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La transición política en Cuba entre la lucha integral o el milagro

Fuentes: Rebelión

La historia de todas las sociedades existentes desde la modernidad a nuestros días, es, sin duda alguna, la historia de la identidad y de la lucha de clases. Cuba existe fiel a esta paráfrasis marxista y se extiende como un constante campo de fricción y disputa. Los últimos años resultan los de mayor reacción antigubernamental luego de enero de 1959, donde la precariedad, la desigualdad, el autoritarismo, la represión, el descontento generalizado, el éxodo sin precedentes, las múltiples protestas populares, las presiones externas y la fuerza adquirida por distintas voces opositoras son algunos de los catalizadores principales.

La crisis económica, política y social del país en ocasiones ha parecido remover los cimientos de la enquistada elite dirigente, aun cuando esta se asume inquebrantable desde su farsa triunfalista. Me atrevo a decir que dentro del imaginario popular, el gobierno de Cuba ya no es el coloso impenetrable de siempre, por más que la escalada represiva posterior al 11 de julio de 2021 y las innumerables formas de control e intimidación que llevan a cabo los órganos represivos del Estado intenten conseguir lo contrario.

Son tiempos de absoluta crisis en la Isla, y en dialéctica consonancia, tiempos en los que se buscan cambios radicales: porque se ansían y se imponen. Cada vez son más las personas que pierden el miedo a protestar para exigir sus derechos y más las voces críticas. Nunca en más de seis décadas hubo tanta efervescencia popular como en este momento, y nunca fueron tan señalables los atropellos y la mala gestión de la cúpula de poder a la cabeza del autoritario Partido Comunista de Cuba (PCC) y del gobierno.

Existe un flujo político muy grande tanto dentro del oficialismo como de las varias alas de la oposición. Hay programas, propuestas, intenciones de transformación; pero no hay diálogo, principalmente porque el poder político desconoce a cualquier actor que no esté imbricado en su engranaje. Late fuerte la intención del cambio, aunque saltan algunas preguntas: ¿a dónde lleva ese cambio?, ¿quiénes se beneficiarán del mismo?, y más laberíntico aún, ¿cómo se consigue frente a un aparato gubernamental que no está dispuesto a aceptarlo fuera de sus términos?

¿Una Cuba para todos?

Reconocer la dimensión del privilegio político de ciertas personas por sobre otras significa un examen justo del medio en que nos desenvolvemos, las desigualdades que nos condicionan y la realidad efectiva ante nuestros ojos. Son innegables los tantos modos mediante los que el biopoder fracciona y obstaculiza el discurrir armónico en la Cuba contemporánea, herencia del grillete colonial, la romántica capitalización de la Isla y la presunta excepcionalidad imperfectible con que La Revolución se vendió por décadas.

Es ingenuo figurarse un análisis riguroso sobre nuestro país y su situación presente sin antes ahondar en escaras desgarradoras y medulares como pueden ser las imposiciones socioclasistas y la racialidad. Es inútil pretender una Cuba «para todos», «democrática», «próspera» o «libre» — como legítimamente muchos discursos de oposición exigen — sin que entre los principales objetivos de la lucha se encuentren la dignificación y reparación de los grupos sociales marginados. Es un sinsentido asumir la problemática nacional de modo uni o bidireccional, obviando el sinfín de tangentes que se cruzan en ese punto tan atendido que es «el problema cubano»; abstracto y manipulado como presente y lacerante.

No es posible construir una «Cuba para todos» sobreponiendo pretensiones políticas inamovibles a cuerpos que sobreviven al diario en un terreno en disputa. Es falaz presuponer que al conseguir, por ejemplo, la democratización liberal de la estructura de gobierno y sus instituciones, cada cubano o cubana tendrá acceso a los mismos derechos, al mismo grado de participación ciudadana y a una vida digna, cuando la propia disposición del tejido social del país, su distribución regional, los métodos de producción, la gestión laboral y la falta de equidad lo impedirían, tanto o más que las concepciones culturales colonizadas que muchos prejuicios y exclusión acarrean. No puede existir una política de bienestar en Cuba, favorable a cada sector, si las necesidades de cada sector no son tomadas en cuenta dentro de la agenda de transformación a la que se aspira.

El disenso ante el poder autoritario del Estado cubano, sus organismos y representantes, debe venir junto al disenso ante cada milímetro de opresión, desigualdad, discriminación e invisibilización que sufren los cuerpos marginados por el biopoder. De lo contrario, solo se estaría velando por la prevalencia de un discurso deficiente y sectorial favorable a un fragmento de la población, y no por la real transformación del país y la sociedad. Porque, ¿cómo un activista o actor político que se articule por una supuesta mejoría, puede cohabitar entre vilezas que, supuestamente, no son de interés político en contextos autoritarios? Es un total sinsentido, una ingenuidad mayúscula.

¿Es posible decir que se hace política por el bienestar de Cuba mientras se ignora o no se le presta la suficiente atención a violencias multisectoriales que trascienden al propio arbitraje de la tríada Partido/Estado/Gobierno o mientras se permanece afiliado a apuestas reaccionarias como el neoliberalismo o el trumpismo? Por supuesto que no, en ese caso solo se haría política por intereses ideológicos, partidistas, personales o de otra enrevesada índole.

Cualquier programa que aspire alcanzar la bonanza para un país es deficiente si en su diseño no se contempla al pueblo y a sus sectores más desfavorecidos como beneficiarios por excelencia. En ese caso, por ejemplo, la mencionada sentencia de «Cuba para todos» no sería más que una pretensión populista si no viene acompañada de una serie de medidas reparativas que contemplen a los desclasados, empobrecidos, racializados, discriminados, a los cuerpos feminizados, a las disidencias sexo-género, a las infancias, a las miles de identidades violentadas, perseguidas y confinadas por el higienismo colonial y opresivo a no ser parte de ese «todos» al que se le debería otorgar Cuba.

La simple instauración de una «democracia» representativa que permita el voto y la alternancia de poderes no garantiza el cese de opresiones sistémicas y estructurales como el racismo, la violencia de género, la homo/bi/trans fobia, la meritocracia, el clasismo… etcétera. Cuba primero debe aspirar a ser justa en su totalidad para luego ser de todos, todas y todes; pero incluso frente a esa variable idiomática hacen catarsis los sectores hegemónicos de la oposición cubana, dejando claros los límites del «todos» al que aspiran.

La herida cubana no sangra solo en el autoritarismo de su gobierno, la represión, la persecución política, la escasez o el éxodo. Sino también en las decenas de feminicidios anuales, el empobrecimiento mayoritario de las comunidades racializadas, la ausencia de amparo legal para las identidades trans, la falta de lugares seguros para las sexodisidencias, la escasez de oportunidades para personas con bajo nivel de instrucción o las políticas punitivas con alto trasfondo racista.

Estos, por más que son males necesitados de una erradicación inmediata, se ignoran o se tratan con superficialidad por gan parte de la oposición mainstream. Un claro ejemplo estuvo en el llamado a boicotear y a votar por el NO a la propuesta del vigente Código de las Familias, bajo el supuesto de que las garantías que el documento ofrece a la comunidad LGBTIQ+ y otros sectores desfavorecidos no eran prioritarias, y dar el SÍ significaba «pactar con el régimen».

Situaciones de este tipo son aprovechadas por el poder político para frente a los ojos de la comunidad internacional, principalmente frente a algunos colectivos de izquierda, presentar un falso escenario de compromiso con las luchas emancipatorias. Por eso es imprescindible destacar la responsabilidad gubernamental en este tipo de violencias, evidente desde la falta de compromiso con la justicia reparativa y la escasa protección, asesoría y acompañamiento a las víctimas. La complicidad estatal en la opresión a los sectores vulnerados es una constante que parte desde el desentendimiento de las instituciones y los funcionarios, hasta la desasistencia que padecen estos grupos y el pueblo en general.

Aún cuando existen algunos aciertos legales — como la aprobación del mencionado Código de las Familias — la falta de implementación efectiva de políticas públicas que promuevan la equidad social y legal contribuye al incremento de la violencia y la discriminación. A su vez, el acoso y represión estatal que sufren militantes feministas, antirracistas y por los derechos LGBTIQ+ busca desmantelar voces críticas y redes de apoyo que laboran independientes al patrón de vigilancia que instaura el gobierno a través de instituciones como el Cenesex u organizaciones de masa como la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), que si bien proyectan un discurso de inclusión y asistencia a mujeres y personas disidentes sexuales y de género, funcionan como otro aparato burocrático de control al servicio del poder del Estado.

Un escenario de transición política o un cambio radical de la estructura de gobierno es menester en Cuba. La verticalidad existente y sus consecuencias corroe cada pizca de esperanza que pueda quedar en esta tierra confinada al desespero, más cuando la elite burguesa que nos dirige disfruta su opulencia de cara a los ojos de un pueblo precarizado, frente a una geografía que cada vez menos sobrevive en la Isla y más en la ilusión de largarse al interior de otras mentiras.

La necesidad de estrategias integrales para definir el cambio en beneficio del pueblo

No basta con solo ser «oposición». La transformación política en Cuba demanda una estrategia que contemple a cada sector de nuestro país como partícipe y decisor en los procesos, sobre todo aquellos a los que la presencia activa se les ha negado históricamente. Esta es una constante ignorada por gran parte de la oposición, que prioriza exclusivamente la irreverencia antigubernamental como la parte esencial de sus programas. Si bien la ruptura con la élite de poder es un punto fundamental de la ecuación, la realidad política de la Isla es mucho más compleja y matizada. Reducir la disidencia cubana a un entramado monolítico y unificado es un craso error.

Lejos de ser un frente unido, la oposición cubana se conforma por una pluralidad de grupos con agendas y visiones propias, que resultan en la mayoría de los casos antagónicos entre sí. Por lo tanto, la afiliación política en el ecosistema nacional, no es un mero detalle de simpatía ideológica, sino un factor determinante que condiciona alianzas, objetivos y la eficacia de la lucha antiautoritaria. Comprender la intrincada red de relaciones entre los grupos de oposición, sus coincidencias, contradicciones y conflictos, es medular al tiempo de comprender la participación dentro de nuestro panorama político, así como para conducir estrategias efectivas que impulsen un verdadero cambio en beneficio de la mayoría popular.

Pasar por alto complejidades de este tipo representa subestimar el carácter irreconciliable de distintas facciones dentro de la oposición y la innegociabilidad de principios y programas políticos divergentes con las perspectivas y búsquedas de otros grupos. Homogenizar es no entender la dimensión de los puntos de divergencia y las implicaciones de tal fragmentación en la lucha por construir una Cuba democrática, equitativa y justa.

Aquí cobra luz el asistencialismo paternalista con que amplios sectores disidentes entienden a las personas y a sus dinámicas de participación política. El afán de crear figuras que «guíen», «representen» y «respondan» por la gente — como sucedió con actores de importancia como El Movimiento San Isidro (MSI), 27 N, 27 ENE o Archipiélago — es parte del tejido gangrenado que no logramos desaprender a la hora de enfocar las aspiraciones de transformación. Entender al pueblo como una masa moldeable, descabezada y errática es repetir las lógicas de dominación que durante décadas ha impuesto la élite gobernante y que tan nocivas son para el desarrollo de ese «bien escaso» en Cuba, como lo definiría Julio César Guanche, que es la ciudadanía.

Al tener un control prácticamente absoluto sobre las diferentes áreas de la participación y generación política en la Isla, quienes gobiernan, utilizan su hegemonía interna para vulnerar el estatus legal de los ciudadanos, dejando los derechos de las personas al filo de interpretaciones prestas a un doble rasero que condicionan los marcos de la legalidad. El ejemplo más claro está en la aprobación por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular del vigente Código Penal, documento que vulnera una serie de derechos básicos, como es el caso del derecho a la protesta social. Desde el año 2021 el marco jurídico en Cuba se enfocó en la criminalización de cualquier demostración de desacuerdo con el poder político.

Con una ciudadanía inexistente, dentro de los grupos de oposición relucen actores que poseen estatus de privilegio como son las categorizaciones de «intelectual», «artista» o cualquier titulación académica, elementos que demarcan una clara diferenciación respecto al pueblo «de a pie», que en la mayoría de los casos no tiene elementos de blindaje que los legitime y proteja ante la represión política.

Estas personas, miembros de la llamada «sociedad civil», son quienes se encargan de llevar una disidencia comprometida, con el respaldo de estar reconocidos como actores políticos «válidos» en evidente separación jerárquica respecto a la gente «común», que en su mayoría es vista como incapaz de hacerle frente al Estado. Ese tipo de narrativa se maneja tanto por el oficialismo, como por parte de la oposición, que no reconocen en el pueblo al legítimo dirigente del país. Aunque los múltiples estallidos populares de los últimos años dejan en claro la capacidad de movilización, la conciencia política y la valentía del pueblo cubano.

El ya citado investigador Julio César Guanche cuestiona la pertinencia del concepto de «sociedad civil», así como de sus representantes, a la hora de analizar los conflictos en Cuba. Guanche señala que a diferencia de la idea de «pueblo», donde se reconocen las desigualdades sociales en el seno de las luchas, la «sociedad civil» asume arbitrariamente una «ciudadanía» igualitaria que no refleja la realidad nacional. Esa «sociedad civil», enfocada en organizaciones políticas, grupos de intelectuales o figuras relevantes para el mercado interno, no recoge las asimetrías de poder entre actores políticos y sociales en nuestro país. En tal sentido, Guanche propone la noción de «pueblo» en un sentido radical como la perspectiva adecuada a la hora de comprender las luchas sociales en Cuba.

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Es urgente desprendernos el hastío de los ojos y las lentejuelas del discurso. Otra realidad es posible. Una que contemple a todo un pueblo, no solo a las elites galopantes que se adueñaron de Cuba, ni a sus fieles enemigos que ansían acomodar sus suelas en palcos de gobernanza.

La «Cuba para todos» solo es posible si se diseña para todos, si se piensa entre todos y si todos somos acreedores de sus bienes. De lo contrario, se necesitaría un milagro para no repetir el ciclo desdichado que, desde sus distintas formas, imponen y ansían los aparatos del poder.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.