencuentros fueron cada vez más frecuentes y graves.

La ruptura en curso rebasa la personalidad de los dirigentes. El pleito no es una ocurrencia de Marcos, ni el producto de un enojo. Mucho menos una cuestión de rivalidad personal. Un enorme foso se ha abierto entre el partido político y la fuerza político-militar, e impide que caminen juntos. Sus diferencias se han vuelto inconciliables. El zapatismo no cree ya, como lo hizo en 1994, que alrededor del lopezobradorismo sea factible construir un movimiento de transformación política y social. Desde su punto de vista, el triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997 abrió dentro del sol azteca un daño profundo e irreparable. Un camino que desembocó, cuatro años más tarde, en la apuesta de la dirección del partido a impedir que el EZLN saliera triunfante a hacer política abierta en todo el territorio nacional. Una ruta que condujo a grupos de paramilitares chiapanecos a las filas perredistas.

Sin embargo, los reproches de los rebeldes no se circunscriben al sol azteca ni a López Obrador. Sus críticas tocan al conjunto de la clase política. «No es cierto -han dicho- que nomás estamos en contra del PRD: la otra geometría era clara en contra del PRI y del PAN». Desde su punto de vista, la degradación de los políticos profesionales es tan grande, que no hay nada que hacer allí. El momento de quiebre entre la clase política y la sociedad se consuma en abril de 2001, cuando los partidos votaron por unanimidad en el Senado la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígena que traicionó los Acuerdos de San Andrés.

Para muchos la descalificación zapatista a López Obrador es incomprensible e inoportuna. Es expresión de un sectarismo inadmisible que divide a las fuerzas progresistas. Pero el EZLN asegura que su critica proviene de consideraciones éticas («queremos voltear a ver nuestros muertos y no sentir vergüenza», han dicho) de la trayectoria seguida por el PRD y de su convicción de que el precandidato presidencial no es de izquierda.

En política no hay espacios vacíos. Cuando una fuerza abandona una franja del espectro para tratar de ocupar otra, el hueco que deja es ocupado irremediablemente por un grupo emergente. Eso es lo que parece estar sucediéndole al Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Desde su nacimiento, el partido del sol azteca se convirtió en la principal corriente de izquierda en México. La mayoría de los grupos y partidos socialistas del país, incluidos algunos de los más radicales, se sumaron al proyecto. Una gran cantidad de luchadores sociales buscaron allí cobertura, apoyo y coordinación para su actividad.

Sin embargo, el PRD abandonó en los hechos muchos de sus postulados originales. Más allá de sus declaraciones y de lo que muchos de sus militantes hacen todos los días, parte de sus legisladores, gobernantes y dirigentes partidarios se han desplazado hacia el centro de la geometría política. Su comportamiento y las posiciones que defienden se diferencian poco de otros agrupamientos. Su oposición al neoliberalismo es más retórica que práctica. El partido dejó libre un enorme hueco a la izquierda.

Ese corrimiento hacia el centro se ha profundizado a partir de la gran expectativa de triunfo electoral que el PRD tiene en las próximas elecciones presidenciales. Basada más en la popularidad de Andrés Manuel López Obrador que en un proceso de acumulación de fuerzas del partido, alimentada más por el crecimiento de un estado de opinión que por el crecimiento organizativo, la posibilidad de la victoria ha obligado al jefe de gobierno de la ciudad de México a establecer compromisos con los factores reales de poder, o al menos a considerarlos a la hora de fijar su posición política.

Es así como a pesar de su origen, de su larga trayectoria como dirigente de importantes movilizaciones sociales, de su compromiso con los pobres, y de su convicción de que no hay que privatizar el sector energético, López Obrador ha declarado a la prensa internacional que su proyecto es de centro, se ha comprometido a no modificar la política macroeconómica, y no se ha preocupado por fomentar la construcción de organizaciones autónomas de ciudadanos. Sin un sólido tejido social que lo apoye abajo, el tabasqueño ha debido de hacer acuerdos arriba.

Existe pues en la izquierda del espectro político nacional un espacio «vacío». La fuerte critica del EZLN al PRD y López Obrador (efectuada más con la rudeza del machete que con la precisión del bisturí), anuncia su intención por ocupar ese territorio abandonado. Un espacio que no es sólo ideológico sino, sobre todo, político y social.

Una campaña muy otra

En enero de 2006 La otra campaña comenzó a toda máquina, entre saludos, adhesiones, confusión, temores y descalificaciones. No hubo en ello novedad. Siempre ha sido así con las iniciativas políticas zapatistas.

La otra campaña provoca dudas entre quienes consideran que la única política posible es la que se hace desde los partidos y en las elecciones, porque cambia drásticamente el terreno del quehacer de los profesionales del poder y sus estudiosos. Consiste en una ofensiva política no electoral en tiempo de comicios. No llama a votar por algún candidato ni a no hacerlo. Tampoco promueve la abstención.

Pero, si La otra campaña no busca incidir en los resultados electorales ¿qué es lo que pretende? Una respuesta, en parte, la ofrece el escritor británico John Berger: «Las multitudes -dice- tienen respuestas a preguntas que aún no se han formulado, y la capacidad de sobrevivir a lo muros.»La otra campaña busca respuestas que no pueden hallarse en el campo de la política formal ni de la clase política sino en las luchas de la gente sencilla. Pretende organizar la resistencia de los de abajo para romper las vallas de la exclusión que separan a los ganadores de los perdedores en este país.

La otra campaña quiere dar voz a quienes no la tienen y no la ven a tener en la lógica estricta de la campañas electorales. Aspira a hacer visibles a los invisibles que luchan en todo el país. Desea mostrar los grandes problemas nacionales que los candidatos presidenciales evitan nombrar por su temor a perder el centro político. Quiere sentar las bases para reconstituir desde abajo una izquierda anticapitalista. Busca tejer una red nacional de representaciones políticas genuinas. Promueve la creación de condiciones favorables para formar una gran fuerza política y social con capacidad para vetar políticas gubernamentales e incidir en el rumbo de la nación, independientemente de quien gane los comicios federales de 2006.

La otra campaña zapatista se desenvuelve por afuera de los canales de la política institucional, al margen y en contra de las reglas del juego que regulan la competencia de las elites por acceder al gobierno. Se diferencia claramente de la clase política establecida. Se mueve de acuerdo con sus propios tiempos y su agenda.

La otra campaña es una iniciativa antisistémica. La radicalidad de una lucha no tiene que ver con su ilegalidad, sino con su capacidad de impugnar el sistema y construir los sujetos del cambio. El proyecto cuestiona profundamente tanto las mediaciones como los mecanismos de representación política existentes, al tiempo que estimula la formación de una red nacional de resistencias y solidaridades. Busca modificar las condiciones dentro de las que se mueve el conflicto social, cambiando la correlación de fuerzas a favor del campo popular.

La otra campaña prefigura la formación de una nueva fuerza política que se asume explícitamente como de izquierda, antineoliberal y anticapitalista, claramente diferenciada de los partidos políticos legales existentes. Impulsa un proyecto que apuesta a refundar el país y a elaborar una nueva constitución, es decir, un pacto político nacional distinto al vigente. Se trata de una estrategia política que teje los reductos de esperanza existentes, pero dispersos. Renuncia a la ilusión de que en la lucha por la transformación del país hay atajos o soluciones milagrosas. De que la historia la hacen los Mesías o los personajes carismáticos.

La otra campaña apuesta a crear una esfera pública no estatal, a trasladar la política fuera del marco estricto del quehacer gubernamental y parlamentario. Profundiza de esta manera el deterioro del monopolio estatal de las decisiones políticas, tendencia descrita ya, hace años, por el teórico Carl Schmitt. Según el politólogo alemán: «El tiempo del Estatismo toca a su fin (…) El Estado como modelo de la unidad política, el Estado como titular del más extraordinario de todos los monopolios, es decir, del monopolio de la decisión política, está a punto de ser destronado.»

A diferencia de la hipocresía de la política institucional, en la que los contendientes se niegan a reconocer que tienen enemigos y los presentan como simples adversarios, mientras por debajo de la mesa se dan patadas y buscan aniquilarse, la otra campaña llama a las cosas por su nombre y se niega a abandonar la noción de enemistad. No hay en ella falsas civilidades ni cortesías hacia el poder establecido y sus hombres. «Lo justo», ha dicho Marcos, «sería que la gente que asesina, humilla y engañe esté presa, en lugar de quienes luchan por cambiar las cosas para todos.»

Como toda iniciativa política generada desde fuera del establishment, la otra campaña provoca incertidumbre y malestar. Se le acusa de llamar a la abstención electoral cuando explícitamente ha dicho que no es abstencionista. Se le pide que haga propuestas programáticas cuando ha explicado que busca que se escuchen las demandas y los reclamos de los sin voz.

La otra campaña cuestiona explícitamente a los poderes fácticos que gobiernan el país. Busca generar un nuevo sistema de representación desde afuera de los canales institucionales, en un momento en el que en la opinión pública se reconoce la naturaleza excluyente y asfixiante de nuestro sistema político, y se juzga severamente a la partidocracia y su sumisión a los grandes monopolios de comunicación electrónica. Al hacerlo ha obligado a otros actores políticos a transformar su conducta.

En un momento en el que en América latina el reformismo sin reformas estilo Lula provoca nuevas y amargas decepciones, y en el que una nueva izquierda dura, gestada por afuera de las clases políticas tradicionales, ajena a las veleidades del «socialismo liberal», emerge como opción de gobierno en varios países del continente, el éxodo zapatista se empeña en construir una red de relaciones de solidaridad capaz de inventar nuevas oportunidades.

El romper de la ola

Una fuerte ola amenaza con estrellarse contra el andamiaje político institucional en México. Viene de muy lejos y se fortalece con los vientos de tormenta que sacuden al país. Durante la mayor parte de su recorrido la superficie del océano político por la que pasa parece no presentar alteración alguna. Sin embargo, cuando se alce y rompa, sacudirá el sistema de representación existente.

Esa ola camina por las rutas que ha abierto la otra campaña. Parcialmente «olvidada» por la mayoría de los grandes medios de comunicación, la iniciativa rebelde se hace escuchar con gran fuerza en los comentarios de boca en boca que corren en las regiones por las que pasa. Sus huellas y su impacto pueden rastrearse en las autopistas de la información que circulan en la galaxia de Internet.

A diferencia de La marcha del color de la tierra que los zapatistas realizaron entre los meses de febrero y marzo de 2001, la otra campaña no se propone realizar grandes concentraciones de masas. La movilización de comienzos del sexenio del presidente Vicente Fox tuvo un fin muy claro: presionar al Congreso para que legislara sobre derechos y cultura indígenas de acuerdo con el compromiso establecido por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa). Requirió hacer evidente un fuerte respaldo popular. En cambio, el nuevo éxodo rebelde busca un objetivo más amplio y ambicioso: dar forma al enorme descontento existente entre los sectores más politizados del país, y construir una fuerza con capacidad de convertirse en un nuevo poder constituyente. Su tarea es básicamente organizativa.

La otra campaña influye poco en la parte del México de abajo que ve la candidatura de Andrés Manuel López Obrador como la vía principal para resolver sus demandas y aspiraciones. Irrita y desconcierta a los intelectuales que pretenden reditar inútilmente el voto útil a favor del abanderado de la coalición Por el Bien de Todos, pero no los hace cambiar de opinión. Mucho menos incide entre quienes están acostumbrados a utilizar las elecciones para negociar pequeñas concesiones materiales a cambio de su voto en el llamado sufragio del hambre.

En cambio la otra campaña está teniendo gran receptividad en los proscritos, en la gente común que no se siente defendida por los partidos ni encuentra acomodo en el actual sistema de representación política. Ellos han sido, desde su arranque, los principales destinatarios de su mensaje. Se trata de un sector que no es mayoritario en la sociedad, pero sí numeroso, que, movilizado, puede convertirse en indudable elemento de transformación política.

El recuento de los asistentes a las reuniones que el delegado Zero ha sostenido en este mes y medio de gira muestra una variopinta cuadrilla de viejos y nuevos insumisos sociales: pescadores, pequeños comerciantes, pobladores rurales afectados por la construcción de obras de infraestructura, usuarios eléctricos que pagan un alto costo por las tarifas, obreras de la maquila, indígenas, damnificados por desastres naturales que no han sido apoyados por el gobierno, indígenas, campesinos pobres, defensores del maíz criollo y enemigos de los transgénicos, maestros democráticos, prostitutas, homosexuales, trabajadores y jóvenes.

Las asambleas populares en las que se encuentran son también el resumidero de los restos de la derrota de la izquierda radical en México. Allí se dan cita muchos de los agrupamientos que sobrevivieron a la caída del Muro de Berlín, a la absorción del socialismo por el nacionalismo revolucionario y a la transformación de organizaciones populares independientes en correas de transmisión del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Y, junto a ellos, participa multitud de colectivos autónomos promotores de luchas reivindicativas que son, en parte, hijos del zapatismo.

Quienes han tomado la palabra en los encuentros han narrado las humillaciones que sufren y expresado enorme malestar con la situación económica y política existente, fuerte anhelo de justicia y enorme hostilidad tanto hacia los políticos profesionales como a las clases pudientes. Sin exagerar puede decirse que su condición es desesperada.

Esas reuniones no son mítines de presión ante autoridades gubernamentales con capacidad para resolver demandas. Tampoco son actos electorales en los que se aspira a que los candidatos se comprometan con la solución de peticiones específicas. Son, sí, un espacio para hacer público el memorial de agravios padecido, el terreno para dialogar con los propios sobre padecimientos y aspiraciones compartidas. Allí se está creando un lenguaje común entre aquellos que hasta hace poco no podían consultarse entre sí. Un idioma que la gente educada desprecia y no entiende bien.

Las campañas electorales se preguntan ¿qué hacemos con los pobres? La otra campaña se interroga ¿qué hacemos con los ricos? Y responde: luchar contra ellos. En una época en la que el sol de la lista de los millonarios de Forbes proyecta una sombra que hace invisible a los de abajo, el periplo zapatista señala con el dedo índice a los de arriba y los responsabiliza del desastre que vive el país. Recupera así un vocabulario de clase en una época en que la izquierda institucional busca deshacerse de él. Su habla, como ha sido tradición en las declaraciones del EZLN, está cada vez más emparentada con las proclamas y manifiestos de las rebeliones indígenas y campesinas del siglo XIX y con los programas de lucha obrera y popular del siglo XX.

De paso, el nuevo éxodo rebelde pone el dedo en la llaga en un problema nodal de la lucha popular en México, en el cual la izquierda partidaria parece sufrir de grave amnesia: la persistencia de presos políticos. Que se sepa, ninguno de los aspirantes presidenciales ha puesto un pie en la cárcel para visitar a dirigentes sociales injustamente detenidos.

Una gran irritación atraviesa al país. Ya comienza a escucharse el romper de la ola. Ese el sonido de La otra campaña.