La tragedia de San Miguel es una más de las varias calamidades de este aporreado año bicentenario que son en sí mismas un retrato vivo del Chile verdadero. No del que a punta de movidas políticas ingresó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la OCDE, como si fuéramos país desarrollado, sino […]
La tragedia de San Miguel es una más de las varias calamidades de este aporreado año bicentenario que son en sí mismas un retrato vivo del Chile verdadero. No del que a punta de movidas políticas ingresó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la OCDE, como si fuéramos país desarrollado, sino del país real que tenemos. Este Chile cuya historia de progreso social fue interrumpida el 73 por la acción de un gobierno extranjero y de empresarios, políticos y mandos militares antipatriotas. Este Chile de miles de asesinados para implantar un modelo económico desquiciado y un retroceso político sin parangón. Este Chile que, tras 20 años de transición, está, en lo esencial, como lo dejó Pinochet, incluida su Constitución.
A comienzos de año, el terremoto y el maremoto evidenciaron debilidades estructurales y la ausencia total de mecanismos de la tecnología y la política eficaces para enfrentar los fenómenos naturales, prevenir la pérdida de vidas humanas, y falta de voluntad para emprender una reconstrucción rápida y seria.
Más tarde, el caso de los 33 mineros atrapados bajo tierra puso de manifiesto la falta de control y la corrupción en los asuntos de la minería, la desprotección de los trabajadores, la inescrupulosidad de los empresarios y la liviandad cultural de los gobernantes y de los medios de comunicación, esto que llaman «farandulización».
A su turno, la tragedia de la cárcel de San Miguel muestra las gigantescas carencias de la justicia y la espantosa realidad de los establecimientos penitenciarios de este país «desarrollado». Muestra desde luego que hay cárceles para ricos y cárceles para pobres, como hay justicia para ricos y justicia para pobres. Ni un solo ricachón en la cárcel de la muerte. Sí compatriotas pobres como aquel que no tuvo cómo pagar la multa por beber en la calle y fue a parar a prisión, o el joven que para financiar sus estudios vendía DVD y CD a buenos precios en la calle. Mientras que los asesinos miserables de la dictadura disfrutan de «cárceles» cinco estrellas en Punta Peuco, el penal Cordillera, u otros que la transición les construyó para su agrado y en que hasta bodas, como la reciente del Mamo Contreras se han celebrado a todo trapo. En sus lujosas suites no hay incendios ni golpizas de gendarmería. Por cierto, los medios de comunicación del sistema, cómplices también de lo que sucede, no hablan de estos temas. Hacinamiento carcelario del 70 por ciento en el país. 2 mil presos donde sólo caben 700, un baño para 180 personas. Es el desprecio de clase que signa al país actual.
Suma y sigue: llevados los heridos de San Miguel a la Posta Central se descubrió que el único escáner de ese importantísimo centro asistencial estaba malo desde hace tiempo. ¿Nadie responde por eso? Es el desprecio de clase de una sociedad enferma
Una sociedad que no termina de entender que el tema de la delincuencia está vinculado al sistema económico, que no es sólo asunto de construir más prisiones sino que de luchar por más rehabilitación y reinserción. Pero sobre todo luchar para terminar con las espantosas desigualdades sociales que tipifican a este «jaguar». La responsabilidad específica es de la dictadura, de los gobiernos de todos estos años, de sus ministros de justicia y autoridades de gendarmería. El dantesco drama de San Miguel es otro retrato del país que tenemos. Un retrato que urge romper y para que no se repita es imperioso, entre tantas razones, unir fuerzas y movilizar al pueblo en las calles hasta lograr un gobierno de nuevo tipo, un régimen diferente, que dote a Chile de una nueva institucionalidad y acerque la justicia social.