Recuerdo no hace mucho que se enfrentaban en un partido los clubes de fútbol del Granada y del Barcelona. Mi hijo quería que ganase el primero de ellos, su equipo local al que es muy aficionado. Frente a la televisión cantó su himno tremolando su bufanda rojiblanca y a partir de aquí no dejó de animar a sus jugadores.
Yo sabía que no había color, y que casi con toda seguridad el resultado sería favorable al conjunto liderado por Messi, cuya nómina (al margen ganancias de otra índole por su condición de celebrity) supera con mucho el presupuesto total del equipo andaluz. Le vine a decir a mi vástago que abandonara toda esperanza, porque un padre no quiere que sufra su prole, y menos cuando es gratuitamente por una causa perdida de antemano. Ante mi mensaje insistente de aguafiestas él terminó por enfadarse; quería disfrutar de la emoción que el partido le podía proporcionar, eso sí, siempre que mantuviera la fe –que yo, racionalista inmisericorde, quería socavar– en la posibilidad de victoria de su equipo, objetivamente inferior. No quería dejar de sentir la emoción que proporciona la dignidad del modesto que aspira a derrotar al poderoso.
Sé que no debería escribir sobre esto de la Superliga de Campeones de Europa. (Así han dado en llamarla, recurriendo a ese lexema, «súper», que todo lo magnifica, sin importar que la realidad de los hechos lo justifique; el abuso que de él se hace certifica su condición de fetiche). No soy futbolero, pero nadie me puede negar mi derecho a hablar sobre fútbol, porque por el mero hecho de estar en el mundo, sé de él y lo padezco, siendo como es que la información que produce su universo y lo retroalimenta está –como aquel cantaba del amor– en el aire. Nadie, salvo que se aísle, puede desentenderse de la vida y milagros de sus jugadores, de sus entrenadores, de sus equipos, de sus aficiones, de sus clubes, de sus competiciones. Magnificado todo por los altavoces mediáticos, y de un tiempo a esta parte por los ecos sin fin de las redes sociales. Está uno enredado en el fútbol, quiera o no quiera. Y si, encima, tienes un hijo futbolero, como es mi caso, no cabe escapatoria posible.
Desde esta condición mía de molesto espectador de todos los avatares de ese deporte omnipresente he asistido perplejo a todo el revuelo que ha provocado el proyecto de la competición elitista ya mencionada. Ha sido la indignación de mi hijo adolescente la que me ha hecho que preste atención, aunque ya digo: por una especie de exposición ambiental habría estado igualmente al cabo de todo lo sucedido. El seguimiento del dichoso proyecto, más empresarial que deportivo, ha sido de primera magnitud, abriendo durante varios días boletines informativos y, por supuesto, siendo la comidilla de los mentideros en internet. Ya hubiera querido el gremio de los científicos, ahora en plena lucha ante la preparación de una ley para la investigación con la que no están nada contentos, toda esa atención mediática para su causa. En este punto resistiré la tentación de clamar al cielo por la desmesurada importancia que le otorgamos a un asunto que, a fin de cuentas, gira en torno a un balón al que se le da patadas, mientras que la mayoría de la ciudadanía ignora cuáles son las cuitas del gremio de los investigadores científicos en este país, maltratados injusta y estúpidamente (porque nos va literalmente la vida en que tengan éxito en su trabajo) desde hace ya demasiados años.
Volviendo al tema, las competiciones futbolísticas como la Liga española no permiten el enfrentamiento de los distintos equipos en igualdad de condiciones. Como en este mundo hiperglobalizado en general, la desigualdad en ese ámbito es manifiesta y creciente a mi entender. Y me llama la atención que una competición en la que se sabe de antemano qué equipos tienen el mayor porcentaje de posibilidades de quedar en los primeros puestos (¿en cuántas ocasiones no ha sido el Real Madrid o el Barcelona el campeón?), pueda verdaderamente concitar el entusiasmo de la afición.
Por otro lado, me fascina la relación de los aficionados con los ídolos del balompié. Lo sé: constituyen una de las manifestaciones actuales de ese fenómeno sempiterno y tan humano de crear héroes, personajes a los que se otorga la condición mítica y que, de manera vicaria, permite a todo ser humano experimentar la emoción de aproximarse al afán de transgredir los límites de la condición mortal. Mediante la fuerza, mediante el poder del cuerpo, lo que somos, pero que nos limita en la jaula del espacio y el tiempo, parece brillar por un instante con el aura de la eternidad, que se remeda con la evocación de la memoria y la elevación de la hazaña a la dimensión de leyenda mediante la fabricación del relato. Forma parte de la experiencia colectiva del deporte la épica de la competición, que gana intensidad cuando el que se halla en desventaja logra la victoria frente al favorito, en esa emulación de la lucha entre David y Goliat que a todos conmueve.
Yo, por mi parte, veo mercenarios, egocéntricos sujetos que se exhiben y se elevan mediante la taumaturgia audiovisual en iconos que acaban teniendo su verdadero valor en el mercado, el más real de todos los espacios, aún en el actual proceso de creciente existencia virtual, fundamento de la más poderosa religión de nuestro tiempo (ya lo dijo uno de sus apóstoles, el señor Rodrigo Rato: «es el mercado, amigo»). Mercado, nación y fútbol, tres religiones invencibles porque convierten la fe en dinero, movilizando la voluntad de millones activando el resorte de sus emociones, sin necesidad de justificarse, porque los mejores merecen disfrutar de privilegios. Tal y como era en la época dorada de la aristocracia.
Los futbolistas de los clubes del nivel de los que pretenden (o pretendían, ahora mismo no lo sé) la Superliga de marras, a juzgar por el modo cómo visten, sus tatuajes de malotes fashion, su omnipresencia mediática que en demasiadas ocasiones poco o nada tiene que ver con el tema estrictamente deportivo, se me antojan personajes muy distintos a aquellos que comenzaron a aparecer en la televisión del siglo pasado con aspecto de miembros de la clase trabajadora, nada sofisticados en lo que a su apariencia se refiere. Diría que estos eran discretos profesionales en comparación con sus colegas actualmente en activo, a los que creo que justamente les corresponde la etiqueta de celebridades (celebrities). Cuando el heroísmo y la fama, de los que tenemos constancia seguramente desde las antiguas Olimpiadas, se vinculan al espectáculo y los medios de comunicación de masas, surge el fenómeno moderno de la celebridad, engendro del capitalismo surgido de la mercantilización del prestigio y la popularidad en la era de las grandes audiencias. Las celebridades funcionan como grupos de estatus abiertos, en los que cualquiera puede ingresar con la única condición de alcanzar a ser objeto de interés del público consumidor de los grandes medios de comunicación de masas. Sus miembros se constituyen en estamento pseudomeritocrático merced a la fascinación popular. Eso les confiere un derecho a monopolizar los espacios económicos, lo que explica que en el caso de las empresas futbolísticas conspiren para hacerse con el control de la mayor parte del tesoro que constituyen las emisiones televisivas en el ámbito europeo, trampolín para el mercado global. Esas empresas son representativas de la plutonomía (acrónimo de «plutocracia» y «economía»), es decir, de la secesión de los ricos que persiguen el enriquecimiento desentendiéndose de la mala salud económica que padece la mayoría, con la creciente desigualdad, la pobreza y el endeudamiento. En el fútbol, como en la vida.
El proyecto de la Superliga es la materialización de la ética del privilegio legitimado por esa condición (pos)moderna de celebridad, que va más allá del estricto mérito objetivo pues se sustenta en el éxito mediático. Es lo que les legitima para conseguir privilegios en diversos campos: interactivo (atención prestada), normativo (respeto), económico (ganancias) y legal (derechos de publicidad).
No es de extrañar que el que según parece es el principal promotor del nuevo negocio futbolero, Florentino Pérez, haya expresado su desconcierto por el rechazo ampliamente manifestado por la mayor parte de los aficionados, instituciones reguladoras e incluso responsables políticos. Para el presidente empresario del Real Madrid los que se consideran a sí mismos los mejores tienen toda la legitimidad para ejercer como antaño lo hicieran los aristócratas, como rectores del destino de todos, ya que ellos saben lo que conviene hacer por nuestro bien (el señor Pérez justificó su proyecto en una entrevista aduciendo que es la forma de «salvar el fútbol»). ¿Y por qué los aristócratas habrían de mezclarse con los plebeyos? Que los mejores jueguen con los mejores y que se pague por ello como es debido, aunque eso signifique la expulsión de los modestos, sean equipos de fútbol o espectadores. Así se sustenta la desigualdad propia de la economía de las superestrellas. No sobre la demostración de su superioridad a partir de ganarse la condición de campeón en las respectivas competiciones nacionales cada temporada, sino porque son los más ricos y los más famosos. Eso los eleva a otro plano, que es lo que les justifica para llevar a cabo esa a modo de secesión.
En este mercado hiperglobalizado cada vez existe menos sentido del límite en el crecimiento. En él los procesos de ganancia de beneficios se retroalimentan contribuyendo a que los grandes sean más y más grandes. La competencia, que se supone es la principal virtud del libre mercado, se halla debilitada porque las grandes empresas han visto cómo las cortapisas institucionales para su expansión han sufrido una merma considerable en las últimas décadas, marcadas por un proceso de desregulación y el auge de las políticas de flexibilidad. Al mismo tiempo, la tecnología y la globalización han producido un cambio en la economía de escala. La escala global es esencial para la cuentas de resultados de las superempresas, como esos clubes del fútbol europeo que cotizan en bolsa. Ahora la brecha entre el ganador y el resto es más profunda. Así se cumple el efecto Mateo, tal como lo denominó el sociólogo norteamericano Robert K. Merton. Éste acuñó la expresión a partir de un pasaje de los Evangelios en el que Jesús le dice a Mateo: «al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que no tiene». Esa «pijoliga», como la ha llamado un ocurrente humorista, parece ser una concreción más del tal efecto, que va en contra del núcleo ético de la distribución justa de la riqueza, que exige el respeto del principio de solidaridad. En ese sentido podría decirse que es exponente de lo que significa la ideología dominante en el mundo del capitalismo global. Y quién sabe si resucite de forma efímera la lucha de clases.
Si la política se ha manifestado al más alto nivel sobre este asunto, con pronunciamientos incluso de destacados líderes como nuestro mismísimo Presidente del Gobierno, es porque el asunto es político. Porque el entretenimiento es la espita de las tensiones sociales, imprescindible para distraer al ciudadano de nuestras democracias de los tejemanejes de los poderosos que se afanan por salvaguardar el orden que les favorece. En este ingrediente necesario para el mantenimiento de la paz social, el fútbol tiene un papel vital en los principales países europeos.