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La tierra que nos verá morir

Fuentes: Rebelión

La tierra, siempre la tierra. Deberíamos escribirla con mayúscula. Por  ella lucharon, sufrieron y murieron los padres, por ella luchan, sufren y mueren los hijos. Y ella al fin nos va a arropar a todos. ¿Más títulos para que se deba escribir con mayúscula? Y la tierra claro, está en el centro del conflicto colombiano. […]

La tierra, siempre la tierra. Deberíamos escribirla con mayúscula. Por  ella lucharon, sufrieron y murieron los padres, por ella luchan, sufren y mueren los hijos. Y ella al fin nos va a arropar a todos. ¿Más títulos para que se deba escribir con mayúscula?

Y la tierra claro, está en el centro del conflicto colombiano. Desde siempre. Si una palabra podría definir Conquista, Colonia y República, ella es «Despojo». Con sus muchas acepciones y variantes: exterminio, expoliación, servidumbre, corrida de cercas, prodigios y malabares notariales,  gamonalismo, violencia generalizada, condiciones ruinosas de producción, carencia de vías, imposibilidad de mercadeo y crédito confiscatorio. Hasta llegar al cuarto final del siglo XX, y con «la democracia más estable de América», «la Constitución de derechos  más avanzada del mundo» y gobiernos de unas formas democráticas que son un encanto, métodos más civilizados mejor avenidos a un mundo que superó esos estadios de barbarie: «¿Nos vende usted la finca, o prefiere que le compremos a la viuda?».

Y sistemas más sangrientos eran los corrientes, pero ese no es el asunto de este artículo.

Por eso la tierra está en el centro del conflicto armado que soporta el pueblo colombiano desde hace medio siglo. Y por eso con rigor sociopolítico, se habla es de conflicto social y armado. Que si fuera sólo lo primero, no tendría mucho sentido el amplio y difícil catálogo de temas sociales de la agenda de negociación que se adelanta en La Habana entre la insurgencia de las FARC- EP y el Gobierno nacional. La discusión militar es lo de menos, o no se da. Ella  retumba en la confrontación  en los campos. Y dentro de la agenda dicha, claro, el primer y angular tema: la cuestión agraria; la tierra, aquella que nos verá morir. Y antes vivir. Porque ese es el problema. Que en la tierra y de la tierra vivimos, he ahí el por qué lo cruel de su disputa.

Hoy las conversaciones están entrabadas  -y hacemos votos porque sea un tanto aventurado el uso de esta palabra-, por ese primer punto. Con el cual la guerrilla en primerísimo lugar pero con la lúcida aquiescencia del Gobierno, hizo valer en el  histórico «Acuerdo General» con el que el presidente Santos y el comandante Timochenko iniciaron el proceso, algo que para la recalcitrante derecha colombiana  es inaceptable,  una «cuestión de honor»: que sí hay unas causas objetivas del conflicto, que sí hay un problema  de injusticia e inequidad social, una antigua deuda con el campo. Y como es tan difícil la negociación de ese punto sin cuyo feliz desenlace vemos con preocupación se puedan alcanzar consensos en  los otros, veamos para ilustración de los nacionales y extranjeros interesados en la paz de Colombia, cuáles son las propuestas de la guerrilla en materia agraria:

Sea lo primero decir que lo que la insurgencia postula y reclama, es más o menos lo que el Establecimiento por décadas que parecen siglos, ha pregonado como justicia para el campo. Las palabras «reforma agraria», «justicia social», «equidad en el campo» y «pago de la deuda histórica con el campesinado», han estado en el corazón del discurso de los dirigentes políticos liberales y conservadores a lo largo de una centuria, y sobre todo, ha sido  la oferta más vehemente y sentida de los candidatos presidenciales conservadores y liberales en sus viejos y nuevos ropajes. Así que por lo pronto, la guerrilla de las FARC-EP  parece que lo que hubieran hecho es apropiarse de ese discurso, pero tomándoselo en serio. Del de López Pumarejo, Lleras Restrepo y López Michelsen. Por lo pronto. Porque también de ello han hablado la Iglesia Católica, algunos gremios de la producción -no del campo desde luego-, los editorialistas de la  gran prensa, los directorios políticos y cuanta conferencia de organismo intergubernamental -ONU, OEA,- haya habido sobre la cuestión social en Colombia.

¿Cuál es la propuesta de las FARC en materia agraria?

Muy ambiciosa ciertamente, pero es la gran paradoja en un país donde el término «macondiano» se ha acuñado para definir el realismo mágico como expresión de la paradoja que somos. La propuesta de las FARC no presupone una revolución comunista,  sino quién lo creyera, ¡válgame Dios! aplicar las leyes de la institucionalidad.

En efecto, la ley 160 de 1994 significó un logro de las  largas luchas del campesinado y un desagravio  de  promesas burladas de los gobernantes. Como un reconocimiento  de la justeza  de esas luchas, en gesto de sensatez, el Congreso a iniciativa del Gobierno, creó las Zonas de Reserva Campesina.  ¿Qué son? Son a la manera de una nueva forma de división territorial del país -sin que equivalga exactamente a ello-, para asegurar la posesión, propiedad y gestión del campesinado sobre el territorio, y proteger  la economía campesina tradicional, impidiendo que  las zonas así declaradas,  sean objeto de apropiación por cualquier medio capitalista así sea legal. Con lo cual se pretende garantizar seguridad alimentaria, permanencia del campesinado, desarrollo rural y en buena parte paz.

Que se cumpla esa ley, que se creen esa Zonas de Reserva Campesina, concretamente cincuenta y nueve con nueve millones y medio de hectáreas en todo el país, es el punto central del más amplio y ambicioso catálogo de demandas de las FARC no en favor de ellas, sino de los  campesinos colombianos. Y valga aclarar, ese número de zonas y esa cantidad de hectáreas que cobija, no son una especulación o capricho de la insurgencia, sino que recoge el número de zonas y de hectáreas que ya  las organizaciones agrarias tiene radicadas como solicitud de ZRC ante el INCODER , organismo estatal a cargo de esa tarea.

Qué pena tener que decir algo tan políticamente incorrecto; pero en ese punto como en ningún otro, es la insurgencia la que interpreta el sentir del pueblo, para el caso, de los trabajadores agrarios.  ¿Acaso no debería ser el Estado, a quien por su naturaleza correspondería desempeñar este papel?  ¿El índice Gini del 0,87 en el campo y el mandato del artículo 64 de la Constitución  que ordena al Estado «promover  el acceso progresivo a la propiedad de la tierra a los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa», no deberían ser temas de atención obligatoria por el  Estado?

Y en esta demanda de las Zonas de Reserva Campesina ha sido dura la discusión, virulento el rechazo de la derecha que ve en ello una «entrega del país»; la constitución de unas «republiquetas independientes» en la voz de los ministros de agricultura Juan Camilo Restrepo y de defensa Juan Carlos Pinzón. Palabras que  interpretan a los ganaderos atrincherados en la reaccionaria FEDEGAN que tantas velas tiene en este entierro. Y no aludimos a la manida  metáfora, sino a velas encendidas  de entierros reales. Hasta aquí mala, pero comprensible la oposición. En últimas, la respuesta de los ganaderos, latifundistas y agroindustriales,  es válida desde el punto de vista de los beneficiarios del statu quo.

Lo malo y muy grave es que la oposición a esta figura no viene de allí principalmente. No responde a los intereses económicos de una fracción importante pero no hegemónica del capitalismo. La oposición a las ZRC es más que eso, es el veto   de un sector del Estado que no tiene, no tendría nunca por qué en una democracia, tener ese poder. Menos en asuntos de naturaleza social y civil. Es del sector militar, para quien el campo es ante todo, un escenario de  la guerra. Es estratégico en ella, y aún en medio de negociaciones de paz, piensa en esos términos.

 Por ello, el poder militar en su expresión deformada, el militarismo, que tuvo su cabal intérprete en el ex presidente Uribe Vélez, vetó las Zonas de Reserva Campesina por constituir un freno a su desembozada acción en los campos. Y porque la relativa garantía de autodeterminación y  respeto del territorio y de las organizaciones agrarias, resulta un obstáculo para el sueño ideal del militarismo en la concepción de la doctrina de la seguridad nacional, fruto mayor de las deformaciones que la tristemente célebre Escuela de las Américas produjo en los ejércitos del continente: el campesino como un agregado más de la confrontación al servicio del ejército; un activo más de la guerra.

 De ahí, las «zonas de rehabilitación y consolidación» que creó el expresidente Uribe Vélez en los territorios donde la presencia guerrillera era dominante, una vez terminada ésta por la imposición del Estado. Tal la razón de por qué en esas regiones nunca se crearon las ZRC autorizadas por la ley. Resultan incompatibles con la guerra permanente que implican esas nefastas «zonas de consolidación»,  donde como se sabe pero sin que nadie sepa explicar por qué, en un régimen civil y constitucional,  el poder allí es militar. Y los campesinos saben cuánto les cuesta eso.

Pero  como es tiempo de sueños -que no de delirios-, qué tal que terminemos todos -la Mesa de Negociación  incluída-, con Victor Jara, Quilapayún, Intillimani y Ana y Jaime, cantando,

Yo pregunto a los presentes si no se han puesto a pensar
Que esta tierra es de nosotros y no del que tenga más

A desalambrar, a desalambrar
Que la tierra es nuestra, es tuya y de aquél
De Pedro y María, de Juan y José
Yo pregunto si en la tierra
Nunca habrá pensado usted
Que si las manos son nuestras
Es nuestro lo que nos de

A desalambrar a desalambrar….

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.