Con relación a los hechos acaecidos el pasado 12 de noviembre, cuando fui retenido en el aeropuerto Tocumen de la ciudad de Panamá por más de 24 horas, el Consulado de Colombia en el país vecino, emitió a través de la cancillería colombiana un boletín donde afirmaba que no se me había permitido el tránsito […]
Con relación a los hechos acaecidos el pasado 12 de noviembre, cuando fui retenido en el aeropuerto Tocumen de la ciudad de Panamá por más de 24 horas, el Consulado de Colombia en el país vecino, emitió a través de la cancillería colombiana un boletín donde afirmaba que no se me había permitido el tránsito a Panamá, dentro de un «procedimiento normal de inadmisión», y justificaba esta acción señalando que «Cada Estado es soberano para admitir o inadmitir a extranjeros en su territorio», a la vez explicaba dicha decisión como «una medida discrecional que les permite a las autoridades migratorias de cada país impedir el ingreso de extranjeros». Una declaración que -ante la presión de organizaciones sociales y de derechos humanos- cumple con la formalidad de una respuesta pero que evade las responsabilidades de este organismo frente a su obligación de velar por el respeto de los protocolos y derechos consagrados en la jurisprudencia del derecho internacional.
Más aún, lo que oculta la cancillería colombiana es que el Estado colombiano -a través de sus organismos de seguridad y sus funcionarios de migración- no sólo ampara sino que propicia estas situaciones violatorias de derechos fundamentales, difundiendo informes falsos sobre quienes considera sus «enemigos» (leáse: integrantes de la oposición, líderes sindicales y miembros de organizaciones sociales), expandiendo su represión más allá de las fronteras nacionales y estigmatizando a quienes pensamos diferente.
Precisamente, hace dos meses, Piedad Córdoba denunció el trato discriminatorio que recibió cuando intentaba a ingresar a Chile. La ex senadora fue retenida por más de una hora por funcionarios de la Policía de Investigaciones de Chile -PDI- del Departamento de Extranjería, cuando se dirigía a Concepción a participar en un seminario internacional convocado por la Asociación Cultural José Martí y la Librería Nuestra América, donde se abordaría la situación del pueblo mapuche. Antes de autorizar su ingreso y durante cerca de una hora y media, la ex senadora fue retenida y sometida a tratos vejatorios por agentes de la PDI, por lo que finalmente optó por retornar a Bogotá.
El año pasado Jaime Caicedo, profesor universitario y secretario del Partido Comunista Colombiano junto con la exsenadora y dirigente sindical Gloria Inés Ramírez fueron detenidos arbitrariamente y sometidos a maltratos en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Los dos dirigentes de la oposición habían llegado a México para participar en el XIX Seminario Internacional «Los partidos y una nueva sociedad» que anualmente organiza el PT (Partido de los Trabajadores) y donde hacen presencia numerosos representantes de partidos y agrupaciones de izquierda de todo el mundo. Sin mediar orden judicial alguna, los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) realizaron a estos dos compatriotas agresivas requisas y los sometieron a extenuantes interrogatorios durante tres horas, en los que decían tener en su poder fotografías y reseñas «comprometedoras», pero que jamás revelaron.
Un trato similar recibió en ese mismo aeropuerto, Cindy Pérez, estudiante de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, a quien se le preguntó si era alumna del profesor Miguel Ángel Beltrán, porque según estos agentes del servicio migratorio mexicano «ni el profesor Beltrán ni sus estudiantes son bienvenidos en México». La estudiante había llegado al D.F. con el propósito de participar en el Congreso de la Juventud Comunista de México y durante el tiempo que permaneció detenida no se le permitió ninguna comunicación, mucho menos se le informaron los motivos de su deportación.
Estos tratos hostiles y discriminatorios que afectan la libertad de circulación y la dignidad humana son favorecidos por el dócil sometimiento de dichos gobiernos, a las absurdas políticas de seguridad trazadas desde Washington supuestamente para combatir «el terrorismo», y en las cuales se contempla el intercambio de información sobre personas que los estados consideran «una amenaza a la seguridad nacional o a la comunidad internacional». Un claro ejemplo de ello lo constituye Panamá. En este país, el Decreto Ley No. 3 del 22 de febrero de 2008, establece explícitamente en su artículo 50, que el Servicio Nacional de Migración podrá negar a cualquier extranjero su ingreso o tránsito por el país, así como revocarle la correspondiente visa o permiso, en caso de «Tener antecedentes penales del país de origen o procedencia, o, también, Constituir un riesgo o amenaza a la seguridad nacional o a la comunidad internacional» [1].
La verdadera naturaleza de esta Ley migratoria y la discrecionalidad con que se aplica, queda al desnudo en el caso de la ex directora del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) a quien el estado Panameño le otorgó asilo político. Como se sabe la ex funcionaria no sólo no era una víctima de una persecución política sino que se le imputaban graves cargos delictivos en contra de la libertad de pensamiento, a través de la realización de chuzadas telefónicas a políticos de la oposición, magistrados, periodistas y defensores de los derechos humanos bajo el amparo de su jefe inmediato el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez. Transcurrieron cerca de cinco años antes que la Corte Suprema de Justicia de ese país declarara inconstitucional este asilo.
Son muchos los connacionales y hermanos latinoamericanos que se han visto sometidos a estos tratos de discriminación y estigmatización, los cuales se suman en Colombia a la ola de amenazas, hostigamientos y crímenes contra integrantes del movimiento social y político, que ha arreciado en las últimas semanas, en el contexto de la implementación de los Acuerdos de La Habana. La inoperancia, y en muchos casos la connivencia del Estado colombiano nos impone la necesidad de denunciar estos hechos para evitar la repetición de escenarios de muerte y persecución que durante décadas han marcado la dinámica política del país, y este es precisamente el propósito que inspiran las presentes líneas.
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Aquel viernes 11 de noviembre cuando recibí mi visado para ir a la Ciudad de Ghana, a participar en la 10 conferencia de la Internacional de la Educación, me invadió una gran emoción. Llevaba ya varios días con la incertidumbre de si podría viajar debido a algunos inconvenientes en la tramitación de mi visa, la cual tuve que adelantar a través de la embajada de Brasil, pues en Bogotá no era posible realizar este trámite directamente. Durante estos días de espera me animaba la idea de encontrarme con mis amigos, colegas, compañeros de diferentes sindicatos de América Latina, Norteamérica, Asia y Europa que desde el 2009, cuando fui ilegalmente capturado en México, venían denunciado ante las autoridades colombianas, mi situación de persecución como un caso de abierta violación a la libertad de pensamiento y cátedra.
Sin embargo, había otras motivaciones que aumentaban mi interés por visitar Ghana una de ellas era tener la posibilidad de mi contacto físico con este país africano, con el que literalmente me había tropezado, cuando realizaba mi tesis doctoral en la UNAM. Mi investigación sobre el Movimiento de Liberación Nacional en México (MLN), me condujo a un estudio de los movimientos anticoloniales en África y Asia, y a través del mismo tuve conocimiento del protagonismo político e intelectual que alcanzó en esos años el sociólogo y filósofo ghanés Kwame Nkrumah, uno de los grandes líderes de la Independencia de Ghana e impulsores de la «transición pacífica al socialismo». Al igual que Bolívar, -y allí radicaba mi particular interés- Nkrumah había comprendido (mutatis mutandis) que la verdadera independencia de Ghana debería ir acompañado de la liberación de todo el continente, agitando así las banderas del Panafricanismo, que buscaba articular en un gran bloque unitario no sólo a los nacionales africanos, sino a sus descendientes en otros continentes.
En el decenio de los sesentas, los escritos y discursos de Nkrumah circularon profusamente en México, gracias a la labor editorial del Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI. Ésta última casa editorial había publicado en español quizás su trabajo teórico más importante: El Neocolonialismo, Última Etapa del Imperialismo.
Era la primera vez que salía del país luego de recobrar la libertad, y temiendo que fuera a tener problemas a mi salida, como ha sido característico en los últimos años, portaba una constancia expedida por el juzgado cuarto penal del circuito especializado el cual señalaba textualmente que: «el señor Miguel Ángel Beltrán Villegas dentro de este proceso no es requerido y se encuentra a paz y Salvo, pues la actuación se encuentra finalizada…». Acompañado de este documento llegué el viernes 11 de noviembre al aeropuerto El Dorado un poco antes de la hora prevista para el abordaje normal de estos vuelos internacionales. Todo el procedimiento transcurrió sin ninguna novedad sólo que al dirigirme a la sala de espera el funcionario de migración vaciló al momento de sellar mi pasaporte y durante varios segundos se quedó mirando fijamente el monitor, mientras se rascaba su despoblada cabeza. Repentinamente salió de su cubículo y me ordenó que lo acompañara. Una cierta sensación de deja vu experimentó todo mi cuerpo. Fuimos entonces a una oficina adjunta rotulada con el aviso de «supervisor». Después de un rápido intercambio de palabras completamente inaudibles para mí oído, el hombre se retiró dejándome allí con su jefe. Antes que este último se dirigiera a mí, le extendí rápidamente mi certificación. El hombre la leyó detenidamente, y luego la miró una y otra vez a la luz de una lámpara como tratando de descubrir su autenticidad, enseguida me formuló un largo cuestionario de preguntas a las que respondí con tranquilidad, luego se retiró de su puesto conminándome a permanecer allí. Antes de partir le recordé que mi vuelo esta próximo y le insté para que resolviera el asunto de una manera pronta. Después de varios minutos el supervisor volvió con mi pasaporte, me dijo que gracias a ese papel me había salvado de ser detenido, porque en el sistema aparecía con una orden de captura vigente. Me preguntó porqué no había resuelto esa situación, pero le aclaré que ese trámite era responsabilidad del juzgado. El Reconoció que así era, pero que eso nunca sucedía y me aconsejó entonces que a mi regreso, arreglara ese problema para evitar complicaciones. Me entregó el pasaporte y me deseó un buen viaje.
Para entonces ya era un poco más de las 2:40 y corría el riesgo de perder el vuelo, habida cuenta que éste partía a las 3:20, y el cierre se hacía medía hora antes. Crucé los controles de revisión sin ningún problema y sin darme tiempo a colocarme el cinturón corrí hacia la sala de abordaje, sujetando mis pantalones con la mano, pero cuando llegué allí, una de las operarias me informó que cinco minutos antes el avión había cerrado el vuelo. En el Aeropuerto El Dorado rara vez los vuelos salen puntualmente, pero las probabilidades de que esto suceda así, se acrecientan significativamente cuando el pasajero va tarde. Cinco personas más estaban allí como evidencia empírica de esta teoría. Entre ellas una estudiante de Doctorado en educación que viajaba a San José de Costa Rica y con quien entablamos conversación. A ella le urgía asistir a unos seminarios que se impartirían el fin de semana así que optó reprogramar su viaje para las seis de la tarde, pero desistió cuando la funcionaria de la aerolínea le aclaró que para ello debía pagar la módica suma de un millón setecientos mil pesos (un poco más de lo que había costado su boleto). Ante estas circunstancias se ofreció a acompañarme a reclamar la maleta, sin pensar que en la devolución de la misma la Aerolínea no fue igual de diligente y cumplida que para cerrar el vuelo, por lo que tuvimos que permanecer más de tres horas en la terminal aeroportuaria.
Retorné entonces a mi casa pensando en aquel fallido vuelo, pero con la tranquilidad de que al menos mi colega Pedro Hernández, había podido viajar en representación de ASPU. La sorpresa fue que éste tampoco había podido viajar debido a circunstancias personales y lo haría el día siguiente. Esa situación excepcional, hizo posible que los organizadores de la Conferencia reprogramaran mi vuelo. Así que al día siguiente, organicé nuevamente mi viaje por la ruta Panamá- Amsterdam, pues esta era la opción que se nos presentaba. Para evitar contratiempos, estuve tres horas antes. Esta vez en las oficinas de migración me atendió el mismo funcionario que recordaba mi caso y no me interpuso mayores trabas. En el momento en que la aerolínea anunció el abordaje del vuelo, me encontré en la sala de espera con Pedro Hernández, así que ingresamos juntos.
Para evitar confusiones arrojé las tarjetas de abordaje del día anterior a la basura, o al menos eso creí que hacía, porque en el momento de presentar mi pasabordo, sólo tenía los del fallido vuelo anterior. Por suerte la operaria de Copa era una de las funcionarias que me había acompañado en todo el calvario de reclamar mi maleta el día anterior y resolvió la situación de una manera solícita, pero me advirtió que no podría reponerme el ticket de la maleta por lo que seguramente tendría alguna dificultad a la hora de reclamarla.
El vuelo partió sin contratiempos y una hora después ya estábamos sobrevolando Panamá, y como tenía asignada la silla de la ventana pude contemplar el espectáculo visual del canal de Panamá, así como los barcos de carga, y el oleaje del mar. Esta vista panorámica permite entender la posición geográfica privilegiada que tiene Panamá y que históricamente le ha permitido cumplir un papel como lugar de tránsito de personas extranjeras, eso lo comprendió tempranamente el colonialismo español, cuando la travesía del conquistador Vasco Núñez de Balboa, en compañía de varios nativos, puso ante los ojos occidentales la existencia de ese gran océano al que denominaron Pacífico. Así lo entendió también Estados Unidos, quien muy pronto logró firmar un tratado favorable a sus intereses conocido como el Tratado Mallarino-Bidlack (1846), «mediante el cual se confieren amplios privilegios a Estados Unidos para utilizar el Istmo de Panamá, así como potestad para reprimir los conflictos sociales en esa región -entonces parte integral del territorio colombiano», como nos lo recuerda el historiador Renán Vega en su informe de la comisión histórica de las Causas del Conflicto y sus Víctimas.
Finalmente en 1903 EU. favoreció la secesión de Panamá del territorio colombiano, interviniendo militarmente y asumiendo la construcción de un Canal, que logró comunicar los dos océanos en menos de 10 horas, y que costó la vida de 30 mil obreros, por las difíciles condiciones de trabajo. Pero, como en su momento lo señaló el general panameño Omar Torrijos «[…] lo que fue una conquista tecnológica para la humanidad, las deformaciones históricas la convirtieron en una conquista colonial de nuestro país» con: «Tropas extranjeras, el Comando Sur, idioma extranjero. Una nación en el corazón de otra nación. Dos culturas, dos economías, dos sistemas», situación que ha permanecido, pese a los tratados que pusieron fin a la presencia militar y civil del país del norte en el canal de Panamá.
Trataba de retrotraer a mi mente los recuerdos de la última intervención militar de los Estados Unidos en Panamá y cuyas impactantes imágenes pudimos observar en los noticieros locales e internacionales, unos días antes de la navidad de 1989, cuando el avión tocó pista y pocos segundos después el piloto anunció que habíamos llegado al aeropuerto internacional de Tocumé en ciudad de Panamá, advirtiendo casi enseguida, que alistáramos nuestros pasaportes, porque a la salida del vuelo, agentes de la guardia Panameña iban a solicitar identificación a todos los pasajeros. Algo similar a lo que había sucedido en mi tránsito anterior por Panamá, sólo que en aquella ocasión el piloto no realizó ningún anuncio. Como mi silla estaba ubicada en la penúltima fila de atrás, fui uno de los últimos en salir del avión. Pero apenas si caminé un par de pasos cuando un hombre joven, alto y macizo requirió mi pasaporte y al leer mis datos personales, su rostro se iluminó:
¿Usted es Miguel Ángel Beltrán?
Sí. ¿En qué puedo servirle?
Necesito que me acompañe para hacerle una entrevista
Sabía a que se refería con «entrevista» (interrogatorio) pero fingiendo un poco de locura le respondí:
Ahora no puedo porque tengo que abordar una conexión inmediata
No se preocupe, es un procedimiento de rutina que no le va a tardar mucho -me dijo con una imperturbable compostura
En ese preciso momento se acercó Pedro que unos segundo antes me había divisado, y trato de intervenir en el asunto, pero el agente le preguntó
¿Usted es el papá?
No. Yo soy un colega y venimos juntos porque vamos a un Congreso Internacional de Educación Superior
Ahh es que se parecen. Pero si viajan los dos venga con nosotros que también le vamos a hacer una corta entrevista.
Escoltados por dos hombres llegamos hasta una oficina ubicada lejos del sitio de abordaje, la inquietud que me invadió en todo ese trayecto era saber ¿en qué me parecía a Pedro?
En la oficina nos aguardaban varios hombres y una mujer delgada y de ojos azules que, después supe, era una italiana que había sido retenida en el aeropuerto. A los pocos minutos salió acompañada de dos guardias y acto seguido ordenaron mi ingreso, mientras Pedro permaneció fuera explicando una y otra vez quiénes éramos, los motivos de nuestro viaje, etc.
Después de negarme a contestar dos o tres preguntas referidas a mi familia y al advertir que este interrogatorio iba para largo, les pedí el favor que hablaran primero con mi colega para que al menos no perdiera el vuelo, pues los tiempos eran apremiantes. El funcionario me aclaró que él si quería podía continuar el viaje porque no tenía ningún impedimento y ya no era necesario entrevistarlo (porque la información que requerían ya la habían obtenido). Así se lo informaron a Pedro, pero él persistía en aclarar la situación y quedarse conmigo. Entonces yo le insistí que lo mejor era que continuara el trayecto, antes de perder la conexión. Así lo hizo, y a partir de ese momento comenzó el interrogatorio; dos hombres y una mujer se encargaron de hacerlo. Las preguntas iban y con la rapidez de una ráfaga seguramente para no darme tiempo de pensar mucho. Muchas de estas preguntas eran tan absurdas como las que suele hacer migración USA, cuando se diligencia la visa o se ingresa a territorio norteamericano, algo así como: ¿porta usted armas de corto o larga alcance? ¿piensa usted desarrollar actividades terroristas en nuestro territorio? Preguntas que uno está tentado a responder sarcásticamente pero mi osadía no llegaba a tanto.
¿Es usted profesor universitario? [¿ Acaso no lo parezco?]
¿ASPU es una organización legal? [Por supuesto que No. ASPU Es una organización terrorista similar a Al qaeda ¿no me digan que no notaron el asombroso parecido de Pedro Hernández con Osama Bin Laden?]
¿A propósito, el señor Pedro es el presidente de ASPU? [Boludos, si ya saben que mi papá es el presidente ¿para que preguntan?]
¿Cuáles son sus ideales de lucha? [¿Cuál va a ser? Obviamente el derrocamiento del poder burgués por la vía armada]
¿Son los mismos que defendía el Ché Guevara? [¿y todavía lo ponen en duda?]
¿A qué país se dirige? [A Ghana, así dice en el boleto electrónico que me retuvieron o ¿acaso no leyeron?]
¿Con qué frecuencia asiste a esas reuniones? [a conferencias internacionales en África….ummmmm!!! casi una vez por semana]
¿Esa conferencia de la Internacional de la Educación está autorizada? [bajando la voz: No. Es clandestina pero no se lo cuente a nadie, menos a Trump que es tan quisquilloso en estos temas]
¿Quiénes participan en esta conferencia? [gente muy peligrosa: defiende la educación pública]
¿Por qué la realizan en un país tan lejano? [los compañeros africanos piensan otra cosa. Dicen que si la hubieran hecho en América o Europa sería very, very far. En últimas es cuestión de gustos]
Como suele suceder en estos casos, cualquier «anormalidad» resulta sospechosa y hubo una en especial que no terminaban de comprender:
¿Cómo así que usted botó la tarjeta de abordaje junto con el ticket para recoger su maleta, pensando que era de un vuelo anterior? [haber, cógeme los huevos para que le crea]-me repetía el guardia una y otra vez.
Hubiera podido pasar toda la tarde contándoles proezas similares, como cuando por equivocación en el aeropuerto de Popayán me subí a un avión de la policía que transportaba funcionarios gubernamentales y el piloto pretendió acusarme de tentativa de secuestro, sin embargo las circunstancias no parecían propicias para este tipo de anecdotas. Al final me preguntaron si tenía algún documento que acreditara mi vinculación con la Universidad Nacional y entonces no dudé en entregarles mi antiguo carné de docente, olvidando que al respaldo tenía una pequeña leyenda donde estaban consignados todos mis datos de domicilio, correo electrónico y teléfono fijo para en caso de pérdida poder recuperarlos. Así que toda la información que me negué proporcionar, los agentes policiales la obtuvieron con una sencilla fotocopia a blanco y negro.
Al concluir la «entrevista» me informaron lo que ya sospechaba, esto es, que no podía transitar por el país y que mantendrían mi computador y documentos retenidos hasta nueva orden; jamás me explicaron las razones por las cuales tomaban dicha determinación, mucho menos me informaron sobre los protocolos a seguir. Simplemente dos hombres que se ubicaron a lado y lado, me bajaron por unas escaleras y me colocaron en una sala anexa al sitio de migración, el cual se encontraba por un guardia que tenía un libro donde hizo la anotación: nombre, nacionalidad, vuelo de procedencia, vuelo destino, aerolínea, motivo de inadmisión. Fue en ese momento que escuché por primera vez acerca del artículo 50.
El lugar donde me condujeron, y donde habría de permanecer el resto del tiempo, era una sala pequeña con dos ambientes, aislada por una cinta de color amarillo. Salvo la italiana con quien nos habíamos cruzado en la oficina, las personas que estaban allí eran de nacionalidades consideradas «peligrosas»: andinas, centroamericanas, árabes, y sureños, que habían arribado a Panamá desde distintos lugares, algunos con trajes y aspecto humilde. En este grupo se encontraba, también, un egipcio que llevaba dos días retenido en la terminal, al igual que un colombiano que por su acento supe era de origen paisa. En un principio este último se dirigió a mí con cierto recelo por lo que opté por guardar un prudente silencio. Sin embargo las mismas circunstancias de abuso que compartíamos nos permitió ir ganando confianza y fue entonces cuando me comentó detalles de su situación. Me relató que viajaba por Copa desde Pereira hasta Managua (Nicaragua), haciendo escala en Panamá y que cuando estaba próximo a aterrizar en este aeropuerto, sufrió un desmayo en el avión, pues desde hace varios días tenía problemas de salud. Fue reportado como sospechoso a las autoridades migratorias que lejos de brindarle los primeros auxilios, lo sometieron a una exhaustiva requisa y a pesar que no le detectaron ningún elemento sospechoso, decidieron devolverlo a su país de origen. De eso hacía ya dos días. Su historia me hizo comprender que mi estancia en la terminal podría prolongarse por un largo tiempo, por lo que casi de manera instintiva me dirigí al guardia de turno para solicitarle una llamada a mi familia, la cual me fue negada. Entonces le pregunté por qué me tenían retenido y a qué horas iba a ser embarcado para Colombia.
No sé nada, yo sólo me limito a cuidarlos y cumplir con las órdenes que recibo -me contestó en un tono bastante seco.
Entiendo que usted cumpla con sus funciones, pero también debe entender que como persona privada de la libertad tengo derechos, y uno de ellos es precisamente el de una llamada para comunicar a mis familiares la situación.
El funcionario me miró con un gesto de asombro, como si hubiese pronunciado una blasfemia. Al parecer no estaba muy acostumbrado a este tipo de reclamaciones, entonces frunciendo el ceño me dijo:
No señor, Usted no está privado de la libertad, simplemente se halla retenido, porque no le está permitido transitar por territorio Panameño.
Bueno, y si no me encuentro en territorio panameño, ¿en dónde estoy? Porque hasta donde puedo ver esta área hace parte del aeropuerto. -le repliqué adoptando un tono sarcástico.
El hombre se limitó a responderme que no nos hallábamos en territorio de Panamá sino en un «punto de ingreso» al mismo.
Seguramente donde los cuerpos no tienen materia ni ocupan un lugar en el espacio -pensé- y como necesitaba hablar a mi familia para reportar la situación le pedí que me permitiera entrevistarme con su jefe, habida cuenta que él no podía resolver nada.
Mi jefe es la supervisora y va a ser imposible que hable con ella porque en este momento tiene muchas ocupaciones.
Supongo que una de sus ocupaciones es resolver este tipo de situaciones -le respondí en voz baja, y como vi que ya no tenía disposición para hablar me retiré hacia una de las sillas.
Mi conversación con el guardia fue escuchada con mucha atención por los demás retenidos y tuvo la virtud de romper el hielo en el interior del grupo. El colombiano se aproximó y, en voz baja me dijo que no me peleara con «esos hijueputas» porque lo único que iba a ganarme era más complicaciones, y me recordó que él llevaba ya dos días allí. Distinta fue la actitud de la italiana que de inmediato compartió mi queja, y en un tono de indignación creciente, que expresaba en voz alta, me comunicó todos los abusos que habían cometido contra ella. La mujer venía procedente de Milán (Italia), vía Madrid, y se dirigía a México, donde la esperaban sus dos hijos, pero por algún «problema judicial» que tuvo en el pasado (el cual no me especificó) no le permitían el paso y la iban a devolver hasta su ciudad de origen, arruinando todos sus planes de fin de año, pues por razones económicas le iba a ser imposible reformular su viaje.
Poco a poco todos fueron socializando sus situaciones, algunos con más detalles otros con menos, pero haciendo cada vez más conciencia de la arbitrariedad que se estaba cometiendo en contra nuestra. Les propuse, entonces, que siguiéramos presionando al guardia al menos para que se nos permitiera una llamada, y para que la invitación no se quedara en palabras yo mismo me dirigí hasta el puesto de vigilancia e increpé al agente para que me permitiera una llamada. Casi al unísono conmigo la italiana intervino focalizando la atención del guardia sobre ella:
Mire, yo necesito que me permitan tomar mi vuelo a México que parte a las 9 de la noche. No tengo interés en quedarme de Panamá, sólo estoy de tránsito y necesito llegar a México porque mis hijos me están esperando.
Aquí no se hace lo que Usted diga, aquí hay unas normas.
Pero entonces las normas hay que decírselas a todas las compañías aéreas: «En este país no se aceptan personas que tengan antecedentes penales». Si alguien de la aerolínea me hace un boleto y me dice que se puede. Yo lo pago, tengo mi pasaporte en regla, todo en regla, ¿qué más quieren?
Esté tranquila señora
Pero, ¿cómo puedo estar tranquila? ¿Usted estaría tranquilo con sus hijos esperándolo? No podría estarlo, no me diga lo contrario porque no es así. Este es un procedimiento que no tiene sentido. Me están reteniendo, aquí me están reteniendo. Tengo mi pasaporte, tengo mi boleto y no me están dejando pasar a México. Es una vergüenza.
Esto es un secuestro, ni siquiera nos han permitido realizar una llamada -intervine yo
Yo voy a denunciar esto. Esto es un secuestro de personas […]
La protesta se fue expandiendo como en un efecto dominó, y al cabo de unos segundos los que estábamos allí retenidos empezamos a verbalizar nuestra inconformidad reprimida. Los funcionarios de Migración ubicados en las áreas adjuntas, al escuchar los crecientes murmullos, llegaron hasta donde nos encontrábamos sin tener claridad de lo que estaba sucediendo, y mucho menos cómo proceder. Curiosamente las mujeres se ensañaron con su congénere tratándola de loca y demente. La espontánea protesta tuvo efectos positivos porque obligó al jefe de migración a hacer presencia, y luego de una breve reunión con el cuerpo funcionarios, se dirigió a nosotros, tomó nuestras quejas, y dispuso que se nos permitiera una llamada -la cual vale aclarar tendríamos que pagar nosotros- y expresamente nos manifestó que si teníamos dinero, podríamos salir por turnos, acompañados de dos agentes a comprar comida. En ese momento, mi apremio fundamental era por agua, pues sentía mi cuerpo deshidratado, pero cuando me informaron que la botella de 600ml tenía un costo de 4 dólares y medios opté por hacer sólo una llamada, al igual que la mayoría de retenidos.
Este pequeño pero significativo triunfo colectivo generó un clima de complicidad y una espontánea solidaridad en todo el grupo, que poco a poco fueron dando a conocer sus historias:
Carlos Alberto era un técnico en refrigeración, originario de República Dominicana, y se dirigía a Cuba a realizar algunos trabajos en ese ramo. Su adolescencia la había vivido en Estados Unidos, donde trabajó como mesero en un restaurante, pero el dueño del mismo, se negó a pagar su salario, y entonces él lo golpeó, siendo juzgado por tentativa de homicidio; por lo que tuvo que permanecer varios meses en la cárcel. De eso hacía ya más de veinte años, pero como él mismo lo reconocía había «enmendado su error» y ahora se dedicaba a ganarse la vida dignamente, sin hacerle mal a nadie.
Elías era un joven ecuatoriano con rasgos marcadamente indígenas. En un principio me dijo que viajaba a Panamá queriendo hacer turismo, pero después me aclaró que en realidad tenía proyectado solicitar en su país la visa americana para buscar nuevos horizontes de trabajo allí, y le habían sugerido que hiciera sellar su pasaporte en otro país, porque así aumentarían sus probabilidades de que se la otorgaran. Tal vez mal informado le recomendaron que lo hiciera en Panamá y ahora se lamentaba amargamente de haber dilapidado sus ahorros de varios años.
La chica venezolana, según pude darme cuenta, tenía una larga trayectoria como migrante. Años atrás había cruzado como «mojada» en Texas oculta en un camión de pollos, y pese a que logró alcanzar territorio estadounidense tuvo la mala fortuna de que a los pocos días la encontraron indocumentada y la deportaron. Me relató además que actualmente vivía en Panamá, donde su esposo tenía un buen trabajo, pero a ella todavía no le daban la residencia, por lo que cada tres meses tenía que salir de Panamá y volver a ingresar como turista. En esta ocasión había ido a visitar una hermana que hacía 17 años no veía. Su trayecto era: Panamá -Madrid – Barcelona- Panamá, sólo que al llegar a Madrid, se había peleado con una agente de migración, cuando ésta asumiendo una actitud humillante puso en duda legalidad de los 3500 euros que portaba en efectivo. La venezolana le respondió en un tono, que no desmerecía el de su interlocutora, lo que le valió su retención inmediata. Después de una denigrante requisa, no le permitieron el paso por el Aeropuerto de Barajas y ordenaron su deportación a su país de origen. A su retorno, al tener una escala obligada en Panamá, los servicios migratorios de esta nación caribeña le exigían que fuera a Venezuela, sellara su pasaporte y entonces si podría ingresar a Panamá. Así de absurda son estas normativas migratorias.
A las 10 de la noche el colombiano, el dominicano y los ecuatorianos habían sido enviados en un vuelo de regreso a su país. En la sala sólo permanecíamos la italiana, la venezolana, el egipcio y yo, por lo que fue inevitable socializar nuestras experiencias personales. Por un momento, la situación que vivíamos me recordó -y así se los expresé a los presentes- la película La Terminal protagonizada por Tom Hanks y dirigida por Steven Spielberg, la cual recrea en un estilo tragicómico las vivencias de un hombre que llega al aeropuerto de Nueva York, procedente de un país lejano, y las autoridades migratorias de ese país le impiden su acceso porque en su país se ha desatado una guerra civil, por lo que el pasajero se ve obligado a permanecer en la terminal varios meses en los cuales ocurren una serie de eventos muy similares a los que estábamos viviendo. Todos habían visto la película y el comentario les generó mucha risa. La italiana, por su parte, nos comentó que había visto una película francesa todavía más cercana a nuestra situación, en la cual un grupo de personas de diferentes nacionalidades se encuentran atrapadas en el aeropuerto de París, debido a circunstancias diferentes: alguien que ha perdido el pasaporte, otro que se encuentra indocumentado, etc.
A estas alturas de la conversación me encontraba recostado en una vieja y achacosa silla, y no supe en que momento me quedé profundamente dormido. Solo sé que hacia la medianoche me despertó un estruendoso ruido que amenazaba con derruir los cimientos del estrecho cuarto donde me encontraba. Transcurrieron algunos segundos antes de advertir que el terremoto era provocado por los estrepitosos ronquidos del egipcio que aunque capaces de despertar a las momias faraónicas no lograron frustrar mi sueño. Al parecer no todos tuvieron esa fortuna, una de ellas fue la italiana, que antes de las cinco de la mañana ya estaba en pie, según me lo hizo saber después. Transcurrida media hora desperté yo, y luego de un rápido aseo, conversamos animadamente; fue entonces cuando me contó detalles de su historia. Para escucharla tuvimos que salirnos a un estrecho espacio contiguo a la sala, porque los fuertes ronquidos del egipcio no lo permitían.
Me dijo que tenía sus hijos en México, y que periódicamente viajaba a este país, donde permanecía cuatro o cinco meses, pues ya le habían otorgado la residencia. Era la primera vez que hacía tránsito por Panamá y, nunca antes había tenido un problema similar. No resistí la curiosidad de preguntarle cuál era la causa de su retención, tema en el cual hasta el momento había sido muy cauta. Me explicó, entonces, que en los años 70 siendo estudiante universitaria había participado en un movimiento ecologista de Milán (Italia). En el marco de estas actividades había conocido integrantes de grupos de izquierda radical que posteriormente fueron reprimidos y penalizados. Debido a su cercanía con estas personas, se le abrió un proceso judicial bajo la sindicación de pertenecer a dichas organizaciones por lo que tuvo que salir de Italia y terminó radicada en México, gracias al apoyo de algunos amigos. Al cabo de unos años, cuando hubo mejores condiciones políticas retornó a Milán, dispuesta a arreglar sus cuentas pendientes con la justicia italiana, lo que efectivamente hizo. De eso hacía cerca de 25 años, por lo que no lograba comprender cómo después de tanto tiempo recibía este tratamiento a pesar de no tener ningún requerimiento judicial.
Nuestra conversación que derivó hacia otros temas de la más diversa índole fue interrumpida por el cambio de guardia, a eso de las ocho de la mañana. El hombre que llegó era una persona de edad, bastante parlanchín y con una aparente actitud afable; y digo «aparente» porque a pesar de que manifestaba estar de acuerdo con todas nuestras peticiones, al igual que los funcionarios que le antecedieron en el turno no nos permitió comer ni mucho menos hacer una llamada porque, según su criterio, «nosotros no colaborábamos». Las diferencias surgieron, cuando nos llamó para tomarnos las huellas digitales de la mano y un par de fotos de frente y de lado. Yo me negué a hacerlo, y le recomendé a la italiana que no se sometiera a esa humillación, porque nosotros no éramos delincuentes y además no estaban autorizados a realizar estos procedimientos que constituían una vulneración a nuestros derechos fundamentales.
Antes de este incidente había tenido la oportunidad de sostener algunos esporádicos diálogos con el guardia, a través de los cuales fui clarificando las circunstancias por las cuales me encontraba allí. De él obtuve mayores detalles sobre el mencionado artículo 50 de la Ley de Migración Panameña, el cual afirmaba era una imposición de los Estados Unidos. Ellos son los que deciden y nosotros sólo somos simples ejecutores. Me dijo, también de manera confidencial que a partir del próximo año en la oficina donde fui retenido iban a estar directamente agentes norteamericanos, medida que no parecía compartir mucho. Se expresaba en un tono bastante nacionalista, y hubiese deseado profundizar sus puntos de vista, pero nuestra comunicación quedó interrumpida luego de rehusarme a ser reseñado.
A eso de las 10 de la mañana llegaron al lugar donde nos encontrábamos dos funcionarios de migración con un pasajero peruano que fue retenido por tener vencido su pasaporte, y entonces aproveché para dirigirme a uno de ellos que parecía tener cierta autoridad:
Ustedes me están tratando como a un criminal. Me están aislando, no me están permitiendo la comunicación; incluso cuando alguien es detenido le permiten una llamada y un abogado. Esto es lo mínimo que deben hacer. Sin duda pueden establecer las leyes que quieran, pero por encima de Ustedes existen unos derechos universales y uno de ellos es el derecho a la comunicación y el derecho a la libre circulación, salvo que hubiera cometido un delito, sobre el cual deberían tenerme informado. Pero como lo cierto es que yo no he cometido ningún delito ni en mi país, ni acá, ni en ninguna parte, y llevo 17 horas privados de la libertad, esto se ha convertido en un secuestro. Necesito que por lo menos me indiquen a qué hora voy a salir, porque no puedo estar aquí el tiempo que Ustedes quieran.
En este momento solo tiene que esperar
Y efectivamente eso fue lo que nos vimos forzados a hacer hasta las tres de la tarde que hubo un cambio de turno en la guardia. El funcionario que llegó era una persona bastante joven, con el cabello recortado y una cara ovalada adornada con un precario bozo de adolescente. Su fisiognomía proyectaba la imagen de un hombre metódico y ordenado, y esta primera impresión la pudimos corroborar cuando le presentamos nuestro «pliego de solicitudes» y nos respondió que lo esperáramos media hora mientras se organizaba y buscaba solución al mismo. Para entonces, llevábamos más de veinte horas sin probar alimento y el hambre parecía ganarnos la batalla. De hecho, antes del relevo de guardia, tuvimos que llamar a la unidad médica para que atendieran a la italiana que había sufrido un vahído como consecuencia del obligado ayuno. Aunque mi situación no alcanzaba tales magnitudes, con el paso de las horas amenazaba con tomar un rumbo similar.
Tan pronto el reloj marcó las tres de la tarde volvimos en compañía de la venezolana a interpelar al guardia, y le hicimos saber que la italiana se encontraba con problemas de salud, por lo que era imprescindible que le dieran atención prioritaria. En esta ocasión el hombre no nos hizo esperar sino que realizó un par de llamadas, y no sé si por iniciativa propia u órdenes superiores nos permitió la compra de comestibles, así que casi 24 horas después de nuestra retención, ingerimos por primera vez alimento. Ante mi insistencia frente a la autorización de una llamada para informar a nuestros familiares de la situación que estábamos viviendo, fue enfático en responder que sólo podríamos hacerla al momento de abordar el vuelo. La mujer venezolana me guiñó un ojo, y cuando estuvo fuera del alcance visual y auditivo del guardia, me comentó que como venía devuelta del aeropuerto de Madrid, los servicios Migratorios de Panamá no la habían requisado, por lo que tenía en su poder el teléfono celular, el cual me ofreció para realizar una llamada.
Con mucha cautela porque en el área había varias cámaras, busqué infructuosamente comunicación con Bogotá. La verdad es que dada mi obstinada resistencia a los celulares no tenía a mi disposición mayores contactos. Caso diferente a la italiana quien rápidamente logró establecer contacto con sus hijos en México y mover una amplia red solidaria de amigos. Estábamos en estas labores conspiratorias cuando sorpresivamente los tres que permanecíamos aún retenidos en la sala fuimos notificados de nuestros vuelos de retorno, que estaban programados con pocos minutos de diferencia. Llegaba a su fin una historia que no tiene nada de extraordinaria pero que numerosos latinoamericanos hemos vivido en los aeropuertos internacionales y, particularmente, en el de Panamá.
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Luego de mi partida la venezolana logró comunicación con Bogotá pues los servicios migratorios de Panamá jamás cumplieron con su palabra de permitirme una llamada antes del viaje. Gracias a la información suministrada, familiares y amigos me esperaban en el Aeropuerto El Dorado. A través de ellos tuve conocimiento de las gestiones que diferentes organizaciones sociales, políticas y defensoras de derechos humanos habían hecho ante la Cancillería colombiana buscando salvaguardar mis derechos e integridad. Sea este el momento para agradecerles su solidaridad. Por su parte los compañeros y colegas de la Internacional de la Educación, me brindaron la posibilidad de un nuevo vuelo, por lo que finalmente el 14 de diciembre pude viajar a Ghana, evitando hacer escala en Panamá y aunque en menos de dos días mi pasaporte había sido sellado en ese mismo punto, con una anotación de que me encontraba a paz y salvo Migración Colombia me retuvo cerca de una hora. Ante mi reclamación el funcionario me dijo:
Agradezco que le estoy haciendo un favor, porque en el sistema aparece una orden de captura y la puedo hacer efectiva.
No necesito que me haga favores, yo tengo todos mis papeles en regla…..
Y lo que siguió me recordó inevitablemente un pasaje de El Proceso de Franz Kafka, cuando el protagonista Joseph K, trata de identificarse al momento de ser arrestado:
Aquí están mis documentos de identidad.
-¿Y qué nos importan a nosotros? -gritó ahora el vigilante más alto-. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse aquí un error?
Nota
[1] Otras causales de inadmisión son: Existencia de una orden de autoridad competente que impida su entrada; Presentar a la autoridad competente, documentación nacional o extranjera, material o ideológicamente fraudulenta o adulterada, con el propósito de obtener la visa de ingreso al territorio nacional; Intentar ingresar al territorio nacional con un documento que no cumple con los requisitos que exige la legislación vigente Padecer de alguna enfermedad que el Ministerio de Salud califique como riesgo sanitario, o provenir de un país o región que la Organización Mundial de la Salud o la Organización Panamericana de la Salud hayan declarado de alto riesgo epidemiológico; Haber sido deportado o expulsado del país y la orden se mantiene vigente. 8. Infringir el presente Decreto Ley o su reglamentación.
Fuente original: http://prensarural.org/spip/spip.php?article20701