Estos días atrás me encontré en la Avenida de la Constitución, bajo un sol de justicia de 45º (maldita la hora en que cortaron las 150 jacarandas) a mi amigo Theakston. Le hice referencia a su paisano el filósofo Francis Bacon y su afán por demostrar las cosas con la practica científica, tal como ilustró […]
Estos días atrás me encontré en la Avenida de la Constitución, bajo un sol de justicia de 45º (maldita la hora en que cortaron las 150 jacarandas) a mi amigo Theakston. Le hice referencia a su paisano el filósofo Francis Bacon y su afán por demostrar las cosas con la practica científica, tal como ilustró Bertolt Brecht en «El experimento», en Historias del Almanaque.
De ahí me vino la idea, la de tener yo mi propia experiencia. Theakston me miraba con sus ojos de buen ingles por parte de padre y su pelo cobrizo por parte de madre irlandesa.
Durante dos décadas vengo paseando por los derrames del Río Guadalquivir y he ido viendo cómo a derecha e izquierda han ido creciendo las plantaciones de las transnacionales -le decía-. Cada hectárea de terreno que han ido conquistando la han marcado con su poste, con su número, con su código de barras. ¡Aquí mandamos nosotros! Sus códigos de barras y sus números «esconden» experimentos transgénicos, de los que los seres humanos también formamos parte.
Bacon, Brecht, las transnacionales, los campesinos, las tierras, los ciudadanos transgénicos… me llevaron al experimento. Me empapé sobre el cultivo de calabazas en la huerta, recogí semillas del interior de tres de estos frutos adquiridos en otras tantas grandes superficies comerciales. He hice cuatro puestas sobre tierra fértil, con agua y sol suficiente y las planté en tiempo y forma. El objetivo era comprobar si daban o no frutos.
Theakston me miraba con sus ojos saltones y, de vez en cuando, el camarero reponía el zumo de cebada (no transgénica).
De las veinte semillas plantadas, ocho germinaron. Tres murieron a los cuarenta centímetros de tallo y cuatro hojas raquíticas. De las cinco restantes, cuatro fenecieron a un metro veinte centímetros. Tenían un puñado de hojas de color verde parduzco con enfermizos lunares amarillos, y de las yemas del tallo intentaron cuajar algunas flores, que no llegaron a abrir. Solo quedaba una mata, La Gran Esperanza de la Humanidad la llamé. Si al menos se salvara ésta, podríamos empezar de nuevo, me dije. La mata crecía y del tronco iban saliendo lindas flores amarillas que yo entresacaba para darle energía a las más fuertes. Pero solo eran flor de un día. Después de una larga agonía la mata se secó quedando tendida sobre la tierra como la camisa de una culebra.
Theakston, impaciente, preguntó: «¿Y…?»
Compadre -le dije-, las conclusiones son muchas y todas me dan miedo. En todo caso la que aquí nos trae es la siguiente: Mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre y, en general, mi familia han sido campesinos, propietarios de la tierra. Durante milenios han utilizado las semillas de sus propios alimentos para reproducirlas. Ahora seguimos teniendo la tierra, pero lo que hay que plantar en ella, mi querido Theakston, eso es propiedad de los consejos de administración de las big corporations.
Que nos llenen -dijo Theakston-.