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Entrevista a Delio Domicó, uno de los líderes de la comunidad Embera Eyábida del norte de Antioquia

«La tierra de Ituango está enferma»

Fuentes: Agencia Prensa Rural

Así lo plantea uno de los líderes de la comunidad Embera Eyábida del norte de Antioquia, donde padecen el abandono del Estado, sus territorios han sido violentados por la guerra y los recursos de la implementación del Acuerdo de Paz no llegan para resolver sus necesidades más urgentes, pese a estar priorizados .   Dos […]

Así lo plantea uno de los líderes de la comunidad Embera Eyábida del norte de Antioquia, donde padecen el abandono del Estado, sus territorios han sido violentados por la guerra y los recursos de la implementación del Acuerdo de Paz no llegan para resolver sus necesidades más urgentes, pese a estar priorizados .  

Dos días de camino, en mula, tardan los indígenas Embera Eyábida (habitantes de montaña) de Ituango para llegar al corregimiento La Granja y de ahí unas tres horas en carro hasta el casco urbano. Muchos pasan meses y años sin salir del resguardo Jaidukamá, sobre todo por lo costoso de ese viaje.

Delio Domicó aparenta unos 35 años, es silencioso y sus ojos son indagadores. Ha sido gobernador del resguardo en tres ocasiones. Renunció en enero de este año porque quería terminar los estudios. A los 15 años dejó de usar el traje tradicional cuando fue a La Granja a iniciar el bachillerato.

La vestimenta para los hombres consta de una manta roja, que cubre todo el cuerpo, incluso la cara, acompañado de un Chindau, sombrero redondo hecho con bejuco, envuelto con cintas de colores que simboliza el sol. Las mujeres también lo llevan, además de un vestido largo que cubre pies y brazos.

Jaibaná, para todos los Embera, significa médico tradicional y es quien mantiene las costumbres, la memoria y la salud del resguardo. «Los Jaibaná sueñan. Cuando alguien está enfermo sueñan y pintan la cara según la enfermedad. Pero la enfermedad la tiene la tierra y se muestra en nosotros. La tierra de Ituango está enferma», plantea Delio y agrega que hay pocos Jaibaná en el resguardo porque se ha vuelto costoso el estudio y no todos están preparados para ello.

Jaidukamá está ubicado en el corazón del Nudo del Paramillo, lo habitan 400 indígenas y según Delio, en la resolución del resguardo hay 1.371 hectáreas, «pero se hizo una modificación que consta de 2.100 hectáreas, donde también está la comunidad San Román, creada por indígenas del resguardo buscando mejores condiciones de vida».

Y con el fin de aportar al mejoramiento de esas condiciones de vida, decidieron tener casas de paso en el municipio y en los corregimientos de La Granja y Santa Rita, con la intención de ser lugares para albergar a jóvenes que van a estudiar o las familias cuando tienen alguna necesidad y deben pasar días por fuera. «En la casa del pueblo la Alcaldía dice que la hicieron ellos, pero no han dado ni un bulto de cemento», afirma Delio. La casa es de tres pisos y está en condiciones precarias y sin terminar.

Es habitual ver, los fines de semana, a una o dos familias del resguardo, con sus atuendos, dando vueltas por el pueblo, vendiendo canastos que hacen de un bejuco que consiguen en la selva. «Tenemos hambre y ya nadie compra esto o no quieren pagar lo que vale», dice uno de ellos mientras teje un canasto pequeño que venderá por diez mil pesos y que lleva toda la mañana trabajando en él. Los más grandes valen 40 mil pesos y demora hasta dos días tejiéndolo, además de la recolección y preparación del bejuco. 

Delio asegura que a principios de mayo pasado tropas del Ejército estuvieron durante 20 días dentro del resguardo. «Ahí llegó un grupo armado y se enfrentaron, nosotros quedamos en la mitad, no hubo heridos ni muertos, pero es una latente amenaza para nosotros que hagan esto en nuestro territorio. Los niños no fueron a la escuela los 20 días que estuvo el Ejército ahí».

«Ellos se instalaron en los tambos de los indígenas -agrega- y exigieron el desalojo de 11 viviendas obligando a que 35 personas, entre ellos 12 niños y niñas, permanecieran en situación de confinamiento en la escuela, sin garantías ni respeto por sus vidas». Y recuerda que hace nueve años entró el Ejército por primera vez a Jaidukamá: «ahí cambió todo, minaron el territorio y empezaron los hostigamientos».

En límites con el resguardo está el nacimiento del río Tarazá y al otro lado los campesinos siembran hoja de coca para uso ilícito. Delio evoca, con tristeza, que hace diez años llegaron aviones a fumigar con glifosato los sembradíos ilegales: «Perdimos todos nuestros cultivos porque todo ese químico cayó aquí. Esa vez aguantamos mucha hambre y nos enfermamos, los Jaibaná tuvieron que trabajar duro».

Las comunidades indígenas han padecido las consecuencias de la confrontación armada, muchos de sus jóvenes fueron reclutados por grupos armados y sus territorios usados como campos de batalla y, en diferentes ocasiones, tuvieron que salir de ellos o ver morir a sus hermanos sin poder hacer nada.

Además, el Estado nunca ha hecho presencia de manera integral, solo con el Ejército, «que nos dice todo el tiempo que somos colaboradores de la guerrilla y nos amenazan», apunta Delio. Las escuelas, los tambos y los caminos han sido construidos por ellos mismos, sin ningún acompañamiento. Pocas veces han gozado de agua potable y, en muy escasas ocasiones, de electricidad.

El Acuerdo de Paz, firmado con la extinta guerrilla de las Farc, fue enfático en la necesidad de generar una estrategia para los grupos étnicos en todo el país, que se diferenciara de la población campesina para aportar a «la protección de la riqueza pluriétnica y multicultural para que contribuya al conocimiento, a la organización de la vida, a la economía, a la producción y al relacionamiento con la naturaleza», se lee en el Decreto 893 de 2017, mediante el cual se crean los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET).

Esa estrategia consiste en un mecanismo especial de consulta con las particularidades organizativas y culturales de cada territorio. Así se hizo en la construcción del Plan de Acción para la Transformación Regional (PATR) del Bajo Cauca, Norte y Nordeste antioqueño.

«El proceso de concertación indígena se hizo con la mediación con la Organización Indígena de Antioquia que implicó inicialmente el diseño conjunto de una ruta PDET que planteó: a) la acogida al modelo de 8 pilares que propone el decreto 893 de 2017 y; b) adición a la ruta metodológica propuesta, momentos de espacio autónomo y asambleas comunitarias indígenas, a través de los cuales el proceso sería consultado y retroalimentado», registra el PATR, firmado en diciembre del año pasado en Medellín por los alcaldes de los 13 municipios priorizados (Anorí, Ituango, Amalfi, Ituango, Briceño, Valdivia, Segovia, Remedios, Tarazá, Cáceres, Caucasia, Nechí y Zaragoza).

«Nos reunimos con las autoridades indígenas de los municipios PDET que cuentan con resguardos y se logró una concertación general que quedó plasmado en el PATR. Esa reunión la hicimos en el resguardo Jaikerazabi de Mutatá», aclara Wiston Gómez, coordinador regional de la Agencia para la Renovación del Territorio (ART) en las subregiones Bajo Cauca, Norte y Nordeste antioqueño.

Según el Censo Nacional Agropecuario del 2014, en estas subregiones habitan 4.879 indígenas organizados en diez comunidades en resguardos legalmente constituidos, cuya extensión suma un total de 10.556 hectáreas.

«Al resguardo fueron unos funcionarios el año pasado preguntando qué era lo que necesitábamos, pero no volvieron. Aquí requerimos educación, para que los jóvenes no tengan que salir hacia una cabecera municipal a sufrir y estar sin sus familias, el centro de salud más cercano es en La Granja, a dos días en mula, no tenemos acueducto», detalla Delio.

Y esa fue una falencia de la ART: no dejar claro en las comunidades indígenas cuándo y cómo empezaban a operar los PDET. Muchos resultaron confundidos porque también les hablaron de unas Pequeñas Infraestructuras Comunitarias (PIC) que era el punto de partida para la implementación, y en Ituango, por ejemplo, se quedaron esperando.

Dentro del PATR se consignaron propuestas generales como: Fortalecer la implementación del Sistema Indígena de Salud Propia Intercultural (SISPI); implementar el Sistema Educativo Indígena Propio (SEIP) desde la educación inicial; priorizar y agilizar de manera interinstitucional la formulación, implementación y/o actualización de los Planes de Vida, Planes de Etnodesarrollo y Planes de Salvaguarda de los pueblos étnicos presentes en los municipios PDET de las subregiones Bajo Cauca, Norte y Nordeste antioqueño.

De los trece municipios priorizados en los PDET, en cinco se han hecho obras PIC -Anorí, Remedios, Briceño, Ituango y Cáceres-, y solo en el último se hicieron obras en dos resguardos indígenas. Aunque todos esos municipios tengan grupos étnicos.

Una de ellas fue la construcción de dos aulas escolares en el colegio de bachillerato del cabildo indígena Alto del Tigre, en la vereda Alto del Tigre, en las que se invirtieron 96 millones de pesos. La otra fue la construcción de un aula de etnoeducación en el cabildo indígena en la vereda Campanario por un valor de 24 millones de pesos. Y está en estructuración, es decir que está en proceso de formulación y estudio de diseños, la construcción de la caseta comunal en el cabildo Alto del Tigre, que tiene asignado para ello 92 millones de pesos.

En Cáceres hay diez comunidades indígenas de las que nueve son de la etnia Zenú y una Embera Chamí. En ellas habitan 1.665 personas, asentadas en la Isla La Dulzura, Guarumo, Puerto Santo, Jardín, Puerto Bélgica, Omagá, Carupia, José de los Santos, Alto El Tigre y Campanario.

Arrinconados por la violencia

Cáceres ha sido uno de los más azotados por la guerra y donde el Estado ha hecho poca presencia de manera integral. Las comunidades indígenas han sufrido, desde la década de los sesenta, los efectos de la violencia, que constantemente los obliga a salir de sus territorios, pero al que retornan pese a las dificultades que afrontan.

Es el caso de la comunidad Carupia, del pueblo Embera Chamí, que habita en la vereda Alto del Tigre. En la década del ochenta tuvieron que salir desplazados hacia el municipio de El Bagre. Retornaron apenas se normalizó la situación y en los noventa volvieron a salir, esta vez hacia Tarazá, por amenazas de los grupos armados ilegales. Allí estuvieron un año, pero por falta de alimentos volvieron a Cáceres, otros se fueron hacia diferentes lugares de la región y no volvieron.

En el 2017 la Agencia Nacional de Tierras (ANT) les entregó un predio denominado «No hay como Dios» en la vereda Tacuyarca donde aún se mantienen, pero bajo amenazas y hostigamientos constantes.

Los resguardos quedan en la carretera que de Cáceres conduce a Zaragoza, una vía secundaria que no se encuentra pavimentada «debido a la casi nula presencia institucional. Los actores armados ilegales utilizan este corredor para movilizar armas e insumos para la comercialización de la base de coca entre el río Nechí y el río Cauca, saliendo hacia la troncal de la costa Atlántica», dice la Alerta temprana de inminencia generada por la Defensoría del Pueblo en enero de 2018.

En mayo del año pasado los resguardos indígenas del Bajo Cauca hicieron una minga, desde Cáceres hasta Caucasia, por el derecho a la vida y la seguridad, porque ya estaban cansados de los repetidos enfrentamientos armados en sus territorios, que siguen generando desplazamientos masivos.

En respaldo, la Organización Indígena de Antioquia (OIA) emitió un comunicado mediante el cual lamentó «profundamente que tras la firma del Acuerdo Final de Paz, la situación en esta zona del departamento haya empeorado en materia de derechos humanos para las comunidades indígenas, negras y campesinas y que hoy nuevamente, las familias tengan que salir por la violencia».

A la vez se querían manifestar por las afectaciones ocasionadas por las contingencias ocurridas durante la construcción del complejo eléctrico Hidroituango que tenía en vilo a cinco comunidades de Cáceres que viven a la orilla del río Cauca y que obtienen el sustento por medio de la pesca y la extracción de oro a través del barequeo. Esas comunidades tuvieron que dejar sus viviendas y refugiarse en las partes altas del territorio.

Aún con todas esas adversidades, los Jaibaná siguen soñando para sanar el territorio, conseguir el alimento sin ningún temor y que el Estado llegue a sus comunidades con la intención de avanzar y no de retroceder.