Casi sin darnos cuenta, nuestra vida se transformó completamente en cuestión de días. La pregunta sobre “qué está sucediendo” invadió todos los rincones del mundo. Una especie de psicosis colectiva, una mezcla de pánico y confusión sobre algo que aún no podemos comprender, ni siquiera nombrar.
Pero hay algo de lo que estamos seguros: algo cambió, y cambió para siempre. Esta pandemia apura un proceso, acelera el tiempo hacia otra cosa, con el miedo como eje.
Una vez que la Organización Mundial de la Salud declaró al coronavirus (Covid-19) como pandemia, se disparó una alarma a nivel internacional, en la que los gobiernos de todos los países debieron asumir la responsabilidad de resguardar a sus ciudadanos del contagio de una gripe que, por su velocidad de propagación, obliga a tomar medidas de “distanciamiento social” para evitar el contagio masivo de poblaciones enteras.
Y parece de película porque el pánico social y la “responsabilidad” de respetar la cuarentena se ha convertido en una insignia de lucha permanente, de control y disciplinamiento no sólo desde las agencias del Estado, sino desde lo social, llevada adelante por vecinos, familias, amigos, etc. Pero ¿a quién afecta el coronavirus?
En el mundo a la fecha, se ha cobrado la vida de 13.570 personas. En China arrasó a 3.267 y en Europa lleva 7.879 (en Italia 4.825 muertes y en España 1.753). Y aquí está lo curioso, porque a medida que los días avanzan, los índices de letalidad en todo el mundo muestran que las víctimas fatales son las personas mayores a 70 años y, específicamente en Italia, los casos muestran que el 60% afecta a los hombres y el 40% a las mujeres.
Ahora bien, el hambre, las guerras, la crisis climática o el patriarcado, por mencionar sólo algunos ejemplos, matan a muchas más personas en todo el mundo que las que mata el coronavirus, pero no hay pánico generalizado por esto.
Ocultando la crisis sistémica
Como respuesta a la situación, en la mayoría de los países del mundo se declaró la cuarentena. Esto es, aislamiento social y cierre de fronteras, creando un estado de confinamiento de las personas sanas en sus casas, que alimentó la sensación de estar viviendo una película de terror y mostrando un futuro distópico de fin del mundo.
Más allá de las múltiples causas que se le atribuyen a la pandemia, es claro que aparece en un momento geopolítico de cambio estructural del modelo económico tal como lo conocemos. Estamos viviendo un momento de crisis sistémica, en la cual hay actores que tienen puestas todas sus cartas en juego, fundamentalmente los jugadores del sistema financiero, que afrontan un escenario de debacle por sobreproducción de dinero ficticio, que promete ser peor que la crisis de 2008.
El interés invertido en la virtualización de la economía por parte de estos actores, ha ido moviendo la estructura del sistema capitalista, y deja la interrogante acerca de un cambio no sólo en las condiciones objetivas (cambio en el sistema productivo a través de la digitalización de la economía y la robotización de la producción) sino también – y fundamentalmente con esta pandemia – en las condiciones subjetivas: construcción de la virtualidad como la mediación de las relaciones sociales bajo un formato de control social.
A través de los medios masivos de comunicación y las redes sociales (como interlocutores “válidos” de la situación), comenzaron a observarse ciudades desiertas, escuelas vacías, autopistas sin circulación, y las pocas personas que se veían en la calle (profesionales de la salud y la seguridad), con barbijos y bajo extremas medidas de precaución.
Más allá del hecho particular de esta pandemia, aquí lo que nos ocupa es la pregunta sobre lo novedoso de esta situación de aislamiento a nivel mundial, algo que nunca antes había sucedido en la historia. La pandemia del coronavirus logró confinarnos a una cuarentena global, dentro de las cuatro paredes del hogar. Nadie estaba preparado, pero sucedió y el mundo siguió girando.
¿Qué pasó con las instituciones? ¿Cómo es posible que todo siga funcionando si las personas no estamos en nuestros puestos de trabajo? ¿Será que ya no somos necesarios? ¿Será que algo cambió y no lo habíamos notado?
Esto nos obliga a preguntarnos si estamos asistiendo a la conformación de un nuevo sistema poscapitalista o si está emergiendo una nueva fase dentro del mismo capitalismo: del capitalismo agrario, al industrial, al financiero y ahora al digital. (Ambas hipótesis quedan en el tintero para abordar en futuros estudios).
Transiciones y control social
Es importante destacar que el paso de un sistema económico a otro –o de fase– nunca es una “transición pacífica”, sino todo lo contrario: se realiza a fuerza de guerras y profundos enfrentamientos sociales.
Si nos remontamos al paso del feudalismo al capitalismo, entre lossiglo XV y XVII, éste fue un momento de la lucha entre clases donde los capitalistas debieron reestructurar la sociedad para instalar nuevas formas de producción, aún más explotadoras que las anteriores.
De la misma manera, a dos décadas de comenzado el siglo XXI, asistimos a la materialización de nuevas relaciones sociales, que implican el paso hacia la digitalización de la economía y la conformación de nuevas mediaciones basadas en la virtualidad como elemento central: un reordenamiento digital de la producción capitalista, que puede observarse principalmente en la disputa por la tecnología del 5G, en la aparición de monedas virtuales y en el desarrollo de la inteligencia artificial (IA).
Vemos cada vez con más claridad cómo nuestro verdadero valor como trabajadores radica en la producción de datos –en interacción con las plataformas virtuales– que son utilizados como materia prima necesaria para generar algoritmos (IA).
En este proceso, nos hacen cada vez más dependientes de la tecnología y más controlables, ya que tienen la capacidad de predecir nuestras conductas. Lo irónico de todo esto es que producimos los datos que nos harán prescindibles.
Y es que por más de que estemos encerrados en casa, no estamos aislados, y aunque no vayamos a nuestros lugares de trabajo, estamos trabajando: el uso de internet en este tiempo de confinamiento está generando enormes masas de datos que fluyen en el territorio virtual, al que necesariamente vamos a buscar educación, entretenimiento, alimentos, medicamentos y todo lo que necesitamos para subsistir.
Las estadísticas muestran que, desde el inicio de la cuarentena, las redes IP han experimentado incrementos de tráfico de datos cercanos al 40%, lo que obedece principalmente al elevado consumo de streaming de video y llamadas de WhatsApp o Skype. En el gaming (juegos en línea) se registró un aumento del 271% y el tráfico de WhatsApp creció 698%.
El confinamiento en casa entonces, disparó exponencialmente la cantidad de datos que producimos, y también las ganancias de quienes son hoy los grandes dueños de las plataformas que se transformaron en el territorio donde “convivimos”.
Esta situación transcurre con una irónica sensación de “libertad” de parte de todos y todas las que producimos esos datos. Nos creemos libres de navegar y acceder a innumerables servicios – en su mayoría “gratuitos”- en la web, cuando en realidad trabajamos 24 horas para amos invisibles, que ya nisiquiera necesitan hacerse cargo de asegurar condiciones mínimas de supervivencia y reproducción de sus “nuevos trabajadores”.
En síntesis, más explotación en una especie de neo-esclavitud. Podemos animarnos a proyectar un escenario futuro (no tan lejano), donde se destruyan los puestos de trabajo tradicionales y con ello las instituciones en su forma anterior (que ya están en crisis).
Millones de seres humanos bajo una explotación generada con nuevas formas de extracción de plusvalía, despojados, en la intimidad de su hogar, trabajando en las plataformas virtuales, luchando por conseguir sus medios de subsistencia. Si no estás conectado, no existes.
¿Hay alternativa?
Frente a este escenario se presenta la oportunidad de profundizar la construcción del Proyecto de las Clases Subalternas.
Como punto de partida, la pandemia nos ha puesto dos cuestiones sobre la mesa. La primera que el alcance del coronavirus deja en evidencia no sólo los límites de la globalización de los mercados sino además el límite de los estados-nación y sus ideales de consolidar soberanía bajo sus propias fronteras. El estado-nación y sus instituciones ve por cierto su enorme dependencia, obsolescencia y subordinación a la gobernanza global.
La segunda, es que el mismo capitalismo ha creado condiciones de organización local y, quizá se esté incubando otro virus distinto al Covid-19: el virus de un nuevo sistema que globalmente corte las cadenas de opresión a través de redes de solidaridad con quienes están en la misma situación de desconcierto, encierro forzado y disciplinamiento social.
El mundo está cambiando de manera irreversible; no podemos dar batalla desde viejas recetas en el campo popular. Necesitamos construir redes de organización a nivel global, con una visión profundamente revolucionaria del orden establecido, en ofensiva, con creatividad e iniciativa.
Nuestra potencialidad como clases subalternas reside en nuestros territorios locales, en la vida en común, en el conocimiento profundo de las necesidades de nuestra gente. El modelo de organización comunal basado en lo humano nos muestra capacidad de resistencia y batalla. Pero la comuna aislada hoy se vuelve “contrarrevolucionaria”.
Tampoco podemos fiar de la salida común que se instala en los cuerpos y las mentes del colectivo. Esa salida que nos invita a que “todos trabajemos juntos” para salir de esta situación. Sabemos que ese “todos” tiene que representar solo al 99% de la población mundial, explotada y bastardeada, contra el 1% que acumula y vive a expensas del trabajo de otros.
El salto necesario en este momento es poder universalizar nuestras luchas locales, en una especie de “sistema nervioso”, donde las herramientas tecnológicas sean las armas del pueblo para unir los esfuerzos y las banderas, socializar nuestras miles de formas de lucha, hasta que nuestro sistema socialista, comunal sea realidad en todo el mundo. Dar la disputa en el territorio virtual, y realizar ese poder en la calle.
El movimiento feminista está demostrando su capacidad de organización y disputa de poder en este sentido. Construye en los territorios locales redes de sororidad (hermandad entre mujeres con respecto a las cuestiones sociales de género), que gracias a un gran trabajo en la virtualidad, trasciende fronteras y unifica sus consignas.
De nuestra capacidad de organización y lucha depende el destino de la humanidad. Frente al fatalismo del futuro que nos muestran, oponemos nuestra capacidad de reflexión, nuestra conciencia histórica, nuestra iniciativa, nuestros valores y la convicción de que la victoria de las grandes mayorías oprimidas es objetivamente posible.
Anteponer la vida a tanta muerte, la voluntad de lucha al miedo impuesto, la solidaridad al aislamiento social, lo humano a lo artificial.
Paula Gimenez y Emilia Trabucco son investigadoras y redactoras del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)