«Me encanta vivir en Bogotá. La transición entre Bogotá y la muerte es casi imperceptible». Santiago Moure.
El diplomático argentino Miguel Cane, en su libro de viajes de 1883, catalogó a Bogotá como La Atenas sudamericana. Tan pretenciosa denominación se debía a que en la capital de Colombia ‒en la época un pueblo grande, con apenas 80 mil habitantes y aislada geográficamente del resto del país y del mundo‒ proliferaban las librerías, las galerías de arte, los museos, se escuchaba música clásica y las élites letradas leían en francés las últimas novedades de Paris. Otros viajeros agregaban que en Bogotá se hablaba el mejor castellano del mundo. Esas ocurrencias de viajeros extranjeros fueron retomadas por las clases dominantes de Bogotá, que se creían cultas y cosmopolitas, como evidencias de la grandeza de una ciudad hecha a su medida, algo así como una metrópoli de “gente culta y bien nacida”.
El recuerdo de ese apelativo viene a la mente ahora que Bogotá acaba de ser proclamada como la ciudad más congestionada del mundo, con el peor tráfico urbano, en un estudio en los cinco continentes. En los últimos años, Bogotá venía disputando ese deshonroso puesto, y en 2019 había estado en segundo lugar y en 2022 en cuarto. Ahora, ha llegado a la cúspide del desorden automotor en el planeta.
Un estudio anual adelantado entre 400 ciudades del mundo llegó a la desoladora conclusión sobre Bogotá, agregando que un habitante promedio de la ciudad pierde 132 horas (unos cinco días completos) metido en atascos y trancones. Bogotá, con unos 9 millones de habitantes supera a megaciudades como México, Río de Janeiro, Bombay, Sao Paulo…, todas con más de veinte millones de habitantes.
Ese ranquin no refleja el sufrimiento cotidiana que soportamos en las calles y transportes de Bogotá, donde perdemos un 20% del tiempo diario en desplazarnos a nuestros destinos y, en horas pico, a la increíble velocidad de dos kilómetros por hora a que marchan los vehículos. Eso es un resultado de la neoliberalización plena de Bogotá, donde desapareció lo público y se impuso lo privado. Se eliminaron las empresas estatales de servicios esenciales (agua, luz, transporte, teléfono, gas…) y esos servicios quedaron a manos del sector privado, lo cual se manifiesta en la desaparición de cabinas telefónicas de uso público, por ejemplo, para ser sustituidas por el teléfono celular, un signo de consumo hedonista individual, igual que el automóvil.
En 1991, con la constitución neoliberal, la apertura económica y el “Bienvenidos al futuro” del nefasto gobierno de César Gaviria Trujillo de la noche a la mañana la ciudad de inundó de automóviles. Desde entonces, su número crece en forma desproporcionada. Todos quieren tener su automóvil. Los ricachones de vieja data (los bogotanos de bien) y los ricos emergentes de orígenes turbios tienen sus propias flotas automovilísticas, la clase media tiene dos o más carros para burlar el pico y placa e incluso algunos habitantes pobres de los barrios humildes ya tienen carro propio. Todos lo consideran como un símbolo emblemático de progreso. Y ha cundido el caos absoluto en esta Bogotá neoliberal de los últimos treinta años, ahora inundada por una oleada incontenible de motocicletas, con la mira comercial puesta entre los más pobres entre los pobres que nunca podrán tener carro propio, aunque con él sueñen dormidos y despiertos. Y lo peor, es que en esos autos y motos solo se desplaza el 13% de habitantes de Bogotá.
La única alternativa viable que podría existir, un transporte público y estatal, nunca se puso en marcha, por aquello de que, por definición axiomática, lo publico es inferior a lo privado, menos rentable e ineficaz, y en su lugar se implementó un remedo de solución: el Transmilenio. Este no es público, ni siquiera mixto, sino un sistema privado, con el monopolio absoluto de algunas vías, con la aquiescencia estatal. Al cabo de veinte años ha demostrado ser un fracaso absoluto en términos de movilidad, bienestar, comodidad, formación de vida urbana y tejido social. Termino siendo un “cartucho ambulante” (Cartucho era el nombre de un barrio degradado en el centro de la ciudad que fue destruido en la primera administración de Enrique Peñalosa y en su lugar se construyó el seudo parque Tercer Milenio), donde diariamente tenemos que soportar violencia, agresiones, insolidaridad y el sálvese quien pueda, o sea, la ley del oeste a pequeña escala.
El Transmilenio, un remedo “público” miserable de movilidad masiva, es la otra cara del neoliberalismo en la ciudad, que fortalece el uso del automóvil o de la moto. Porque de la irracionalidad y el caos de Transmilenio se deriva la legitimación del vehículo privado, por rapidez (¡!), confort, y ahora seguridad.
El desprecio de lo público, distintivo de la ciudad neoliberal, ha hecho invivible a las ciudades y Bogotá en un claro ejemplo de ello. La racionalidad individual, tan exaltada en la lógica neoliberal, deviene en irracionalidad colectiva, siendo su mejor ejemplo el del automóvil. Cada uno busca el mejor nivel de confort, seguridad, velocidad, maximización de placer que en teoría proporciona el coche propio, pero la suma de millones de esos intereses individuales al frente del volante y en la calle generan un caos irracional, en donde, además, nadie reconoce ninguna responsabilidad.
La única solución en esa perspectiva es la de ampliar las vías y crear otras, todas las que fueran necesarias para el fetichizado automóvil o las motos, los reyes tecnológicos del mundo urbano. Esta es un lógica inscrita en el marco de la desigualdad y la segregación que se vive en Bogotá. Aunque los ricos y la clase media también sufren el trancón, que ellos mismos han creado, lo sufren menos, porque se encuentran mas cerca de sus lugares de trabajo y tienden a desplazarse menos distancia y en menos tiempo. El problema esencial del transporte en Bogotá es la desigualdad social, y la segregación espacial, laboral y de servicios de salud, ya que los trabajos están hacinados en un lado de la ciudad y los trabajadores y usuarios en el otro extremo.
A la hora de hablar de la solución del transporte nadie habla del verdadero origen del problema, esa desigualdad y segregación, para quedarse en falsas soluciones, tales como construir nuevas autopistas, cultura ciudadana, culpar de incompetencia a ciertos funcionarios y mil distractores y disculpas por el estilo.
Bogotá es la Tenaz, un término con un doble significado: uno, lo individual y exitoso y, otro, muy de nuestro medio que quiere decir complicado e insoportable. En ambos sentidos, Bogotá es la Tenaz sudamericana. Esto quiere decir que es un mundo urbano caótico, irracional, y terrible. O para decirlo en los términos de Italo Calvino, Bogotá es invivible e infernal, como muestra palpable de la vida urbana en el capitalismo realmente existente.
Publicado en papel en El Colectivo, Medellín, agosto de 2023.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.