Cuánto cuesta la vida de un ser humano? Quienes cometieron la masacre de la localidad colombiana de Pueblo Bello la tasaron en una cabeza de ganado. En enero de 1990, grupos paramilitares asesinaron a seis personas y «desaparecieron» a otras 37 en el caserío de Pueblo Bello, Urabá antioqueño. La masacre ocurrió para cobrar el […]
Cuánto cuesta la vida de un ser humano? Quienes cometieron la masacre de la localidad colombiana de Pueblo Bello la tasaron en una cabeza de ganado. En enero de 1990, grupos paramilitares asesinaron a seis personas y «desaparecieron» a otras 37 en el caserío de Pueblo Bello, Urabá antioqueño. La masacre ocurrió para cobrar el robo de 43 reses de una finca perteneciente a Fidel Castaño Gil. 60 paramilitares bajo sus órdenes se dirigieron al caserío, detuvieron indiscriminadamente a los campesinos y los montaron en dos camiones, que luego pasaron -repletos con hombres armados y víctimas- por dos retenes del Ejército sin ser inspeccionados. Los familiares de los «desaparecidos» hicieron ingentes esfuerzos para esclarecer su paradero. En lugar de información recibieron agravios. El teniente Fabio Enrique Rincón, de la base militar de San Pedro de Urabá, los acusó de haber provocado el canje de su gente por el ganado.
Ante la impunidad en que dejaron los tribunales nacionales el caso, los familiares optaron por la justicia internacional. La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por haber propiciado la conformación legal de los grupos paramilitares, desde la década de 1960. La sentencia ordenó esclarecer y sancionar las responsabilidades respectivas, y dispuso múltiples medidas de reparación. Cabría esperar que luego de esta condena internacional, proferida por el más alto tribunal continental, el gobierno del presidente Uribe se dedicara a cumplir el fallo y a impedir que sigan ocurriendo violaciones a los derechos humanos tan graves como ésta, erradicando la impunidad e intentando resarcir el incalculable sufrimiento de las víctimas.
Por el contrario, el Gobierno se queja del monto de la reparación. El fin de la semana pasada en una extensa entrevista concedida a El Espectador, el señor Dionisio Araújo, director de la Defensa Judicial de la Nación, calificó la indemnización decretada como un lucrativo negocio de las víctimas y sus abogados. El regateo de la reparación a las víctimas y el ultraje a quienes ejercen su defensa en los estrados judiciales son, en general, conductas reveladoras del significado que un gobierno le otorga a los derechos humanos. Pero en este caso la declaración del señor Araújo es particularmente abyecta. En la tenebrosa historia de las masacres en Colombia, la de Pueblo Bello ocupa un lugar especial, pues revela la profunda degradación a la que ha llegado el valor de la vida humana en el país. Un aspecto del dolor de los deudos es que sus seres queridos hayan sido sacrificados en un oprobioso trueque. Es por eso que tratar su reparación como una mezquina transacción comercial tiene un tinte de singular inmoralidad.
Pero puesto que al Gobierno le gusta cuantificar la vida y la dignidad humanas sólo en términos de rentabilidad económica, cabría preguntarle al señor Araújo: ¿Cuánto le ha costado al erario sostener la alianza entre los paramilitares y los agentes e instituciones estatales? ¿Cuánto han costado a los contribuyentes las operaciones encubiertas de las fuerzas militares para asesinar opositores políticos, defensores de derechos humanos, líderes sindicales y civiles inermes? Comparada con los inmensos recursos invertidos en sostener por décadas el terrorismo de Estado, la indemnización de los daños causados a las víctimas es insignificante.
La vida humana no tiene precio. El sufrimiento de los campesinos de Pueblo Bello jamás podrá ser resarcido plenamente. No obstante, la palabra y la reparación de la justicia internacional en este caso son un triunfo de las víctimas.