La decisión conjunta entre Bruselas y Ankara para poner de nuevo en marcha las negociaciones sobre un nuevo capítulo de la adhesión de Turquía a la Unión Europea fue anunciada a finales de junio, dos días después de la conmoción sobre el atentado en el aeropuerto de Estambul, aunque estaba prevista desde el mes de […]
La decisión conjunta entre Bruselas y Ankara para poner de nuevo en marcha las negociaciones sobre un nuevo capítulo de la adhesión de Turquía a la Unión Europea fue anunciada a finales de junio, dos días después de la conmoción sobre el atentado en el aeropuerto de Estambul, aunque estaba prevista desde el mes de marzo, cuando ambas partes negociaron la participación turca en el llamado «acuerdo migratorio» que, en realidad, fue la contratación de Turquía para hacer la función de policía y evitar la llegada de nuevas oleadas de refugiadas desde Oriente Medio a Europa. El pago a Erdogan se concretó entonces: ayuda económica europea a Turquía, acuerdo para estudiar la posible exención de visado a los ciudadanos turcos que quieran viajar a Europa, y apertura de esta ronda de negociaciones anunciada por Bert Koenders, ministro holandés de asuntos exteriores, país que presidió el Consejo la Unión Europea durante el primer semestre de 2016. La apertura de las negociaciones deberá hacerla ya Eslovaquia, que presidirá el Consejo de la Unión durante el segundo semestre del año.
En esa decisión conjunta hay una parte de representación teatral (no hay que olvidar que Turquía presentó su candidatura para ingresar en la Comunidad Económica Europea, antecedente de la Unión, en 1987, y que las negociaciones se han eternizado hasta hoy) y otra parte de presión política de Ankara, y de necesidad de la Unión Europea. Erdogan, que no se ha privado de manifestar duras críticas a Bruselas, afirmó tras el Brexit británico que con toda probabilidad saldrían otros países de la Unión Europea, además de Gran Bretaña, y acusó de islamofobia a todos aquellos países que ponen dificultades para integrar a Turquía en los organismos comunitarios.
Turquía, con la presidencia de Erdogan, tiene tres objetivos estratégicos: fortalecer su papel regional en Oriente Medio, derribar el gobierno de Damasco, y hacer inviable la hipótesis kurda de construcción de un nuevo país en la región. Por ello, el gobierno turco apoya al terrorismo islamista en Siria, ha mostrado complacencia con Daesh en la esperanza de que los fanáticos guerreros islamistas debilitarían tanto a Bachar al-Asad como a las facciones kurdas, y ha hecho valer su condición de policía de fronteras para presionar a la Unión Europea y convertirse en la muralla que detenga las nuevas oleadas de refugiados que tanto temen los responsables de la Comisión Europea y los gobiernos del continente. Esa política, que ha supuesto evidentes beneficios para el papel internacional de Turquía, le ha creado a Erdogan también problemas: debe resistir las presiones de la OTAN, alarmada por el caos creciente en Oriente Medio y el terrorismo de Daesh, que alcanza a Europa e incluso a los intereses de Estados Unidos; debe caminar sobre el alambre de las peligrosas relaciones que mantiene Turquía con Israel y Arabia; debe recomponer su buena vecindad con Moscú tras el derribo del avión ruso y la práctica congelación de relaciones que, ahora, quiere reiniciar por el procedimiento de mostrar una cierta contrición ante Putin; y debe hacer frente al creciente terrorismo en el interior del país, que amenaza con enviar a Turquía al paisaje devastado del caos en Oriente Medio.
Por su parte, la Unión Europea (que debe recordarse su condición de club oligárquico y antidemocrático en la toma de decisiones que afectan a la población) tiene ante sí un complejo horizonte, y debe hallar su papel ante las tres grandes potencias mundiales: la Unión Euroasiática que impulsa Rusia, que desempeñará un creciente protagonismo en Europa; China, con su fortalecimiento mundial, y con su apuesta por la nueva ruta de la seda; y Estados Unidos, ante quien Europa debe reequilibrar su condición de potencia dependiente. Además, la crisis del Brexit ha abierto una gran vía de agua en el paquebot comunitario, a la que hay que añadir la exigencia de nuevos referéndums (en Francia, Alemania, Italia, impulsada por fuerzas de extrema derecha y partidos populistas), la seria desafección en países como Holanda, y los cristales rotos de la xenofobia y el fortalecimiento de la extrema derecha en casi todo el continente, por no hablar de la crisis económica y de la incapacidad de los organismos de la Unión para elaborar un nuevo plan que tenga como objetivo el fortalecimiento de los lazos entre los países asociados. Por todo ello, Bruselas escenifica el acuerdo con Ankara para mostrar ante el mundo, y ante la propia población europea, que la Unión continúa siendo un destino preciado por otros países, utilizando la apertura turca para conjurar su propia crisis.
Muchos son los problemas que esperan en esa nueva ronda de negociaciones: desde la cuantía de las subvenciones económicas de la Unión a Ankara, hasta el asunto de los visados, pasando por las reticencias de Chipre (Turquía, a través de sus clientes locales, sigue ocupando el norte de la isla) y por la exigencia europea para que Turquía apruebe nuevas leyes que respondan a los criterios democráticos de Bruselas, aunque la deriva islamista de Erdogan, la represión política cada vez más dura sobre la izquierda turca, los bombardeos en el este del país contra la población kurda y los oscuros lazos con el terrorismo en Oriente Medio van a suponer un difícil problema para la Unión Europea: Erdogan no está dispuesto a ceder en esos expedientes.
Así, todo indica que, pese a que Bruselas haya tendido su mano a Ankara, la hipotética adhesión de Turquía a la Unión Europea seguirá esperando durante muchos años en los pasillos de la Comisión, mientras sus responsables gobiernan la tormenta con una cruz puesta en la crisis europea y un puño sobre la pólvora de Oriente Medio.
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