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Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (6)

La tal «justicia»: ¿una trampa moral a las FARC-EP?

Fuentes: Rebelión

A. No al intercambio de impunidad ¿de qué hechos? En una entrevista a Reuters (7 de abril de 2015), el Presidente Santos fue vehemente: «Un proceso con total impunidad es imposible… Las FARC tienen que someterse a la justicia transicional. La justicia los tiene que condenar; ahora, qué tipo de condenas y cómo se pagan […]

A. No al intercambio de impunidad ¿de qué hechos?

En una entrevista a Reuters (7 de abril de 2015), el Presidente Santos fue vehemente: «Un proceso con total impunidad es imposible… Las FARC tienen que someterse a la justicia transicional. La justicia los tiene que condenar; ahora, qué tipo de condenas y cómo se pagan esas condenas, todo eso es parte de la negociación… si la guerrilla acepta como tiene que aceptar la justicia transicional, yo creo que ahí se destraba todo este proceso y llegaremos a un final feliz» / «Santos insistió en que para llevar la negociación a un puerto seguro la guerrilla tiene que confesar la verdad, aceptar la justicia, indemnizar a sus víctimas y comprometerse a no reincidir / «Si aceptan esos parámetros (…) entonces ya se entra a negociar qué tipo de penas y cuál sería la aplicación de esa justicia» (http://www.semana.com/nacion/articulo/santos-un-proceso-con-total-impunidad-es-imposible/423417-3).

Ha sido el Comandante Iván Márquez, Jefe de la Delegación de Paz de las FARC-EP, quien acuñó y defiende la siguiente expresión, reiterada decenas de veces por él y esta organización insurgente en La Habana: la guerrilla NO ha ido a la Mesa de conversaciones a pactar un intercambio de impunidades. Idea citada y convalidada en varias ocasiones por el propio Gobierno, que ha dicho a través de sus portavoces que tampoco ha ido a ese cometido.

Hasta ese punto discursivo no hay problema. Es más: habría podido quedar positiva y expresamente consignada esa frase en la propia agenda de diálogos pactada hace más de dos años y medio. Para tener sentido pleno y ser dotada de espíritu esa proposición, habría que haberse aclarado al mismo tiempo respecto de qué ilícitos no habría la mencionada impunidad, pues no es lo mismo dejar de castigar un crimen de lesa humanidad que no «sancionar» un delito que es a la vez un derecho universal, como lo es la rebelión. Eso lo sabe cualquier neófito serio, de cualquier posición política y escuela de Derecho.

Tan es así de radical la diferencia entre un delito y otro, que el Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, firmado el 26 de agosto de 2012, establece los dos accesos:

a- En el punto 3.3: «El Gobierno Nacional coordinará la revisión de la situación de las personas privadas de la libertad, procesadas o condenadas, por pertenecer o colaborar con las FARC-EP«. Esto significa lógica y deductivamente, o de manera implícita, que quien por la fuerza de su aparato (el Estado en este caso), tiene privadas de su libertad (embutidas en cárceles) personas de la parte contendiente contraria (las FARC-EP), «coordinará la revisión» de la situación de aquellas «procesadas o condenadas, por pertenecer o colaborar con las FARC-EP«. ¿Qué situación se revisará? ¿La situación humanitaria (de asistencia en salud, por ejemplo)? ¿O la situación jurídica?

b- Sólo se menciona una vez en la agenda la palabra impunidad (sub-punto 4º del punto 3º), remitida de hecho a la existencia del paramilitarismo y otras expresiones criminales, esas sí realmente pérfidas por definición de sus móviles no amparados por ningún derecho, al indicar el deber en cabeza del Gobierno, de combatir y acabar a «organizaciones criminales y sus redes de apoyo«, señalándosele «la lucha contra la corrupción y la impunidad, en particular contra cualquier organización responsable de homicidios y masacres o que atente contra defensores de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos«. Obligación evidentemente hasta ahora no cumplida.

Si bien no fue clara la agenda, puede un intérprete acudir a la integridad de lo firmado en el contexto de un conflicto caracterizado por el cautiverio de unos miles de presos políticos integrantes de la insurgencia (unos 3.400), y concluir que el compromiso de quien los tiene encerrados es revisar la situación jurídica y no sólo la humanitaria (pues cuidar los derechos de los prisioneros es de por sí un deber, o sea un imperativo, tanto legal-nacional, como normativo-internacional, a la luz por ejemplo del Protocolo II de 1977, adicional a los Convenios de Ginebra de 1949: artículo 5º). Sería el caso de una obligación similar en cabeza de las FARC-EP si tuviera prisioneros del otro lado. Recordemos que esta guerrilla por decisión propia y como acto unilateral, no tiene en la actualidad ninguna persona retenida.

B. Sí al delito político y su más amplia conexidad

Por lo tanto, ese sub-punto 3 del punto tercero, que trata del «Fin del conflicto», se refiere a una función y finalidad (en manos del Estado), obviamente no sólo consentida por la guerrilla sino exigida por ésta, pues de lo contrario no hubiera firmado ese Acuerdo. Dicho propósito indudablemente recae sobre una categoría ampliamente conocida: los delitos políticos y conexos, en este caso cometidos por personas «procesadas o condenadas, por pertenecer o colaborar con las FARC-EP«. O sea, lo que engloba la rebelión, que siendo declarado un derecho universal a ejercer contra la opresión, es tratado lógicamente como delito por el aparato de poder que repele que se le ataque su institucionalidad. Esto, racionalmente expuesto y entendido, se asume como la realidad e inteligibilidad de un conflicto social, político y armado, que está en tránsito de superarse mediante soluciones concertadas.

Es así a partir de la voluntad declarada por ambas partes beligerantes, firmantes de dicho Acuerdo, el cual tienen un considerable status político-jurídico nacional e internacional, a la vista de múltiples actos tanto de naturaleza política (por citar un detalle: el nombramiento por parte de potencias de enviados especiales para el proceso de paz: Bernie Aronson de EE.UU. y Tom Koenigs de Alemania, o el reciente apoyo dado por Rusia), como por resoluciones de carácter jurídico (internas, como expedición de salvoconductos, suspensión de órdenes de captura, firma de acuerdos humanitarios o de pactos políticos con soporte legal; o resoluciones de autoridades extranjeras: nombramientos de Embajadores especiales por gobiernos Garantes o Acompañantes, Declaraciones vinculantes suscritas por Cancilleres, reconocimientos de organismos inter-gubernamentales como ONU, CELAC, UNASUR, o de entidades especializadas como el CICR y otras).

Es decir, ya es innegable o irrefutable el carácter político del conflicto y del interlocutor alzado en armas, así obtusa o contradictoriamente algunos sigan con la alharaca diaria de que los insurgentes son «terroristas». Ese ya es un problema irremediable de los rezagos impenitentes de la propaganda urdida por la extrema derecha potente en el Establecimiento y el Estado, ya sea a través de creadores de opinión o simplemente por el guirigay de repetidores asalariados y manipulables en los medios de comunicación.

El hecho central e innegable en términos jurídicos es que no solamente el delito político y su conexidad son nociones existentes, contempladas en la Constitución y la ley colombianas, sino que su aplicación eventual hace parte del dispositivo jurídico-político que tanto el Presidente Santos como su Delegación de Paz han declarado estar examinando en la actualidad para los acuerdos con la insurgencia. Santos lo dijo en noviembre de 2014: «hoy el delito político abarca muy pocos delitos conexos; prácticamente ninguno. Hay que incluirlos para poder avanzar en un camino realista, para que jurídicamente podamos lograr la paz… Hay que ampliar los hechos conexos con esos delitos [asonada, sedición, rebelión…] (…) sí necesitamos ampliar los delitos conexos para ser viable la paz… tendrán que ampliarse los delitos políticos conexos si queremos la paz» (http://www.eltiempo.com/politica/gobierno/presidente-juan-manuel-santos-habla-de-los-dialogos-de-paz/14838217).

Días antes de esta declaración del Presidente, se produjo la que hasta ahora es la más clara expresión, y al tiempo el más cifrado mensaje, de qué está dispuesto a hacer el Gobierno. Dijo el 13 de noviembre de 214 el Jefe de la Delegación de Paz del Gobierno, Humberto de La Calle Lombana: «Debemos discutir la línea jurisprudencial del delito político, que es una realidad hoy en el conflicto colombiano (…) se presentó un vaciamiento de la conexidad del delito político que lo ha dejado reducido y muy alejado de la realidad del conflicto militar» / «…deberíamos hacer nuevamente una discusión sobre la vigencia del delito político en un momento de transición, sin perjuicio de que una vez concluya el conflicto, revaluemos sus características…» (ver entre otros medios http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/foro-de-paz-polemica-por-alcance-del-delito-politico/14831099).

A partir de esta información pública, es lógica la secuencia de preguntas y de algunas respuestas: ¿Qué está dispuesto a hacer el Gobierno? Fijar con límites una determinada conexidad del delito político; ¿cómo? Abriendo un lapso excepcional en la transición, aplicando la conexidad que luego cerraría para retornar a una legislación que tapone de nuevo la figura del delito político, incompatible con la «democracia»; ¿para qué? Para concluir el conflicto, o sea en el marco de un Acuerdo final; ¿cuándo? Sólo al tener absoluta seguridad que la guerrilla se desmoviliza…

C. La ecuación político-jurídica, y militar…

Según han dicho los responsables gubernamentales decenas de veces en los medios de comunicación y conferencias públicas, deducidos además los instrumentos concretos y disponibles según mandatos legales (Marco Jurídico para la Paz [reforma constitucional de 2012] y su hasta ahora inexistente pero sí programada Ley Estatutaria y demás medidas), y conocidas ya las sentencias de la Corte Constitucional al respecto (C-579/13 y C-577/14), ellos, como Gobierno, con la colaboración de los otros órganos del poder público y el consenso de las elites políticas, económicas y de opinión, con base en una restringida lista de infracciones penales, abrirán la compuerta para aplicar de manera calculada el delito político y su conexidad a efectos de que una parte de los insurgentes obtenga algunos beneficios penales. Hasta ahí. No más.

En correspondencia, la insurgencia debe cesar acciones, dejar definitivamente las armas, desmovilizarse, reintegrarse a la llamada «vida civil», y responder por sus «crímenes» no conexos al delito político. No sólo contando toda la verdad y reparando a las víctimas, sino dando garantías de no repetición (las que estarían dadas de por sí con su desintegración como grupo armado) y, sobre todo, yendo a la cárcel algunos. ¿Quiénes serán hechos prisioneros? Los máximos responsables de graves y representativos delitos internacionales cuyo juicio se seleccionará.

¿Quién juzga? Una parte que es juez… o sea jueces del Estado que es parte en el conflicto; parte, por cierto, no vencida, pero tampoco vencedora… ¿Cómo? Aplicando un modelo propio de justicia transicional que incluye por ejemplo la denominada renuncia condicionada de la acción penal o ya para sentenciados las «penas alternativas«…

Es decir, desde ya, la institucionalidad tiene claro lo obvio: no se validará que todo ilícito pueda ser considerado delito político. Hará el Gobierno que algunos delitos sean tratados como conexos y otros no, valiéndose para eso de elementos del derecho internacional penal o de consideraciones domésticas de tipo jurídico o de inducida y unidireccional sensibilidad y manipulación política y mediática, referidas a lo que se califica por el Establecimiento como crímenes atroces o de barbarie y concibiendo una recortada flexibilidad-generosidad-favorabilidad, que no admite -lo han dejado claro- amnistías ni indultos generales, sino apenas puntuales medidas condicionales, siempre ceñida su aplicación al resultado de la desactivación del potencial militar insurgente… el caso es que el Estado se designa como juez, se proclama así mismo autoridad absoluta y desde esa perspectiva pierde los papeles de una negociación y retoma el viejo guion de dictar el sometimiento de su oponente.

Por su parte la guerrilla (ver documentos pertinentes en www.pazfarc-ep.org) ha trazado un alegato fundado en razones jurídicas, históricas, éticas y políticas, con las que, en coherencia con su naturaleza rebelde, reivindica como un problema de justicia y no de impunidad, que se reconozca el delito político en su complejidad y conexidad, dado que fue el Estado el que creó en décadas esa escabrosa conceptualización neo-conservadora y retrógrada, negadora de los ilícitos políticos, que habían sido plasmados desde la Ilustración y la axiología liberal fundante de la República; no admite además en lógica ser juzgada e ir a la cárcel por haberse levantado en armas en ejercicio de un derecho, como es la rebelión; reconociendo sí que en algunos casos por contingencias o errores ha afectado algunos derechos injustamente, ante lo cual dice estar dispuesta no sólo a actuar conforme a su propia juridicidad insurgente y contar una verdad contrastable por las víctimas, sino a producir una reparación moral y política imponiéndose ella misma determinados deberes y compromisos en su despliegue social.

La insurgencia deja en claro entonces que no puede ser juzgada por su enemigo, la contraparte hoy en la negociación, enfatiza que mucho menos cuando el aparato de «justicia» estatal es una cloaca, está en el lodazal de la corrupción o descomposición, tiene prácticas mafiosas y clientelares, además de una concepción contra-insurgente, siendo refutado ese sistema judicial en general por su ineficacia para las mayorías; y finalmente apuesta por un nuevo Derecho a construir en el proceso de reformas constituyentes con las que haría tránsito a una vida política legal, siempre y cuando previamente se desactiven los medios criminales que han atentado contra la oposición: el paramilitarismo y la doctrina del enemigo interno reproducida en estructuras del régimen, por una concepción de seguridad que pervierte la función de unas fuerzas armadas que deberían asumir su misión de defensa de la soberanía y del proceso democrático.

La posición resistente y coherente de la guerrilla se vence por uno de dos caminos.

a- Con argumentos, mecanismos, garantías y pruebas superiores que le demuestren reconocimiento y trato justo, como lo espera racional y razonablemente a cambio de poder avanzar en su conversión decidida y segura a organización ya no político-militar sino política y social junto a otras vertientes; o,

b- Mediante la fuerza, como algunos creen que es posible aún, no sin antes acudir a estratagemas jurídicas para que, en paralelo al golpe bélico o judicial, se admita ella misma como victimaria, como criminal, y como derrotada en los distintos campos de batalla: en la reconstrucción de la historia, en el terreno político-ideológico, en la tensión de una ética social, en la escena judicial y en el teatro militar… Este es el camino predominante en la visión oficial, en el que algunos todavía esperan que se mine su capacidad dialéctica a punta de operativos y cercos militares para golpearla con contundencia (de ahí la negativa estatal a un cese al fuego bilateral), mientras se agota en contra de ella un arsenal de acusaciones y una maraña jurídica que la lleven a una «dada de baja» moral.

Está expuesto y es conocido ese camino en una balanza de contradicción y negociación más o menos previsible, pesando de un lado la efectividad de medidas que venzan materialmente a la guerrilla y a movimientos contestatarios, o que la convenzan en su imaginario político sobre las ventajas o ganancias de su desmovilización y desarticulación, enseñando el Estado lo que se produciría si persiste la lucha insurgente: descarga de tal contundencia militar, que llevaría a los obcecados integrantes de las guerrillas a una tumba o a una cárcel. Esa ha sido la consigna oficial de medio siglo de guerra. Más otros acostumbrados agregados declarados: aislamiento internacional, implacable persecución policial y judicial, descrédito social, deserción, etc.; y los no declarados verificables en la experiencia: persecución a sus familias y entornos, tortura, desaparición forzada, guerra sucia…

D. En busca de impunidad de crímenes de Estado

Así como militares o policías dentro de las estructuras del Estado, o paramilitares, mercenarios o sicarios en redes de poder paralelo, han cobrado y recibido un salario o una paga por su oficio o tareas de violencia y seguridad, hace parte normal de la expectativa de contra-prestación que se brinden también garantías de relativa protección o inmunidad por la actividad cumplida. No ser perseguido por ello, menos si se cumple un encargo amparado como fuerza pública. En cualquier ejército del mundo se otorgan esas garantías si la labor encomendada se cumple bajo las reglas concebidas dentro de ese orden determinado. El problema es cuando tales órdenes eran abiertamente criminales y fueron obedecidas dentro del Estado a sabiendas de su ilegalidad, como torturar, desaparecer, asesinar, masacrar o amenazar, o cuando se sucedieron por fuera, en unos aparatos organizados de poder privado, en función de objetivos igualmente particulares.

Hombres armados por el Estado o por el Para-Estado fracasaron en alcanzar esa impunidad completa o total, porque la misma no fue posible ante algunos factores, entre ellos las evidencias abundantes en cantidad y suficientes en calidad para imputarles delitos muy graves, fundamentalmente porque las víctimas no cesaron en buscar pruebas y exigir al Estado verdad y sanciones, y también debido a disputas o recomposiciones internas que usaron a algunos de los autores como chivos expiatorios en aras de una reconversión política para recobrar legitimidad y control el Establecimiento. Fue lo que hizo el Estado con la legislación de Justicia y Paz, como reingeniería de impunidad, objetivamente quitando del medio a algunos jefes paramilitares ya desechados. Esa experiencia comprueba que no todos los mecanismos institucionales o legales, o extra institucionales e ilegales funcionaron debidamente para esta inmunidad prometida a quienes desarrollaron la guerra sucia anti-subversiva o las acciones de salvaguarda del enriquecimiento personal o de mafias para las que trabajaban.

Dentro del universo de al menos medio millón de delitos (se insiste: como mínimo) en los últimos treinta años, máximo cerca de un cuatro por ciento (4%) no ha tenido un curso fatal, normal y definitivo de impunidad: unas 20.000 causas han sido medianamente investigadas por diferentes instancias u organismos, o pueden serlo todavía, y de ellas una cuarta parte (5.000 casos) pueden aún prosperar hacia condenas. Un 96 % o un 99% de impunidad ya asegurada, no son suficientes para el sistema, conociendo que el 4% o apenas ese 1% restante, pueden ser altamente desestabilizadores. Sobre todo porque en esos porcentajes mínimos se juegan nombres de altos mandos civiles o militares, de responsables claves, y se juega el esclarecimiento probable de estrategias transversales que se utilizaron por el Estado.

No sólo porque lo pidan los propios imputados individualmente o algunas asociaciones de militares retirados a título corporativo, sino porque lo necesita el propio Estado y el Establecimiento en sus núcleos dirigentes, se buscan diferentes formas de conjurar esa catástrofe que significaría 20 mil (o al menos 5.000 causas) devaladas a fondo, con sus respectivos autores aventando algunas culpas y poniendo en escena cómo y para qué fueron formados o instruidos. Eso, más el hecho de que ya es inocultable (aunque lo haya disimulado Santos después de decirlo) que hay al menos 13 mil expedientes abiertos o por abrir contra empresarios, financiadores, bananeros, ganaderos, políticos hasta hora no procesados, encubridores, auxiliadores privados, etc. (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=196039).

Ahora, tras años de miles de acciones criminales cometidas, esperan cientos de militares y de policías que no se les agrave su situación jurídica, que no se les abandone a su mala suerte y se les den beneficios; que se anulen o revisen procesos; que se les exonere; que se les excarcele; que les rebajen considerablemente las penas; que su caso sea estudiado bajo la lente del conflicto armado a fin de poder sustentar actuaciones de guerra y no se les empapele, o para justificar abusos de fuerza atenuados por estar en confrontación bélica. O que queden cobijados por figuras de una justicia transicional, máxime si la misma se ha ofrecido a la guerrilla.

Para esa impunidad que es hoy día una de sus reivindicaciones centrales, como lo han sido los emolumentos económicos por su labor de guardianes del statu quo, hay una carrera dentro del Estado, una competencia de tendencias, por ver quién ofrece más, como en subasta; una puja no necesariamente entre visiones rivales sino entre posturas complementarias, que piensan en esencia lo mismo, acorde con la esquizofrenia aparente del bloque de poder político dominante que «debe ser salvado».

Unos dentro del Estado buscan brindar a través del fuero penal militar mejores y más «decorosas» garantías jurídicas a los acusados o posibles investigados por crímenes espantosos o por delitos de diferente carácter, impulsando una reforma constitucional que ya va muy avanzada, dado el oxígeno que a la misma ha dado directamente el Presidente Santos a través de su ministro de Defensa, Pinzón. Este funcionario acaba de expresar (1º de abril de 2015 en la Base de Tolemaida): «Una vez el presidente de la República dio la señal que quería que existiese justicia transicional, beneficios jurídicos, y en esto quiero ser claro, estos beneficios no son para las fuerzas armadas, las fuerzas armadas no necesitan ese beneficio. El 99 por ciento de nuestros militares y policías no tiene procesos asociados a violaciones de derechos humanos o problemas penales asociados al conflicto» (http://www.bluradio.com/#!95048/fuerzas-armadas-no-necesitan-beneficio-de-justicia-transicional-mindefensa). «De acuerdo con Pinzón, los beneficios derivados de la justicia transicional serán apenas para el 1% de los uniformados, aquellos que hayan estado involucrados en procesos penales asociados al conflicto o la violación de derechos humanos» (http://www.elespectador.com/noticias/politica/mindefensa-sostiene-fuerzas-armadas-no-necesitan-benefi-articulo-552819).

También dentro del Estado hay otra propuesta: que mediante medios innovadores más seguros deducidos del Marco Jurídico para la Paz, se ofrecen blindajes más duraderos, ante riesgos actuales y futuros por posibles actuaciones de la Corte Penal Internacional u otras instancias, o incluso ante actuaciones nacionales, en caso de cambiar el mapa político, argumentando que es mejor cobijarse para ello en los dispositivos de justicia transicional que se está ensayando poner en marcha. Días antes a las declaraciones de Pinzón, expresó en La Habana el Jefe de la Delegación de Paz del Gobierno, Humberto de La Calle:

«Empiezo por retomar el compromiso del Presidente de la República. Por el desarrollo y con ocasión del Conflicto, no pueden terminar guerrilleros en el Congreso y militares en la cárcel. Dicho lo anterior, aprovecho esta oportunidad para reiterar que somos plenamente conscientes de que así como tiene que haber reglas claras y seguridad jurídica para las FARC, así también nosotros tenemos que garantizar la seguridad jurídica de los miembros de las Fuerzas Militares. Las dos cosas van de la mano. Si llegamos a un Acuerdo Final para la terminación del conflicto, éste tiene que incluir una solución integral que ofrezca garantías de seguridad jurídica para todos y permita la satisfacción de los derechos de las víctimas de todas las partes en el conflicto armado. En este sentido y bajo el liderazgo de la Presidencia de la República, un grupo conformado por delegados de los Ministerios de Defensa y Justicia, del Comando de Transición de las Fuerzas Militares, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y expertos nacionales e internacionales, ha venido trabajando con toda seriedad y compromiso en propuestas para la aplicación diferenciada de mecanismos de justicia transicional para militares y policías» (http://www.altocomisionadoparalapaz.gov.co/procesos-y-conversaciones/proceso-de-paz-con-las-farc-ep/pronunciamientos-jefe-de-la-nacion/Documents/Declaracion-del-Jefe-del-Equipo-Negociador-del-Gobierno-27-marzo-2015.pdf). Es ésta también la postura, con algunos matices, del Fiscal General de la Nación.

E. Contagio y máximos responsables en el bloque dominante

«…una prisión es una comunidad y lo prueba el hecho de que en nuestra cárcel municipal pagaron su tributo a la enfermedad los guardianes tanto como los presos. Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta (…) Con la peste se acabaron las investigaciones secretas. Los expedientes, las fichas, las informaciones misteriosas y los arrestos inminentes. Propiamente hablando, se acabó la policía, se acabaron los crímenes pasados y actuales, se acabaron los culpables. No hay más que condenados que esperan el más arbitrario de los indultos y, entre ellos, los policías mismos» (La Peste, Albert Camus).

En Colombia no hay tal peste general, aunque la padezcan sí millones, inmensas mayorías que a su vez, en la descripción de Camus, sean víctimas y plagas. La peste y su dolor no es para la totalidad, en el sentido de que unas minorías o elites políticas y empresariales (dirigentes en el bloque de poder dominante) que se han lucrado de la guerra, han dispuesto para su propio beneficio e indolencia de grandes muros de inmunidad, a fin de que no les afecte material ni espiritualmente en nada el infierno que han creado. En esa tarea perversa del poder, esos núcleos han usado como plaga misma por más de medio siglo a unas fuerzas armadas y paramilitares que han empleado como guardianes para sembrar terror entre los pobres y los rebeldes. Estas mismas estructuras armadas como objetos utilizados y lanzados a un vertedero, acaso también son de alguna manera víctimas que están infectadas por una tragedia común. Lo saben. Y dentro de ellas hay una prueba del natural egoísmo aprendido que es parte sustancial del sistema que defienden: se impone la lógica de «sálvese quien pueda«.

Ha sido construida por años esa forma de pensar y de actuar, asumida la impunidad como derecho, a la par de otras recompensas por la orden ejecutada. Para ello, en la institucionalidad o fuera de ella, pero compartida una concepción de guerra útil, cuando a los cuatro vientos de proclama que la Mesa de La Habana es el resultado de la victoria militar del Estado sobre la guerrilla, quienes están penalmente encartados o pueden resultar siéndolo, probablemente no están dispuestos a ser sólo ellos los que respondan por lo hecho. Cobran ahora su misión, y con ellos poderosos sectores del poder establecido, exigiendo y exigiéndose que al final del conflicto, quienes sirvieron a ese orden, no paguen por crímenes y tengan un trato superior o al menos igual a la guerrilla, en cuanto «no sanción» de sus actos.

Para ello está lanzada al aire la moneda trucada (como más adelante insistiré) en la que de un lado se alega simetría, y por la otra cara una imposible simetría. Con la primera gana el Estado: se hacen ver como equivalentes los actos de la rebelión a los actos de la contrainsurgencia, para que éstos adquieran una justificación y no sean condenables. Con la segunda también: se busca que no se iguale moralmente la acción anti-subversiva con el «terrorismo». Una periodista conservadora comenta: «se está haciendo tarde para que el Gobierno vaya montando una mesa especial con los militares que comience a discutir, precisamente para no hacerlo en La Habana, cómo será la aplicación de la justicia alternativa para ellos, porque si algo no van a permitir (doctrina Mora) es que se les dé un tratamiento judicial equivalente al de la guerrilla» (María Isabel Rueda en http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/se-negociara-al-ejercito/15517398, 5 de abril de 2015).

Y lo que es todavía peor: el lanzamiento de esa moneda acuñada con barbarie es hacer ver como políticas y militares, actuaciones premeditadas que, con el pretexto de la lucha anti-guerrilla, en el contexto del conflicto armado, se concibieron, se planearon, se prepararon, se ejecutaron y se aseguraron, en realidad no para enfrentar la capacidad militar de los alzados en armas, sino para castigar y aterrorizar por posiciones políticas negando de plano cualquier derecho a las víctimas, como es la práctica de la detención-desaparición en masa (¿30 mil? ¿40 mil casos?). Es igualmente retorcido revestir como acciones de reacción, las que fueron cumplidas para obtener beneficios personales, grupales, empresariales o corporativos que tienen un móvil absolutamente egoísta y perverso.

Decenas de prácticas tienen ese carácter de brutalidad y ese resultado de acumulación. Las empresas o los empresarios que financiaron operaciones criminales para expulsar por el terror a campesinos para así concentrar más tierra o para acabar con organizaciones civiles como sindicatos. Son miles los casos ya documentados de extensión de haciendas ganaderas y del gran latifundio, o de actividades agroindustriales basadas en la desposesión o despojo mediante la violencia sicarial, militar, mercenaria o paramilitar. Sus autores detrás de una mesa en su finca o en su oficina, no son meros cómplices sino autores directos. Como lo son los cientos de militares que asesinaron miles de muchachos de las barriadas pobres o campesinos, para una vez ejecutados ser vestidos de guerrilleros y presentados como tales, a fin de obtener dinero, ascensos o permisos. Los llamados falsos positivos. Sólo menciono esos ejemplos por ahora.

Militares y policías acusados por las atrocidades conocidas, habiendo pervertido la misión formalmente encomendada de salvaguardar los derechos humanos y colectivos con el monopolio declarado de la fuerza estatal y sus recursos autorizados o legales de todo tipo, deben responder no con base en ficciones sino conforme a la índole de sus actuaciones criminales, en su mayoría crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra e incluso genocidio.

Siendo comprensible que los militares y policías que han resultado acusados o puedan serlo, busquen sus propios mecanismos de defensa y beneficios penales, dicha pretensión no debería confundirse en lo más mínimo con la legítima idea de amnistías e indultos, que sólo caben en Colombia y en la teoría penal y política más progresista, exclusivamente para delitos políticos y conexos. Sin embargo, reina todo lo contrario: la perversa concepción de la «auto-amnistía» o de herramientas equivalentes; que pueden y deben ser gratificados y premiados con el olvido y el perdón por sus «excesos», al haber sido combatientes en nombre de la ley y el orden atacado por la subversión. En la práctica incluso se les da el trato de héroes y víctimas, no sólo por la extrema derecha sino por otros sectores en el espectro de la opinión más publicitada en los medios de comunicación.

Ese objetivo no sólo individual sino claramente corporativo de exculparse y desenlodarse, seguido por los militares y policías mismos, como de quienes les apoyan decididamente en la cumbre del Estado, en la política, en la matriz ideológica que manejan los medios, gran parte de la academia, algunas ONGs, la Iglesia, los estamentos económicos, y obviamente gobiernos extranjeros, se enfrenta sin embargo a una realidad histórico-política con desprendimientos éticos, epistemológicos e innegablemente jurídico-penales.

Eso que está tratando de abordar todo ese conglomerado de poder, tiene al frente un problema inocultable de orden interno. Ya lo habíamos expresado antes: «en un país como Colombia, donde el estamento militar ha estado subordinado al civil, donde la dictadura castrense no se ha tenido que ejercer desbancando a civiles electos, la cadena de mando no termina en los cuarteles sino en los salones diversos de las instituciones que funcionan formalmente como democráticas y en los cubículos civiles del poder político y empresarial (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=195601).

Veamos lo que acaba de expresar (30 de marzo de 2015 en la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez) el ex general Jorge Enrique Mora, miembro plenipotenciario del equipo negociador de paz del Gobierno Nacional: «En los 50 años de conflicto, hemos estado durante absolutamente todos los 50 años bajo el mando y las decisiones del gobernante… Han sido los presidentes los que han tomado la decisión de lo que las Fuerzas Armadas están haciendo y han hecho en medio del conflicto. Y nosotros hemos sido respetuosos de esas decisiones y ese es un valor, ese es un activo muy grande que nosotros como militares y policías tenemos: es el respeto al sistema democrático colombiano… en estos 50 años no nos hemos movido una línea del respeto al sistema, ni una…» (http://wp.presidencia.gov.co/sitios/banco/2015/Documents/Marzo/0697_GeneralMora_20150330.mp3 y http://wp.presidencia.gov.co/Noticias/2015/Marzo/Paginas/20150330_12-En-los-50-conflicto-hemos-estado-bajo-mando-decisiones-gobernante-General-r-Jorge-Enrique-Mora.aspx).

Esa realidad de que los máximos responsables no son sólo y siempre los altos jerarcas castrenses, sino sobre todo personajes no uniformados, vestidos de civil, en directorios empresariales y círculos políticos, encaja en la dialéctica que bien representa un bumerang, como arma que vuelve a quien la arrojó a su enemigo. Pues existen diferentes categorías que nacional e internacionalmente se concibieron o impulsaron con una finalidad contraria, y ahora son perfectamente aplicables a los crímenes de Estado.

F. La hora de tomar su propia medicina

Efectivamente, existe un recetario penal que tiene origen parcial en el horizonte de los juicios de Nüremberg, pensado y operado en los últimos veinte años (1995-2015) por esferas hegemónicas, y sólo marginalmente usado por opciones críticas del sistema dominante a nivel global. Dicho repertorio, en construcciones de teoría jurídica o en la narrativa política, fue reconducido a nivel planetario para ser aplicado al oponente, al insurgente, al rebelde, al terrorista, o efectivamente a mandos políticos y militares enemigos en conflictos de «otras latitudes», que busca articular una dogmática para vencer en dicho campo jurídico, a fin de juzgar como criminales a «los otros», no a sí mismo ni a los amigos de centros de poder que se autocalifican como superiores.

Esas categorías vienen del llamado «derecho penal de enemigo» y lo refuerzan, el cual busca un trato punitivo negador de derechos, con presunciones de peligrosidad, de fijación de responsabilidad objetiva, que desembocan en lo que también puede rotularse con otros conceptos complementarios: «el autor detrás del autor», «autoría mediata», «aparatos organizados de poder», «crímenes de sistema», «imputación de crímenes de los subordinados al dirigente», «responsabilidad penal del autor de escritorio», «el hombre de atrás», «autoría por dominio de organización», «cadena de mando», «control efectivo», «adscripción orgánica», «crimen organizado», «inducción», etc.

Esa compleja problemática del accionar organizado y del dominio verificable por mandos civiles-militares, es la que tiene ahora que asumir el Estado ante lo ya evidente, es decir por las responsabilidades de crímenes concebidos, planeados, ejecutados y encubiertos por sus estructuras. Crímenes de lesa humanidad en toda regla, tanto por su intencionalidad y sistematicidad, como por su conformación y alcance, y no sólo ocasionales crímenes de guerra.

Para impedir que les reviente en la cara su responsabilidad institucional, es que se ha configurado inteligentemente una estrategia a fin de beneficiarse del desarrollo del proceso de paz, para alegar que con miras al final del conflicto, debe haber un cierre general que cubra a todos los agentes de violencia.

Siendo lógica la idea de no perpetuar el debate probatorio y judicial, y de fijar responsabilidades de una vez por todas de manera clara y coherente, es decir de obtener la mayor seguridad jurídica posible (siempre relativa en algún resquicio), el problema deviene de querer cerrar el Estado los procesos penales contra sus agentes, por crímenes imputables a sus estructuras armadas y elites, sin responder las preguntas básicas: ¿quién ordenó los crímenes?; ¿en qué concepciones se prepararon los perpetradores?; ¿por qué atentaron contra organizaciones o colectivos?; ¿a quiénes benefició esa criminalidad de Estado?; ¿quiénes encubrieron, dieron impunidad, auxiliaron o fomentaron dichos crímenes?; ¿qué mecanismos institucionales se usaron?, etc.

Por esa razón estratégica de salvar al Estado, y en concreto a quienes como representantes de esas elites encarnaron con decisiones políticas los impulsos de dicha criminalidad parapetada en la excusa de que había conflicto armado, y que por lo tanto se imponía responder a un enemigo rebelde, están alineados hoy día todos los entes de esa misma institucionalidad y Establecimiento, desde la Presidencia hasta la Fiscalía General, así como los sectores más retardatarios, representados por Uribe mismo, en tanto imputado sobresaliente, el procurador Ordoñez, empresarios paramilitares, militares en retiro y otros. Todos están buscando cómo mostrarse fieles. Tanto que la derecha y la extrema derecha compiten y se complementan en la presentación de varios (al menos cinco) proyectos de reforma constitucional o legal para brindar blindajes a las fuerzas armadas estatales. Dicho cierre de filas o «espíritu de cuerpo» demuestra claramente el embuste de la leyenda de que se trata de aislados casos de «manzanas podridas».

Por eso es nodal el «asunto» de la «justicia» sobre lo concebido y practicado como crímenes o infracciones por cada parte en el conflicto. En la resolución de toda esta problemática están cifrados efectos simbólicos profundos y capacidades habilitantes que se materializan desde ahora en una determinada cultura: o democrática y social, que recomponga procesualmente universos de derechos, compromisos, controles y garantías hacia el buen vivir colectivo, o neofascista, con sus relaciones configuradoras de sentidos de servidumbre.

Esto es lo que parece se discute o deberá debatirse en La Habana. Por ello el planteamiento que se haga en torno a los derechos de las víctimas y de la población en general, o a la llamada justicia transicional (concepto éste que no se menciona ni una sola vez en la agenda), cualquiera que sea la propuesta sustantiva en la materia, no puede hacerse con ingenuidad en medio de las contradicciones de proyectos antagónicos que se interpelan, pero tampoco puede hacerse de forma traidora o aleve. Sobre la cabeza de cada parte gravitan intereses pero también límites. Debe asumir cada contendor lo que conforme a la naturaleza y alcance de sus actos le corresponde, sin endosar a la otra sus propias culpas, aunque sea uno de los objetivos del proceso de paz solucionar mancomunadamente sujeciones jurídicas derivadas de las responsabilidades por hechos sucedidos en el contexto del conflicto.

Siendo la política también el mundo de la ilusión, no se renuncia a la afirmación de un apremio: no pueden o no deberían el Estado y Establecimiento tomar el más perverso camino (a no ser que, irremediables e irreformables en esa columna, se impongan como criminales usando el proceso de paz), cuando hay formas racionales y constructivas de encarar sus responsabilidades penales y políticas, si creemos al objetivo declarado de construir una paz estable y duradera basada en la justicia.

El Estado ya no puede volver a las épocas uribistas del negacionismo. Está obligado a llevar a su «justicia», logre o no «recomponerla», a todos los responsables en toda la cadena de mando propia, que resultaran ser autores, cómplices o beneficiarios en algún grado del más de medio millón de crímenes de Estado y del paramilitarismo. Es su deber y conforme a su juridicidad están marcadas unas vías regulares. En ellas se supone que cree, y por eso dice que no está justificado que se le reemplace.

Al respecto una anotación: el Estado blande un arma de doble filo, y alarmando una y otra vez a su oponente con la probable o futura actuación de la Corte Penal Internacional (CPI) en caso de no ceder, trata de ver en realidad cómo maneja y tergiversa medios a disposición (como el fuero penal militar) a fin de resolver lo que le acusa a sí mismo, antes que a la guerrilla. Es en ese sentido que debe interpretarse la ayuda que el Gobierno español de Rajoy brinda a Santos: se compromete, mediante una petición del Consejo de Seguridad de la ONU, a que no actúe la CPI contra su aliado, pues aunque ésta abra una hipotética causa contra la guerrilla, lo tendría que hacer necesaria e inconvenientemente contra su homólogo, el Estado colombiano.

Tiene entonces el Estado esos derroteros normales, basados en Derecho convencional, nacional o internacional, como tiene también la posibilidad de crear un paradigma más penetrante, fruto de la Mesa de conversaciones con la guerrilla, donde deben y pueden consensuar ambas partes medidas en dicho escenario con margen de apreciación, interpretación y resolución, en tanto radica un potencial de soberanía para un proceso de construcción de la paz estable, como bien supremo nacional o derecho síntesis.

Pueden acordar medidas que no sean el canje de impunidades al que quiere el Estado inducir ahora, canje o intercambio que sería repudiado por la guerrilla y por gran parte de la población y de la comunidad internacional, sino acuerdos que satisfagan con la mayor coherencia derechos concretos de las víctimas y de los colectivos sociales victimizados. Pactos políticos fundados en derechos, como ya lo ha propuesto la insurgencia refiriéndose a declaraciones colectivas, en pos de nuevos y más eficaces recursos jurídicos de nuevo talante, que motiven a reconocer o esclarecer hechos y prácticas.

En el caso del Estado serían declaraciones institucionales vinculantes y a profundidad, sobre la responsabilidad que le cabe por todas las aristas y efectos de sus estrategias. Desde la doctrina militar y de seguridad, hasta las órdenes emanadas, la legislación vertida, la política del paramilitarismo, la victimización de colectivos y organizaciones, la misión y comisión de crímenes deliberados y en masa, la individualización de roles y de los beneficiarios del crimen sistemático. Para poder así reparar adecuadamente y surtir reformas efectivas de no repetición. Un verdadero ¡basta ya! Un auténtico ¡nunca más!

En términos del debate político y de la demostración de la responsabilidad penal de cientos de integrantes de la fuerza pública señalados como autores de crímenes de Estado, que están buscando, ellos mismos o sus altavoces corporativas y políticas, diferentes medidas de exoneración, obtener rebajas o que se les apliquen alternativas en la sanción, persiguen ese objetivo de favorabilidad en el contexto del actual proceso de paz, siendo de nuevo agitada y manipulada su situación por las elites civiles, evitando que se descubran los máximos responsables, o sea estancando el problema en un nivel medio y bajo, diseñando esos mecanismos quebradizos jurídicamente en tanto resbaladizas escapatorias temporales, dirigidos para los militares y policías encartados, a fin de que se sientan seguros.

Sigue optando el Estado/Establecimiento por el peor camino, que es una sutil o camuflada vertiente del negacionismo, con el que promete a sus hombres blindajes sempiternos que puede ser que no sirvan en un breve tiempo: serán perecederos. Para ellos también es de algún modo una trampa, cuando se les ha embelesado con paliativos fraudulentos del derecho internacional y nacional como el fuero penal militar. Les propone, asegura y augura lo de siempre: impunidad institucional. Esta vez esgrimiendo un final del conflicto que sea el final también de ciertos fantasmas: los problemas penales pendientes.

G. La moneda trucada

En su conjunto, salvo pocas excepciones, el Establecimiento y el Estado se emplean a fondo en el cometido inteligente de distraer, confundir, surtir un chantaje o extorsión y prevalecer.

Distraen. Cuando el país debería estar centrado en quiénes se han enriquecido con la guerra y sus medios más aterradores, para ir tras esas fortunas como elemental derecho a la verdad, la reparación, la sanción y la no repetición, para poder además obtener una base material suficiente para el post-acuerdo, la gran atención mediática para efectos políticos y judiciales se focaliza primordialmente en la responsabilidad de la guerrilla. Se calla el Establecimiento la responsabilidad que le cabe. Mario Puzo, autor de El Padrino (1969), cita a Balzac: «Detrás de cada gran fortuna hay un crimen«. Esta sentencia cabe sin duda plenamente para los veinte mil grandes acaudalados que viven en Colombia. Pero gran parte de la sociedad ha sido embrutecida.

Confunden. De manera más abierta o más ladina, apuntando al control de los efectos judiciales que todavía pueden desprenderse, relativos al terrorismo de Estado, no sólo desconocen o niegan las diferencias jurídicas, éticas, históricas y políticas de fondo entre atacar un orden injusto u opresivo, o defenderlo, sino que proveen las reglas de un chantaje: tasan o elevan a su mayor precio (el precio del logro o fracaso de un Acuerdo de Paz), la idea desplegada hace décadas, que tiene de base la perversa imagen de igualar para prevalecer, para superar.

Jugando con asimetrías y simetrías, falseando unas y otras, en el ambiente de presión en los diálogos, cuyo escenario se aprovecha no sólo para inculpar a la guerrilla sino para exculparse el bloque de poder dominante, hace ver que la suerte del proceso depende de ser aceptado ese chantaje que poco a poco se va montando.

Directa y detalladamente el Presidente Santos en más de una veintena de intervenciones públicas ha subrayado una idea cardinal: «si les vamos a dar algunos beneficios a esta gente, beneficios jurídicos para que entreguen sus armas, para que acepten las realidades, la realidad es que no son victoriosos, los victoriosos son ustedes, pero de todas formas lo justo, y eso lo he repetido y lo repetiré hasta la saciedad, lo justo es que si hay beneficios jurídicos para los enemigos, por supuesto que habrá beneficios jurídicos para nuestras fuerzas… no queremos equipararlos a ustedes con la guerrilla, ustedes dentro de nuestra propia forma de proceder vamos a darle los mismos beneficios pero, por así decirlo, en dos costales diferentes, para que tengan también esa tranquilidad» (Discurso del Presidente Santos el 5 de julio de 2014 en Tolemaida. Cfr. http://wp.presidencia.gov.co/).

Así, la simetría falsa o simulada, la moneda trucada que busca distorsionar la realidad para efectos de impunidad, parece comprender sus dos caras como dos pasos complementarios: en un paso artero que es primero, o intermedio si se mira el largo recorrido de una estrategia de muchos años, lo esencial es diluir las responsabilidades por crímenes del Estado o del paramilitarismo para confundir y homologar a sus autores como si fueran actores de algún tipo de rebelión: que quebraron la ley por necesidad y móviles altruistas. Para eso está contradictoriamente la retórica que hace alusión a la patria, al orden y la seguridad democrática, al progreso, etc.

En esa lógica de no abandonar a los suyos y encargarse de su suerte jurídica, destaca la necesidad de disuadir o paralizar con justificaciones envolventes de una supuesta solidaridad, para que no se produzcan delaciones y deserciones que luego impliquen graves revelaciones.

Y un paso más largo y definitivo con esta negación que efectúa el Estado, busca precisamente vencer en el orden simbólico a la par del alegado triunfo militar del Establecimiento. Su objetivo es que no sea confundido históricamente, no quedar en pie de igualdad con su enemigo, sino enseñorearse el poder dominante como depositario de una razón y de una ética superiores, que evidentemente no tiene pero persigue por todos los medios.

Corresponde esta dinámica a la ya famosa idea funcional de «los dos demonios«, usada en Argentina y otras experiencias. En Colombia esto tiene el historial de negación de crímenes, y cuando esto ya no fue posible, la responsabilidad estatal se endosó al «monstruo paramilitar» o de las «auto-defensas»; y cuando esto tampoco fue posible mantener ante las abultadas pruebas de la criminalidad alcanzada por actos del Estado, se intensificó el discurso hoy en boga de achacar las culpas a las «manzanas podridas».

Todo esto traza un guion que se basa en la prefiguración de un equilibrio de «los dos demonios», y en el rescate de un supuesto rol de árbitro o juez del Estado, que paradójicamente no resuelve en términos de aplicación igualitaria de la ley, sino de su selección y dejación, con el instrumento que más y mejor administra: la solución de impunidad para «ambos lados del mal». No surge de la nada. Surge cuando ya ha intentado el Estado someter sistemáticamente a uno de los dos lados, a la insurgencia, a todos los medios posibles de castigo y necesita ahora protegerse y apadrinar a los suyos, a sus «manzanas podridas», al amparo de los cálculos de un proceso de paz.

Se hace precisamente desde el entendimiento que tienen los acusados -agentes del Estado o del paramilitarismo [caben acá por supuesto los políticos y empresarios dirigentes-beneficiarios]- de que pueden ser salvados en alguna medida, a condición de no elevar o esparcir el rango y radio de las responsabilidades, de no salpicar por encima, o sea no mirar más arriba en la jerarquía.

H. De la contradicción a la trampa

La preocupación esbozada en esta reflexión, y no simple especulación dado el cúmulo de hechos que confirman tendencias, se deriva de observar hechos sucesivos y declaraciones perfectamente verificables hechas públicamente, que conducen ya no a una maniobra cualquiera, en el cuadrante normal de las contradicciones Estado/Establecimiento – Insurgencia, sino a esa gran artimaña, esa gran trampa que prepara y desarrolla el Estado y en general el bloque dominante, históricamente irresponsables frente a obligaciones asumidas como poder político.

No es extraño que de esos miles de agentes procesados o procesables por crímenes, algunos puedan sustentar elementos de defensa indicando en qué lógicas e instrucciones se movían obedeciendo órdenes y qué instancias o esferas de dirección promovían y encubrían esas actuaciones. Ahí está incubada una grave contradicción interna, tejida entre quienes eluden responsabilizarse por la barbarie.

Esa contradicción del bloque dominante es la que se define ya no por qué tanta «impunidad» se va a conceder a la guerrilla (como ellos dicen en referencia a amnistías), sino que tanta «impunidad» o «justicia» se van a conceder ellos mismos en el Estado (auto-amnistías, bajo la forma de fuero penal militar u otras herramientas): a quienes dentro de la institucionalidad o por fuera de ella desarrollaron las diferentes formas de guerra contrainsurgente o que han se han empleado bajo el subterfugio del conflicto al servicio de los sectores dirigentes políticos y empresariales para asegurar sus riquezas y privilegios.

Ese problema interno no es sólo de organizaciones criminales de tipo mafioso o paramilitar vinculadas con altas cúpulas del poder o sectores económicos como una gran parte de los ganaderos o latifundistas, redes que amenazan, presionan o compran para obtener silencio de sus súbditos o empleados, sino que es de las instituciones mismas comprometidas en la guerra sucia en unas estructuras legales que ahora mismo plantean y requieren mecanismos institucionales de control y subordinación de la verdad, para impedir o supervisar los efectos judiciales.

El riesgo de no lograrlo, el riesgo de que se escapen verdades en torno a parámetros, doctrina y determinadores, acerca de los máximos responsables no militares, políticos o empresarios, o sobre militares de mayor rango de los imputados o imputables actualmente, y que todo eso sea conocido y repudiado con altos costos políticos, es lo que mueve en general al poder dominante a esbozar sofismas o efectivos cierres, que vende a sus agentes para sortear el laberinto surcado en el desarrollo de la guerra contrainsurgente que los usó.

Ante esas previsibles acusaciones, debates o pruebas contra altos funcionarios en gobiernos regentados por civiles o contra políticos y empresarios, dicha contradicción interna del bloque dominante en Colombia halla ahora en el proceso de paz el terreno ideal o propicio para intentar disolverla de forma cínica. Por eso el proceso de paz en determinada formulación deviene como funcional a la impunidad total de crímenes de Estado, y es demostrable a la luz de diversas experiencias similares que una de las razones históricas de potenciación de la «justicia transicional» es precisamente esa necesidad interna del sistema de salvar a los suyos y de salvar al statu quo.

¿Cómo se está efectuando ahora mismo?

A través de diferentes mecanismos que utilizan las sensibilidades y los apoyos referidos a un proceso de paz, el Establecimiento y su institucionalidad hacen un traspaso a la guerrilla y a otros sectores de la sociedad, a las propias víctimas de crímenes de Estado, para que deban pronunciarse de manera forzosa sobre las paridades o los paralelismos de «justicia» «necesarios para la paz» y asumir los costos de una u otra respuesta. Sea un sí o un no a la impunidad. Esa es una realidad que resulta por eso aún más escabrosa y perversa.

Dicho traslado a su opositor armado de un problema que no es de la insurgencia sino propio del Estado, pone en evidencia un ardid de convalidación forzosa de la impunidad, pues al negarse la guerrilla a ciertos derroteros o soluciones pragmáticas, al rehusarse ser sometida en el sistema de su enemigo que se arroga «justicia», dejaría de ser «beneficiaria» de amnistías o indultos en razón de la rebelión y delitos conexos o destinataria de otro tipo de medidas, dado que ya se ha vendido la idea llana de que ni la horizontalidad cabe ni el desequilibrio es posible. Que «todos deben estar en la cama o en el suelo«, sin diferencias de conceptos, cobijados por igual impunidad o por igual «justicia». Pareciera que la contraparte en la Mesa de diálogos, y la sociedad que busca una paz transformadora, no tuvieran más opción que validar esa «igualdad práctica».

Consiste en traspasar a la guerrilla y al bloque «rebelde» tachado de «maximalista», la carga de tener que aceptar que no hay otra solución o senda para arribar a la paz, que no hay más salvación que tolerar que el Estado actuó como lo hizo la insurgencia, bien sea porque a ésta se le justifique o porque se le condene a aquel. Su máxima es que si se le exime por rebelde a un grupo violento, al Estado igualmente se le debe perdonar por haber defendido con fuerza la «democracia». O que si se le acusa de criminal al poder establecido, no hay otra tabla de medir que la que se aplique por igual a su enemigo subversivo. O para todos o para nadie. Por ende: las fuerzas que actuaron como anti-subversión deberían obtener los mayores beneficios, o al menos los que se plasmen para la guerrilla en los acuerdos de paz. Tal es la nefanda transferencia.

Estamos por esa causa como país ante una encrucijada histórica y ética todavía más compleja de lo que aparece, que trasciende incluso el registro y la mecánica de un proceso de paz entre dos partes confrontadas militarmente por razones políticas a lo largo de medio siglo. Dicha encrucijada se define frente a esa materia, la llamada «justicia», y nos indica con claridad cómo en esa balanza, en el lado del Estado/Establecimiento (bloque de poder dominante), se ha generado y pesa esa terrible contradicción interna, que se quiere inteligentemente trasladar como contradicción externa y como trampa moral hacia el otro lado, hacia la insurgencia.

Maniobra en la que, por cierto, ya han caído algunos defensores de derechos humanos y alguna gente de «izquierdas», que por afanes se han sumado acríticamente al interés adyacente de una paz como la oferta el Establecimiento. Sin ir a los máximos responsables, sin salvedades, sin exigencias radicales de verdad, reparación integral (recuperando lo saqueado), y no repetición, resguardan a los perpetradores del Estado o del paramilitarismo, siguiendo una especie de campaña que en términos prácticos propone esa «solución de igualdad» que es «solución de impunidad». O sea, sin distinguir con rigor un rebelde que ha luchado no para hacerse rico sino por altruismo, de un agente del Estado o de un paramilitar; sin diferenciar con criterio los hechos del delito complejo de la rebelión frente a los crímenes de lesa humanidad, obviando lo que ello supone en cuanto a consecuencias éticas y jurídicas.

Por esta misma línea hay quienes abogan para que la guerrilla renuncie a exigir amnistías e indultos como corresponde a ser parte alzada en armas por móviles altruistas contra el statu quo, y acepte beneficios más prácticos, más fáciles de tramitar, más expeditos, indistintos y viables, descargados de connotación política, como la renuncia condicionada de la persecución penal por el principio de oportunidad o lo que equivalga como remedio. Que es lo que podría ser igualmente aplicado a contratistas corruptos, pedófilos, mafiosos, militares, paraempresarios o parapolíticos. Es decir, como cuando opera la delación para rebaja de penas, invitan a que la guerrilla misma sea expeditiva, se acuse, se desdiga y desnaturalice su razón e identidad política.

Esto debe entenderse más allá de lo inmediato y anecdótico. Esa intención de confundir, hace parte de un largo movimiento o ciclo que asegura no sólo la desaparición del contendor armado de izquierda, sino su previa promiscuidad y desgaste moral, de tal manera que deba consentir no sólo la dimensión histórica del chantaje, consistente en la continuación de la guerra si no se acepta un sometimiento, sino que se le deshonre, que vaya olvidando no sólo su condición de rebelde y el derecho que tiene a obtener amnistías o indultos en razón del ejercicio de la rebelión, sino olvidar también los crímenes de Estado, y acepte al final las lógicas de poder que antes combatía, si quiere llegar a un Acuerdo de paz. Mientras la insurgencia se desmoviliza con ese peso histórico y moral, en ese mismo proceso se dejaría indemne y se prolongaría el statu quo criminal, su produciría su enmascaramiento, su reforma y su refuerzo.

Convertido en presión jurídico-política hacia el «cuerpo de convicciones» de la insurgencia y de los movimientos alternativos, el método que está cumpliendo como libreto el Estado, tiene indudablemente la intención de vencer una determinada correspondencia moral y ética, así como los principios de un programa político de cambio a fondo, al que no ha renunciado la insurgencia. El propósito es que tenga entonces que aceptar un determinado devenir, un desenlace realista, y que lo pestífero consiguiente se asigne o asocie con la posición de la guerrilla. El resultado será que quede ésta en una de dos posiciones negativas:

a- Aprobando la idea o aceptando la práctica de impunidad del Estado respecto de crímenes de lesa humanidad, impunidad que ofrece el sistema para un canje subrepticio («Pedimos ser todos perdonados, sin distinguir nada»), con lo cual la perversión de la fórmula se carga al oponente guerrillero, que al aceptar en esas condiciones debe saber explicarse moralmente al explicar qué sistema de coherencias lo llevaron a ese pragmatismo.

b- Rechazando una «solución razonable de justicia transicional», asumiendo el costo de una ruptura, que haría imposible la única paz viable: la del sometimiento. La frustración de un modelo así concebido no puede entenderse como resultado de una intolerancia radical de la insurgencia y de sectores populares en lucha, sino que su planteamiento de una paz con justicia que remueva la criminalidad del Estado, debe comprenderse precisamente como una superior apuesta por recomponer un poder político liberado de esa cadena de «genocidio en democracia». De ahí que este tema esté necesariamente vinculado a las potencias constituyentes.

Lanzada la moneda, hasta ahora con ambas caras gana el Establecimiento. O se le acompaña en su carrera de castigo irreflexivo a la insurgencia y de impunidad para los crímenes de Estado (como lo sostiene la extrema derecha representada por Uribe y funcionarios como el procurador Ordóñez, quien prepara turbiamente por eso expedientes contra la guerrilla acusándola de crímenes de lesa humanidad para así invertir los términos de la cuestión), o quien se oponga a esos designios y reclame el reconocimiento del delito político y su más amplia conexidad a la vez que los verdaderos responsables de crímenes de lesa humanidad salgan a la luz y se bajen de sus pedestales, será tildado en la historia como intolerante y obtuso.

La cuestión está en que no se trata ya de unas cuentas voces, sino de muchas, que advierten la necesidad de reconocer la rebelión como delito complejo para proceder a amnistías e indultos en este proceso de paz para alcanzar un Acuerdo justo, y de plantear al tiempo mínimas exigencias al Estado en relación con sus cargas, para producir un mínimo de esfuerzos institucionales de cambio frente a esa criminalidad de los de arriba, demandando enfrentar la aterradora impunidad.

I. Ver la viga en el ojo propio: posibles rutas

Es razonable que cada parte titular en este proceso de diálogos piense en sí: en cómo debe responder adecuadamente a intereses y valores que le configuran y que le otorgan una capacidad de compromiso en la salida política al conflicto. Pero, en ausencia de un tribunal imparcial, legítimo y eficaz, pues no lo hay todavía para el caso colombiano, estando pendiente consensuarlo en un proceso de paz, en una negociación creativa y creadora de Derecho, no puede quedarse enzarzada una parte contendiente en una posición presunta de más autoridad moral y jurídica, dictando cómo someter a la contraparte, además sin ver y remover la viga en el propio ojo, sin examinar sus impunidades, sin aclarar y explicar sus propias responsabilidades. Resulta obstructiva esta posición.

Lo es al taponarse de arbitrariedad, desconociendo igual derecho y obligación de esclarecimiento y justicia al adversario, y a que asimile y presente sus reivindicaciones, aplique sus instrumentos y desentrañe sus propuestas. Máxime si objetivamente éstas en su implementación aproximarán hacia un mismo problema, en este caso de orden político e histórico relacionado con deudas de orden penal, para habilitarse congruentemente ambas partes en una transición democrática.

Tampoco puede reconocerse parcialmente a ese enemigo, a condición de que éste renuncie a su dignidad, o transferirle o adjudicarle indebidamente lo que en este caso le corresponde asumir al Estado.

Elementos de una solución posible son los que se orientan por lo tanto a que cada parte se aclare y defina en consecuencia sus propias responsabilidades, por prácticas y mecanismos que ha desarrollado o por hechos que le culpabilizan, y no trate de confundirse, substraer la identidad y carga de la contraparte o imponerle un sistema ajeno de «justicia» y sus respectivas incoherencias, como corresponde a una realidad en la que ninguno de los dos contendientes ha vencido, ni puede ser por lo tanto «juez y parte».

El bloque de poder dominante tiene su propio problema, generado con las pruebas vivientes de su criminalidad. No puede aspirar a que la solución, paradójicamente, se la facilite o procure la insurgencia, como se plasmaría en caso tal de que se le transfiera a ésta el peso de una decisión práctica que contaría con gran audiencia y aceptación en un país enfermo, subscribiendo la guerrilla que sí es correcto homologar rebelión y crimen de Estado.

No. Ni la insurgencia ni las víctimas del terrorismo de Estado y paramilitar, tienen por qué pronunciarse en favor de beneficios penales a agencias y agentes del Establecimiento sin que se les exijan a éstos obligaciones de señalar a los máximos responsables y de reparar integralmente, además de cesar y desmovilizar las estructuras de terror, para que no estén en condiciones de repetir los crímenes. No pueden los sectores opositores resultar ahora culpabilizados de los trances y dilemas de un proceso de paz que además de barato en las reformas socio-económicas, no sirva para al menos no hacer superior ese 96% de impunidad de graves violaciones a los derechos humanos, crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Si bien con razón muchos sectores de víctimas de los crímenes de Estado y del paramilitarismo, consideran legítimamente a partir de su visión y derechos, que no puede haber más sacrifico del que ya se ha hecho, con esa impunidad del 96%, y que debe castigarse a todos los responsables de esos hechos de terror, es cierto que parte de esas miles de víctimas y otros espacios de acompañamiento, admiten cada vez más que a cambio de verdad y reparación plenas por parte del Estado y sus agentes oficiales o paramilitares, así como de garantías de no repetición, deban considerarse penas alternativas. Incluso que no haya cárcel. Es una posición humanista, legítima y coherente. Pero haberlo dicho tan precipitada y gratuitamente, cuando no hay el más mínimo y efectivo gesto de contrición estatal ni seña alguna de reformar unas fuerzas armadas instruidas en una doctrina criminal, ni de depurar nada (al contrario: incentivando mecanismos inicuos como el fuero penal militar que incentivan precisamente la guerra y el desinterés por la paz), quizá ha llevado al Establecimiento a calcular que puede todavía más convencer y cooptar a esos sectores contestatarios o críticos, a fin de que hagan guiños a favor de ese tipo de «equilibrio».

Quizá lo correcto sea mantener, como lo han expresado organizaciones populares y de defensa de los derechos humanos y de las víctimas de crímenes de Estado, así como también lo ha manifestado claramente la guerrilla, que efectivamente se requiere un cierre equilibrado y a poder ser definitivo, que produzca seguridad no sólo jurídica para las personas individualmente consideradas sino condiciones de regeneración y transformación para la sociedad, a partir de las garantías de no repetición, o sea depurando órganos y desmontando estructuras perpetradoras.

Se hará abordando con coherencia política y jurídica la realidad de la masa penal generada en el contexto del conflicto, lo cual no significa poner a todos en la misma balanza, sino producir unas soluciones en un marco de justicia transicional que cada parte puede concebir inicialmente por separado para una etapa interna de definición de sus propias responsabilidades. Deberían declarar o reconocer sus respectivas responsabilidades, en torno a prácticas, hechos y efectos de la violencia desplegada en el conflicto. El bloque de poder dominante tiene la opción de continuar negando que hay estructuras de guerra sucia y mecanismos de impunidad de crímenes de lesa humanidad, o podrá reconocerlas y comprometerse a reformas sustantivas de depuración a fondo, que remuevan tales medios proscritos por el derecho internacional.

Pueden también concertar, como es apenas obvio tratándose de una negociación, acordando un sistema que habrá de determinar o examinar los mecanismos y sucesos más graves de violencia, que contemple un tratamiento diferenciado, de acuerdo a la índole de cada parte y al alcance de sus hechos, de lo cometido en sus estrategias y de lo causado objetivamente como afectación de derechos.

Esto supone en un escenario que el Estado cumple su obligación de reconceptualizar o reestablecer por ley el delito político y fijar su amplia conexidad favorablemente al proceso de paz, como debe también ya mismo hundir el proyecto de reforma constitucional que ampara o promueve violaciones de derechos humanos y la impunidad, que es la finalidad del fuero penal militar.

Este escrito, que ojalá resulte errado, pues sería deseable que nada de esto estuviera ocurriendo, comenzó reseñando las palabras del Presidente Santos el pasado 7 de abril de 2015. Vale la pena recordarlas, pues caben perfectamente para ser aplicadas al bloque de poder dominante, a la viga en su ojo: Un proceso con total impunidad es imposible… La justicia los tiene que condenar; ahora, qué tipo de condenas y cómo se pagan esas condenas, todo eso es parte de la negociación… yo creo que ahí se destraba todo este proceso y llegaremos a un final feliz… tienen que confesar la verdad, aceptar la justicia, indemnizar a sus víctimas y comprometerse a no reincidir… Si aceptan esos parámetros (…) entonces ya se entra a negociar qué tipo de penas y cuál sería la aplicación de esa justicia.

Aunque parezca ingenuo, es bueno recordar lo que el ex preso político italiano Vincenzo Guagliardo («De los dolores y las penas«) nos cita, tomando las palabras de Huizinga, historiador holandés que murió a manos de los nazis: la esperanza es todo aquello que no se basa en el cálculo. Difícil que no sea así por parte del Estado colombiano en el proceso de paz. Pero al menos la esperanza es que dicho cálculo no se base en el desprecio del otro, en la burla de su dignidad, usándolo un aparato organizado de poder, para lavarse las manos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.