El mito y la vileza Desde nuestro punto de vista, resulta completamente falsa la idea de que la Concertación hubiese sido el resultado de una sana y amorosa convergencia política democrático/programática entre el Partido Socialista (PS) y la DC, algo así como una suerte de encuentro romántico entre lo mejor y más granado de la […]
El mito y la vileza
Desde nuestro punto de vista, resulta completamente falsa la idea de que la Concertación hubiese sido el resultado de una sana y amorosa convergencia política democrático/programática entre el Partido Socialista (PS) y la DC, algo así como una suerte de encuentro romántico entre lo mejor y más granado de la socialdemocracia europea y el amplio mundo socialcristiano. Muy contrariamente a ese extendido lugar común, resulta en verdad que la DC, desde fines de los años 80’s, logró acercar (subsumir groseramente) al PS a su programa y estrategia de gobierno, basada en la continuidad del modelo económico y político, la impunidad de los altos mandos del ejército y la represión o marginación política sistemática de los grupos que no aceptaron el pacto de transición y silencio. Entendamos que jamás hubo en Chile una coalición política que en su seno reuniera ideas programáticas socialdemócratas y socialcristianas de manera «armoniosa» y «progresista». Al contrario, los programas que orientaron la totalidad de la transición, hasta al menos el primer gobierno de Bachelet, fueron todos diseñados desde la intelligentsia demócrata-cristiana y aceptados, a rajatabla, por el resto de los partidos de la coalición en el poder, quienes rápidamente se acomodaban a la «política de los consensos» y caían tentados en los suculentos beneficios económicos de las buenas relaciones con los grandes holdings, otrora enemigos de la democracia y la justicia social.
No fue sino hasta el cercano año 2011, bajo el gobierno de Piñera, en medio de las revueltas y movilizaciones sociales que sacudían al país entero, que los mellados partidos socialdemócratas de la coalición de centro, se atrevieron a cuestionar (relativamente) el contenido ideológico (demócrata-cristiano) de su propio pacto, intentando retomar o reformular (calculadamente) algunas de las empolvadas ideas de «justicia social» que enarbolaron décadas antes.
El desbordante impulso de las demandas sociales, violentamente eyectadas por la sociedad civil entera, afectó y alteró (de manera definitiva, a nuestros parecer) los contenidos políticos esenciales de la vieja Concertación, esto pues el sentido común de nuestra sociedad habría cambiado -en ese preciso instante- de manera profunda y radical. Desde aquel punto exacto de inflexión histórica en adelante, para gobernar no solo bastaría haber sido la alternativa democrática (en clave liberal) a la dictadura pinochetista, para mantenerse en el poder sana y establemente (hegemónicamente).
El sector «progresista» de la Concertación, afiliado al liderazgo de Bachelet, en este contexto intuyó -con certeza matemática- que era indispensable asumir una pequeña parte de las demandas en boca de los movilizados. De ese modo el PS y sus aliados (bajo la mirada desconfiada de la DC, pero sin mayores alternativas) diseñó una estrategia sustancialmente diferente a la demócrata-cristiana, con el objetivo de recoger el descontento social en la (ilusa) perspectiva del fortalecimiento de sus partidos y coalición, los cuales ya se veían profundamente afectados por la falta de legitimidad y apoyo «ciudadano». La estrategia de los «progresistas» de la Concertación fue simple, rústica y mecánica, y se basó en tres simples ejes:
- Construir un programa «social» y «ciudadano» el que, por supuesto, debía recoger las demandas de la «calle», institucionalizando el conflicto social (para luego capitalizar electoralmente dicha maniobra).
- Sobre la base del anterior programa, reorganizar la Concertación, ampliando su eje de crecimiento hacia el Partido Comunista (PC) y fuerzas menores, desplazando -de paso- su gravitación algunos milímetros hacia la izquierda. La tarea particular de estos partidos además (sobre todo del PC) era ayudar a entender (y contener) de mejor manera la dinámica de la protesta social y, al mismo tiempo, coadyuvar a canalizar esa energía hacia la institucionalidad democrática.
- Llevar adelante un recambio generacional (los G90), dejando «abajo» del nuevo equipo ejecutivo a los ya desgastados rostros que habían sido protagonistas de la transición, pues sus liderazgos inermes eran contraproducentes en el nuevo contexto de reorganización.
La DC, por supuesto, observó con desconfianza la maniobra del sector «progre» de la Concertación, no obstante, aceptó la nueva estrategia trazada por este sector; no proponiendo tampoco una salida alternativa y limitándose únicamente e negociar algunos contenidos del programa bacheletista, pero resguardando sus contundentes recursos bélicos para el futuro debate parlamentario: «primero ganamos a toda costa… luego vemos», fue el pragmático axioma que reinó en el frío corazón demócrata-cristiano. Tampoco habían muchas opciones, pues era claro que si la Concertación prendía gobernar -hegemonía mediante- debía cambiar los viejos y desgastados ropajes por una nueva vestidura más amplia, democrática, ciudadana, social y juvenil.
La infamia y la furia
Poco y nada duró el G90 (echados al vuelo cayeron estrepitosos al río los pobres polluelos), menos aún la voluntad -moderadamente- reformista de la ampliada Concertación. Por supuesto que, ni el programa de Bachelet resultó ser tan «progre», ni la subordinación relativa (al programa y coalición) de la DC resultó ser franca o real. La lealtad de los partidos de la Concertación -en la Nueva Mayoría- hacia los grandes grupos económicos fue más fuerte, sólida y duradera que la lealtad del bacheletismo juvenil y militante hacia las demandas sociales; además el PC no constituyó un auténtico agente de control y redireccionamiento institucionalizante de la movilización social como se pretendió en algún momento, y la incursión técnico-política de Revolución Democrática fue incluso más pragmática que las propias maniobras de la DC; volviéndose contra la propia Nueva Mayoría en un ejercicio brillante de oportunismo político.
El programa de gobierno que prometía pasar la «retroexcavadora» resultó ser poco más que un conjunto de ajustes políticos menores al viejo modelo económico, político y social de la transición. Las reformas no «salieron» en el sentido original (orgiásticamente agitado en plena campaña presidencial) o, peor aún, simplemente ni siquiera se produjeron; ni hablar del delirante y patético «proceso constituyente», un bluff de poca monta que parece nadie quiere recordar.
Las tensiones producidas por la incapacidad práctica de satisfacer las expectativas y ansias sociales que la Nueva Mayoría había producido, sumado a los nuevos escándalos relacionados con la corrupción que atravesaron a la propia presidenta y su entorno, además de los nuevos ciclos de movilizaciones que ubicaron complejos temas sobre la mesa (Movimiento contra las AFP), se fueron conjugando con la crisis general de representación, legitimidad y participación electoral, al punto -incluso- de convertirse en una verdadera crisis de dirección política, de inimaginable alcance y profundidad. En pocas palabras: todo lo malo, en vez de solucionarse o contenerse durante el gobierno de Bachelet, alcanzó una nueva escala y dimensión sociopolítica, cual novela kafkiana todo se pudrió a un grado insospechado.
La reacción de la DC era más que esperable. La responsabilidad central, desde su punto de vista, estaba claramente ubicada en los («irresponsables») contenidos políticos del programa de la Nueva Mayoría y en la política de alianzas (presencia del PC) que desequilibró el viejo y probado ethos técnico-político concertacionista. Cuestión que evidentemente afectaba no tan solo la credibilidad de la coalición y su capacidad efectiva de gobernabilidad, sino que además -en la otra vereda- también golpeaba al crecimiento macroeconómico. O sea, en palabras aún más sencillas: había fracasado la totalidad de la estrategia política del sector «progresista» de la Nueva Mayoría (ni siquiera el glorioso G90 dio resultado alguno).
¿Qué hacer frente a este escenario?, pues golpear la mesa y reordenar el naipe político, incluso la configuración total del centro (DC) y la izquierda moderada (resto de la Nueva Mayoría). El iluso, irresponsable e infame «progresismo» -en el razonamiento DC- necesariamente debiera acabarse, dando paso a la seriedad noventera bajo una «aylwineana» y maligna fórmula: «progresismo con progreso… en la medida de lo posible».
La maniobra y la táctica
Para la DC el escenario global es crítico y catastrófico (¡dantesco!). A tal punto que pareciera no valer siquiera la pena gobernar nuevamente bajo un marco programático como el del bacheletismo (hoy representado en la candidatura de Guillier). Para los demócrata-cristianos o se gobierna bajo sus parámetros o simplemente no se gobierna. Goic, estilizado invento del aparato de marketing de la intelligentsia demócrata-cristiana, es la viva representación de una política que se juega con todo la recuperación de su papel hegemónico dentro del infausto bloque.
La maquiavélica maniobra se perfila con nitidez; la DC apuesta, por medio de la candidatura de Goic, por el re-posicionamiento de sus ideas programáticas en competencia y contraposición del resto de la Nueva Mayoría. El objetivo es fortalecer su posición política e ideas frente -principalmente- a su electorado histórico, hoy en plena fuga hacia la derecha. Como la candidatura de Guillier tiene un doble debilitamiento (Goic y Frente Amplio), las posibilidades propias -ante el desgarramiento electoral a dos bandas- se amplifica sin mucho esfuerzo. La fragmentación del voto, principalmente desde la izquierda del sistema electoral (izquierda de la DC) favorece ampliamente a la candidatura demócrata-cristiana, quienes apuestan a recoger electorado desde la base del propio Piñera, al mismo tiempo que recuperan el voto disconforme de la vieja Concertación.
Evidentemente es poco probable que Goic derrote a Guillier. No obstante, el avasallamiento no será tan humillante (recordemos al infeliz Orrego) ante el fortalecimiento de la alternativa del Frente Amplio que semana a semana crece principalmente a costa de la malograda izquierda de la Nueva Mayoría. En ese escenario (triunfo poco holgado de Guillier, seguramente por bajo del 25%, frente a un Piñera cercano al 40%) la negociación programática será mucho más favorable para la DC en vista de que el Frente Amplio se comprometió a no apoyar en segunda vuelta ninguna candidatura que no fuera la propia.
De ese modo la DC negociará desde «fuera» de la Concertación la moderación del programa de gobierno de la Nueva Mayoría, como una fuerza más, sin la obligación de subodinadarse «disciplinadamente» a la candidatura de Guillier. Del mismo se verá en la necesidad de entregar concesiones a un DC arrogantemente alzada. Negociación que, evidentemente incluye el aseguramiento de ministerios claves para un futuro gobierno. De aquel modo el problema programático quedaría relativamente subsanado, o al menos mejor diseñado que el contraproducente programa de Bachelet.
¿Pero qué ocurre si es Piñera el ganador de la segunda vuelta?, cuestión altamente probable en condiciones de un debilitamiento sistemático (a la vista y paciencia de la base electoral concertacionista) de la actual coalición de gobierno, combinado con la irrupción de un Frente Amplio armado de un discurso político diseñado especialmente para disputar la base electoral descontenta de la Nueva Mayoría. Pues, en aquel caso, en la lógica de la DC, la culpa política ha de ser aquellos mismos irresponsables que no supieron articular un programa moderado, racional y responsable para con el Chile del mañana, aquellos mismos que pretendieron subvertir la infalible voz de los think thank y la tecnopol.
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