En una película de Woody Allen, una serie de personas en un tiempo de futuro, se reúnen en el salón de la casa de una de ellas. Sentadas y formando un semicírculo, se pasan de mano en mano una bola de un material imaginario que acarician unos segundos para conseguir un raro placer individual y […]
En una película de Woody Allen, una serie de personas en un tiempo de futuro, se reúnen en el salón de la casa de una de ellas. Sentadas y formando un semicírculo, se pasan de mano en mano una bola de un material imaginario que acarician unos segundos para conseguir un raro placer individual y colectivo de extraña naturaleza parecido a un orgasmo: la escenificación perfecta de la sugestión y de la autosugestión…
Como sabemos, la sugestión es la influencia que algo o alguien provoca sobre la manera de pensar o de actuar de una persona. Algo o alguien que debilita hasta anularle su voluntad y la lleva a pensar o a actuar de una forma determinada. Buena parte de lo que pensamos no es más que un conjunto de creencias inducidas por vía de sugestión, sin mayor fundamento que la inercia. Pensamos y hacemos muchas cosas porque hemos visto que otros las hacen o por simple costumbre, pero no nos detenemos a indagar su por qué. Tenemos ideas y convicciones sobre nosotros mismos y sobre todo en general, pero no aguantarían un análisis riguroso. Creemos que son «nuestras» pero son fruto de la costumbre que a su vez no es más que el producto de la sugestión. La ropa que vestimos, las maneras, e incluso la comida que comemos, son todos resultado de la sugestión…
Si esto añadimos que lo que llamamos «realidad», y no sólo la cotidiana de la noticia sino prácticamente todo: el saber académico, los cánones de belleza, lo políticamente correcto, las verdades científicas o médicas, las religiosas, etc, no son más que el resultado del consenso de minorías de cada época, llegamos al humanista Erasmo de Rotterdam que en su obra Elogio de la locura dice que el ser humano se autoengaña constantemente, para evitar ver la vida demasiado descarnada. A eso le llama «locura»…
En la política, los políticos, más allá del postulado más falso que cierto en España de que son personas al servicio de la colectividad, son individuos dotados de una alta capacidad de sugestión. De similar naturaleza a la que tiene el comerciante. La demagogia no es más que una técnica que consiste en halagar los sentimientos de las masas, para hacerlas instrumento de dominio. Y los políticos, todos, no hacen otra cosa. Aspiran a sugestionar a las personas, eventualmente votantes, en las materias que ellos saben son objeto de su atención gracias hoy día al potente foco de los medios de comunicación. Estar a favor o en contra, sin matices de ningún género, en inmigración, en violencia de género, en patriotismo, son actualmente los asuntos en el candelero que han desplazado en importancia a los de abuso, nepotismo, deshonestidad y delito en el ejercicio del poder. La migración, la patria y la violencia sufrida por la mujer son los tres pilares sobre los que descansan los mítines de los políticos en la refriega -la oratoria brilla por su ausencia- que ventilan entre sí. Los abusos, la deshonestidad, el nepotismo y el delito ya no cuentan. La patria tiene dos enemigos: quienes tienen ideas independentistas y los inmigrantes… africanos. La mujer tiene un enemigo: el hombre, y por antonomasia el hombre machista. Basta un micrófono y una acústica y unos escenarios adecuados para, desde los recintos hasta los platós de televisión, enardecer, es decir, sugestionar, a quienes les presten atención…
A esto le llaman populismo, antes demagogia. Un concepto tan ambiguo y tan villano que se permite practicarlo el mitinero, al mismo tiempo que con los mismos ingredientes ataca a los adversarios a quienes convierte en enemigos, suyos y de la patria. La patria, el último (yo diría el primero en España) refugio de los canallas, en palabras de Samuel Johnson. Y todo a través de la sugestión y del ensordecimiento que hacen muy difícil que el ciudadano piense serenamente por su cuenta, se forme su criterio, que no es ni más ni menos que la idea personal de lo que está viviendo y, sobre todo, acerca de lo que, razonablemente combinado, le conviene a él, a los demás y a su sociedad…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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