La solidaridad es una hermosa palabra. Así como los capitalistas tienen como fundamento moral la competencia y la supervivencia del más fuerte, las personas que desean una sociedad diferente por lo general encuentran su fundamento moral en la solidaridad. «La solidaridad es la ternura de los pueblos», decía Che Guevara. El anarquista ruso Kropotkin convirtió […]
La solidaridad es una hermosa palabra. Así como los capitalistas tienen como fundamento moral la competencia y la supervivencia del más fuerte, las personas que desean una sociedad diferente por lo general encuentran su fundamento moral en la solidaridad. «La solidaridad es la ternura de los pueblos», decía Che Guevara. El anarquista ruso Kropotkin convirtió a la solidaridad en objeto de sus investigaciones científicas, cuyos resultados publicó posteriormente en «El Apoyo Mutuo, un Factor en la Evolución». Sin embargo, años participando en la solidaridad con las luchas del pueblo colombiano me han dado más de alguna decepción y me han hecho reflexionar un poco sobre el significado de esta palabra que parece que muchos interpretamos de manera tan diferente.
Hablamos todos mucho de solidaridad, pero la practicamos poco. Aún en las organizaciones solidarias se reproducen los mismos vicios que criticamos a los demás. No nos gustan los señalamientos cuando nos los hacen a nosotros, pero somos muy rápidos para señalar a los demás. Cada combo que viene de gira por Europa, se dedica a alabar y exaltar el trabajo propio, y a menospreciar y subestimar a los demás. No hay más presos que sus presos; no hay más perseguidos que sus perseguidos; los únicos muertos de los que vale la pena hablar, son de los de su combo. Y quien se atreva a mencionar otros presos es cuestionado, porque hay solamente uno o dos de los que vale la pena hablar. Hay presos de primera categoría y de segunda. A los sindicalistas los matan por sindicalistas, a los negros por negros, a los indios por indios, a los periodistas por periodistas, a los dirigentes por dirigir, a los reclamantes de tierra por reclamar, y cada cual se siente un poco más especial que el resto. A las bases sociales, a los pobres, a los increíblemente pobres, a los sin tierra, a los sin casa, a los bazuqueros, a los vagabundos, a las travestis, a las putas les pueden meter plomo sin que nadie diga mucho. La solidaridad también tiene sus jerarquías.
Se habla mucho de unidad, palabra íntimamente asociada a la solidaridad, pero tampoco se practica más que para sacar declaraciones. Cada combo jala, al final de cuentas, para su lado y todos afilan sus puñales en contra del resto. Bien sabemos que los puñalazos del supuesto amigo duelen más que los que da el enemigo declarado. Acá un combo cultiva la amistad con una ONG europea o gringa, y allá otro combo cultiva la amistad con otra. Al final todo se reduce a la cochina plata. A los contactos, a los viajes por Berlín, Londres o Washington, a las foticos con «gente importante». Les encanta eso. Parece que critican tanto la exclusión porque se mueren por tener un huequito en el edificio del poder.
El problema, en realidad, es ese: el poder. No quien lo ejerce, sino cómo se ejerce. Cuando veo a algunos dirigentes sociales colombianos de gira por Europa comportarse como unos pequeños oligarcas autoritarios, insolentes, excluyentes, dogmáticos, egocéntricos, pienso qué pasaría si controlaran el poder del Estado, porque una modesta cuota de poder en las modestas redes de cooperación hace que se les vayan los humos a la cabeza. No caminan: levitan. De tanto reunirse por aquí y por allá con burócratas y politiqueros se les van pegando las mañas; dicen que todo, menos la belleza, es contagioso. La izquierda puede tener rostros jóvenes, pero todavía tiene corazón viejo, saturado de vicios de esa vieja politiquería tradicional.
Al que le quepa el sombrero, pues que se lo ponga. La solidaridad, esa hermosa palabra es también un negocio. El capitalismo todo lo convierte en mercancía. Hay una solidaridad institucionalizada, de los de arriba, de la alta política, una solidaridad excluyente y elitista. Pero hay otra solidaridad, que a veces la llaman la solidaridad de pueblo a pueblo. Es la solidaridad entre los que ganamos el sueldo mínimo, entre los que sabemos lo que es estar jodidos, entre comunidades o sindicatos de base que de un país a otro quieren luchar juntos, entre los que no tenemos acceso fácil a las oficinas de los poderosos y a los que se nos niega el derecho a la palabra. Se nos critica por no ser suficientemente profesionales, por ser radicales, por no entender los ritmos y las formas de la política. No podemos viajar a Washington porque no tenemos plata y, como somos ciudadanos de tercera categoría, ni siquiera nos dan la pinche visa. Y ni falta que nos hace. No nos quedamos en hoteles cinco estrellas ni comemos en restoranes para estirados, donde cada plato vale lo que gana un obrero colombiano en tres meses. Comemos y dormimos con nuestros compañeros y sus 50.000 hijos, en el mismo cuarto, y preferimos ese cuarto a cualquier palacio porque nosotros sí sabemos lo que es tener compañeros. Preferimos seguir compartiendo goteras, sueños, ansiedades, alegrías, penas, con los que seguirán pasando frío y hambre en el post-conflicto. A ellos nos debemos y a ellos pertenecemos: junto a ellos seguiremos caminando y de su lado no nos mueve nadie. Esa es la única manera en que la palabra solidaridad no me suena vacía…
(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América Latina» (Quimantú ed. 2010).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.