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La trampa de la diversidad interpela a buena parte de la izquierda

Fuentes: Contrapunto

Entre los muchos libros que se han publicado en lo que va de año, me ha llamado la atención uno que lleva por título «La trampa de la diversidad». El reclamo no ha sido tanto el libro en sí mismo, como la furibunda reacción que su edición ha originado en una parte de la izquierda, […]

Entre los muchos libros que se han publicado en lo que va de año, me ha llamado la atención uno que lleva por título «La trampa de la diversidad». El reclamo no ha sido tanto el libro en sí mismo, como la furibunda reacción que su edición ha originado en una parte de la izquierda, siendo así que, paradójicamente, está escrito desde la izquierda. El libro se ha convertido en un revulsivo para determinados grupos progresistas, lo que hace sospechar que tal vez haya hecho diana. Buen ejemplo lo constituye la reacción del joven coordinador general de IU, quien se ha tomado la molestia de hacer una crítica en «eldiario.es» de nada menos que de 19 páginas. Si se descuida, casi tantas como las del propio libro. La crítica es en extremo premiosa, diría que hasta alambicada y enmarañada, empeñada en requerir para cada aseveración que en el libro se hace tales comprobaciones, análisis y pruebas que, para dar cumplimiento a estas exigencias, el autor del libro, Daniel Bernabé, tendría que haber escrito una enciclopedia de varios tomos y no un ensayo político.

Al margen de disquisiciones teóricas, disquisiciones que me atrevo a decir que no están claras ni para el propio Garzón (tengo comprobado que cuando no se habla ni se escribe con claridad es que tampoco se tiene claro lo que se quiere transmitir), hay que preguntarse qué es lo que indigna tanto al coordinador de IU. Al leer cualquier libro resulta difícil estar de acuerdo con todas sus afirmaciones, pero no por ello hay que reaccionar con agresividad y virulencia, a no ser que uno se sienta aludido personalmente. Ciertamente, estoy lejos de suscribir todas las tesis del ensayo, pero resaltaría ciertas ideas que me parecen acertadas y que tienen el mérito de interpelar a la izquierda desde la propia izquierda.

Pocas dudas hay, aunque parece que algunos lo cuestionan, de que a principios de los ochenta se produce una inversión profunda del pensamiento político en el mundo occidental. En los años cincuenta, sesenta e incluso setenta la ideología socialdemócrata fue ganando terreno hasta hacerse dominante en la concepción del Estado y de la política en los países desarrollados occidentales. Este pensamiento contagia incluso a los partidos conservadores, que asumen muchos de sus principios y termina informando las constituciones de todos los países. En todas ellas se establece el Estado social frente al Estado liberal. Incluso España, que sale de una dictadura, copia en su Constitución el espíritu y la letra de los Estados vecinos de Europa.

En 1980, sin embargo, coincidiendo con los gobiernos de Reagan y Thatcher, comienza un proceso inverso. Aprovechando las dos crisis del petróleo de la década de los setenta, se declaró sin razón alguna la muerte de Keynes. Poco a poco se va imponiendo la globalización en la economía, con lo que los mercados y muchas empresas se hacen transnacionales, mientras que el poder político se mantiene encerrado en el estrecho campo del Estado-nación. Comienza a desmoronarse así la columna en la que se asentaba el Estado social, la subordinación de las fuerzas económicas al poder político democrático. Lo más grave de esta situación es que los partidos de izquierdas asumen la globalización y lo hacen no como una decisión política libremente adoptada por cada uno de los Estados, sino como un hecho social y económico obligatorio e imposible de eludir.

A su vez, la Unión Europea que se había mantenido durante bastantes años sin apenas modificaciones, emprende en los años ochenta una carrera en orden a la integración, pero siempre en la misma dirección, la del neoliberalismo económico, la de encarnar la globalización en sus estructuras. El último paso de este proceso ha sido la Unión Monetaria en la que al renunciar los Estados a la moneda propia renuncian al mismo tiempo a la capacidad de control sobre la economía entregándosela a los mercados o a instituciones políticamente irresponsables y carentes de configuración democrática, tales como el Banco Central Europeo. La izquierda europea no parece haber sido consciente de que al dar la aquiescencia a la moneda única se echaba en manos del neoliberalismo económico y cerraba casi cualquier posibilidad de instrumentar en el futuro una política economía de izquierdas.

Esta evolución de la realidad económica y política en las últimas seis décadas resulta bastante evidente, al menos para los que tenemos ya una cierta edad y hemos sido testigos presenciales de ella. No necesitamos ni fuentes empíricas ni encuestas ni examen de los resultados electorales que parecen necesitar las nuevas generaciones de la izquierda, tal como reclama Garzón en su artículo. Basta por ejemplo comprobar cómo han evolucionado los sistemas fiscales (incluso en España) y las normas laborales de los distintos países, o ver los discursos y el pensamiento de los principales mandatarios de la izquierda: Tony Blair, Schröder, Felipe González o, últimamente en España, Zapatero y Sánchez.

En contra de lo que algunos parecen defender, no se precisa hacer una tesis doctoral acerca de si se denomina neoliberalismo económico, clase dominante, oligarquía financiera, etc., para aceptar que a partir de principios de los ochenta, una serie de grupos sociales, económicos y políticos, sea cual sea su denominación, se rebelan contra el Estado social pensando que se ha ido demasiado lejos en la política redistributiva. Alguien lo ha llamado «rebelión de los ricos». No en vano el primer detonante se produce con las reformas fiscales de Reagan y Thatcher. No creo demasiado en las teorías conspiratorias, pero cuando la finalidad es común resulta lógico pensar que los grupos confluyan de forma natural (sin ser necesario que se pongan explícitamente de acuerdo) en establecer una estrategia para conseguir por todos los medios posibles el logro de sus objetivos, entre ellos el de fragmentar las clases sociales y las posiciones ideológicas contrarias a sus intereses.

El subtítulo del libro de Daniel Bernabé reza así: «Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora». Con la palabra «diversidad» Bernabé se refiere a todas esas políticas y reivindicaciones transversales que afectan a determinados grupos sociales definidos por criterios diferentes de la situación económica de sus componentes: matrimonio homosexual, lenguaje inclusivo, igualdad de retribuciones entre hombres y mujeres, derechos de los animales, memoria histórica, educación para la ciudadanía, defensa del medio ambiente y un largo etcétera. Nada negativo encuentra Bernabé en todas estas reivindicaciones, ni en los grupos que las defienden, siempre que no compitan y suplanten la lucha más global e integral entre clases sociales, es decir aquella que se produce frente a una oligarquía que quiere imponer sus intereses y su modelo económico, en detrimento de la mayoría social menos afortunada.

Del libro de Bernabé parece deducirse algo más, y es que esa minoría, a la que se denomina neoliberalismo, propicia esas reivindicaciones más particulares y la diversidad en los planteamientos que de ellas se derivan para romper la unidad de las clases bajas y desviar así la atención de las exigencias más generales y universales. No sé hasta qué punto es siempre así. Desde luego en España existe un caso en el que se cumple este aserto de forma clara. El nacionalismo y el regionalismo dividen a la izquierda y la apartan de su finalidad principal y de sus aspiraciones más genuinas. La España plural colabora muy eficazmente a los intereses del neoliberalismo y de la clase dominante.

El 15-M desapareció de Cataluña en cuanto hizo su aparición el soberanismo, y las reivindicaciones sociales y laborales se transformaron en exigencias independentistas. Esa fue la habilidad de Artur Mas. Cuando, como consecuencia de los ajustes de los que era cómplice, la contestación y la crítica se dirigieron hacia él, hasta el extremo de que se vio forzado a entrar en helicóptero en el Parlament, supo quitarse de en medio y hacer únicos responsables a los extremeños, andaluces, castellanos, aragoneses, gallegos, etc., que, según los nacionalistas, se estaban aprovechando de los catalanes.

Lo más grave es que la desorientación que afecta a la izquierda catalana se ha contagiado a buena parte de la izquierda del resto de España, que de forma inexplicable ha asumido los argumentos y la causa de los secesionistas. El absurdo ha llegado a tal extremo que el Parlamento español se encuentra dividido en dos mitades casi iguales, pero la mayoritaria, donde se sitúa la izquierda, está sometida al dictado de los golpistas.

Bernabé nos advierte acerca del peligro de que lo que en su libro llama diversidad sirva de coartada y pretexto para que determinados gobiernos que implementan políticas de derechas puedan presentarse a sus electores como representantes de la izquierda. La política económica de Zapatero, bajo la batuta de Solbes y Salgado, fue pura continuación -cuando no superación- de los errores de Aznar, y entre ambos generaron las condiciones para la recesión en la que se vio sometida posteriormente la economía española. Su política fiscal estuvo entre las más reaccionarias que han existido, eliminando el impuesto de patrimonio, reduciendo el IRPF y modificando el impuesto de sociedades hasta el extremo de que el tipo efectivo de las grandes empresas llegó a no superar el 3%, y eso sin hablar de las medidas que acometió al final de su mandato cuando entró en pánico ante la crisis. Sin embargo, se ha pretendido considerar a sus gobiernos de izquierdas por el hecho de mantener la paridad de género en su composición, aprobar el matrimonio gay o crear un ministerio de la igualdad.

Sánchez se mantiene en la misma senda de Zapatero. Es más, intenta superarlo introduciendo más mujeres que hombres en su Ejecutivo. Y pretende que su gobierno pase por izquierdista por exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos, aunque después no sepa qué hacer con ellos. Bernabé se refiere explícitamente a este tema: «Yo soy nieto de un represaliado republicano, que fue trabajador esclavo durante la dictadura. Con esto quiero decir que la Memoria Histórica es algo que me toca de manera personal, pero entiendo que eso no puede utilizarse para esconder otras cosas. No me parece inocente que el Gobierno de Pedro Sánchez se centre en El Valle de los Caídos al mismo tiempo que evita derogar la reforma laboral. Si el PSOE quisiera, tardaría una mañana en publicar la lista de amnistiados fiscales, pero no está dispuesto a meterse en conflictos económicos con las élites». No deja de ser curioso que los que hemos sufrido a Franco casi ya nos hemos olvidado de él. Y que sean los que no lo han conocido los que se empeñan en utilizarlo como un comodín, especialmente los golpistas, para acreditar su pedigrí democrático y de izquierdas.

Tanto Zapatero como Sánchez han creado el Ministerio de Igualdad, pero resulta significativo que su cometido no sea enfrentarse a la desigualdad con mayúscula, la que se produce entre las distintas capas sociales, la que describe en su libro Thomas Piketty, sino tan solo la que se supone que hay entre mujeres y hombres. Es también revelador que cuando la vicepresidenta del Gobierno, en un gesto de audacia, anuncia que van a regular la composición de los consejos de administración de las empresas privadas se refiere tan solo a la proporción que se debe dar entre mujeres y hombres, pero por supuesto ni se le ocurre hablar de la presencia entre sus miembros de representantes de los trabajadores, sean hombres o mujeres, lo que antes se llamaba cogestión.

Nada que objetar a la batalla del feminismo, siempre que no se caiga en el ridículo de querer cambiar la Constitución para adaptarla a lo que llaman lenguaje inclusivo, o emplear la expresión ininteligible de «los derechos de los niños y las derechas de las niñas», pero sobre todo que no se pretenda con ella blanquear la incapacidad e impotencia que una parte de la izquierda tiene después de asumir la globalización y la Unión Monetaria para separarse de las políticas de derechas.

Es posible que los llamados impuestos ecológicos generen efectos beneficiosos de cara al medio ambiente, pero suelen tener un carácter regresivo desde el punto de vista de la equidad fiscal, ya que todos ellos tienen la condición de indirectos; y, además, en la mayoría de los casos inciden más en las clases modestas que en las adineradas, que pueden eludirlo de forma más sencilla. Es lo que ocurre con el gravamen al gasóleo que proyecta el actual Gobierno. Y también sucede lo mismo en lo referente a las penalizaciones establecidas por el Ayuntamiento de Madrid de cara a la movilidad y a las restricciones por contaminación. No toda medida a favor de la lucha contra el cambio climático puede ser aceptable sin más para la izquierda, sin tener en cuenta otras consideraciones.

El libro de Bernabé «La trampa de la diversidad» reta a buena parte de los partidos socialdemócratas, y de otras formaciones más a la izquierda, que han asumido la globalización y la moneda única y que se ven por tanto impotentes para implementar o incluso defender una auténtica política de izquierdas. Sienten la tentación de agarrarse a determinadas batallas, que serán perfectamente lícitas y justas, pero que no pueden ni deben sustituir la lucha por la desigualdad social y económica. Interpela, en definitiva, a aquellos que afirman que el euro no es ningún problema y que el problema está en la monarquía.

Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2018/11/01/la-trampa-de-la-diversidad-interpela-a-buena-parte-de-la-izquierda/