«La prudencia es una facultad que, descubriendo lo verdadero, obra con el auxilio de la razón en todas las cosas que son buenas o malas para el hombre». (Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro VI, capítulo IV).
En el mismo instante en que me inyectaban la vacuna de AstraZeneca, sentado al volante de mi coche, estaba oyendo a través de la radio, en vivo y en directo, a los portavoces de la Agencia Europea del Medicamento. Exponían lo esencial de su informe sobre la relación entre la administración de la dicha vacuna (a millones) y los sucesos de trombos en algunas personas a las que les fue inoculada (apenas un centenar), que terminaron en fallecimientos en cierto número de casos (34 hasta la fecha según compruebo en internet). No retiré mi brazo en un acto reflejo disparado por la noticia del reconocimiento de un peligro por parte del grupo de expertos. Me mantuve firme en mi decisión de vacunarme cuando me tocó la vez. Fui racional.
A la mañana siguiente me desperté con las molestias esperables efecto de la inoculación del adenovirus de chimpancé que sirve de vector en la vacuna en cuestión. Y con la noticia de que las autoridades sanitarias recién habían tomado la decisión de suspender la administración de la misma. Principio de precaución. Racional también.
Me acordé entonces de un profesor de matemáticas de un instituto de Marbella al que se le había muerto una compañera de cuarenta y tres años de edad días después de que se le inyectara la primera dosis del remedio de AstraZeneca. La mujer sufrió una hemorragia cerebral que resultó ser letal. Muy afectado por este fallecimiento, desde entonces expresaba el docente su rechazo a la segunda dosis que completa la pauta para la inmunización efectiva. Una persona con formación matemática, que puede comprender perfectamente el significado de las estadísticas, siempre decisivas en lo relativo a la valoración terapéutica de todo medicamento, se niega a recibir una segunda dosis a partir de una casuística no preocupante según dicta la lógica de los grandes números. Irracional, pero comprensible.
Todos estos ejemplos son la concreción de una cuestión central de la filosofía; en primer lugar, porque tiene que ver con la propia naturaleza de esta disciplina, que se tiene a sí misma por un ejercicio de pensamiento racional. Pero, sobre todo, porque atañe a lo que tenemos por un rasgo esencial de la condición humana, a saber, el libre albedrío, que presupone consciencia y raciocinio. Hasta tal punto es así, que homo sapiens se tiene, comúnmente, por una especie que se diferencia cualitativamente de las demás por la racionalidad. Digamos que, por lo menos en lo que respecta a la así llamada cultura occidental, el modelo antropológico en el que nos reconocemos es el que define una criatura que puede sobreponerse a los dictados de la naturaleza y a los laberintos de las circunstancias merced a su entendimiento.
Una muestra de esa preocupación filosófica por la racionalidad la hallamos en un libro muy clarificador que escribió hace ocho años el ya difunto Jesús Mosterín. En Ciencia, filosofía y racionalidad encontramos un capítulo dedicado a la teoría de la racionalidad. Un presupuesto de la misma –ya recogido por Aristóteles en su Ética a Nicómaco– es que sólo pueden darse problemas de decisión racional cuando:
- Quien decide se halla entre diversas alternativas entre las que puede elegir; esto es, que la salida de la situación no está unívocamente determinada.
- Quien decide prefiere unas opciones a otras; es decir, no le da todo igual.
En efecto, estas dos condiciones se cumplen en los ejemplos que me sirven de punto de partida para este análisis. Podría decirse que en los tres se presenta básicamente el mismo dilema: vacuna sí o vacuna no.
En cuanto a las situaciones en las que se pueden presentar problemas de racionalidad práctica, es decir, en las que la decisión a tomar tiene que ver con qué hacer (y no, o no sólo, con qué creer, lo que atañe a la racionalidad teórica), cabría distinguir entre la situación en la que la decisión se toma bajo condiciones de certeza, la situación en las que las condiciones son de riesgo y, por último, la que viene definida por condiciones de incertidumbre.
En este mundo pandémico con el que tenemos que lidiar desde hace ya más de un año escasean las certezas, siendo el grado de incertidumbre muy superior al deseable, con el añadido de una nada despreciable porción de riesgo. En esta dichosa coyuntura no nos queda otra que asignar probabilidades (subjetivas) a las diversas acciones alternativas de cuyas consecuencias no estamos seguros. Qué preferimos y qué utilidad esperamos de cada una de las opciones es decisivo en este tipo de situaciones, porque rige la conocida como regla de Bayes (del matemático inglés Thomas Bayes): actúa de tal modo que maximices la utilidad esperada.
Así se justifica que yo mantuviera firme mi brazo ante la aguja, a pesar de estar oyendo en ese mismo momento por la radio a un experto decir que cabía una posibilidad de que las muertes por trombos estuviesen asociadas a la vacuna de marras. Pero es tal la utilidad que yo espero de ella y tan baja la probabilidad que asigno a una fatal consecuencia que ahí me hago el valiente.
¿Por qué la decisión posterior de las autoridades sanitarias de suspender la administración del medicamento de AstraZeneca? En este caso, el agente que decide actuar es el Gobierno de cada país; y está tan inseguro respecto a las consecuencias (ojo: no únicamente las sanitarias, sino también –y quién sabe si sobre todo– las políticas) que puede acarrear proseguir con la vacunación después de hacerse público el susodicho informe, que no se atreve a asignar probabilidades, aunque sí utilidades. Aquí tenemos una pluralidad de reglas incompatibles, que corresponden a otras tantas actitudes distintas de las que señalaré ejemplos a continuación.
Una de las reglas más famosas, en el lado de la prudencia extrema, es la que se conoce como MAXIMIN. Su norma dicta actuar de modo que se maximice la mínima utilidad. O, dicho de otra forma: procede de forma que minimices el máximo riesgo. Aquí el agente actúa pensando que va a ocurrir lo peor posible. Esta es la razón por la que el Gobierno de España ha acordado, en el momento en que escribo esto, que la vacuna diseñada en Oxford se administre a las personas de la franja de entre 60 y 69 años de edad (aunque ayer mismo era de entre 60 y 65). El número de receptores potenciales se reduce notablemente y, con ello, el máximo riesgo, que es la muerte, pero así mismo su utilidad.
En el extremo contrario, del lado de los optimistas y/o audaces, rige la regla MAXIMAX. Lo que dicta es que se actúe de tal manera que se maximice la máxima utilidad. Se aplica sobre la suposición de que va a ocurrir sólo el mejor caso posible. El Reino Unido de Gran Bretaña representa esta opción. En este país se recomienda no vacunar con el suero patrio sólo a los menores de treinta años. No se pude pasar por alto a la hora de entender su postura el hecho de que en ese país tres de cada cuatro vacunas inyectadas son de AstraZeneca. Restringir su administración como en España no es compatible con los planes del Gobierno británico para la superación de la crisis causada por el SARS-CoV-2.
No hay que dejar de apuntar la interesante advertencia que Jesús Mosterín recoge en su mencionado libro al referirse a la teoría formal de la racionalidad práctica, a saber: la suposición propia de dicha teoría según la cual el sujeto sabe en todas las circunstancias lo que quiere o lo que prefiere no deja de ser una idealización poco realista. ¿De verdad sabemos siempre lo que queremos? ¿Nos paramos a pensar siquiera en qué es aquello que realmente queremos? Por no mencionar que cuando los que deciden por nosotros nos aseguran que deciden en función de algo bueno que quieren para nosotros, puede ser que verdaderamente estén persiguiendo otra cosa bien distinta.
Vayamos al caso de mi compañero profesor de matemáticas, que seguro quiere evitar desarrollar la COVID-19, pero rehúsa aceptar el remedio, aún sabiendo por los números que el riesgo, si es real, es mínimo y el beneficio mayúsculo. Aquí ingresamos en los dominios de la irracionalidad. Creo que este ejemplo es una muestra de nuestra mente cavernícola, que todos tenemos según afirma la psicóloga Helena Matute directora del Laboratorio de Psicología Experimental de la Universidad de Deusto, y autora de Nuestra mente nos engaña, libro en el que podemos hallar una buena colección de sesgos.
Los sesgos son distorsiones cognitivas inscritas filogenéticamente en nuestras estructuras cerebrales que perviven en nuestra psique y dictan irracionalmente nuestra conducta (que incluye la toma de decisiones) porque a lo largo de millones de años de evolución han demostrado ser una ventaja adaptativa. Si no fuese así nuestra especia se habría extinguido tiempo ha.
Ahora bien, que sean una ventaja adaptativa no quiere decir que sean de aplicación pertinente siempre y en todo caso. La selección natural, mecanismo primordial del proceso evolutivo, opera a lo largo de lapsos de tiempo inconcebibles para la imaginación de cualquier persona; cientos de miles, millones y decenas de millones de años son periodos de tiempo que no tienen su apropiada representación en nuestras mentes, ajustadas a organismos que sólo duran unas pocas decenas de años. Lo cierto es que, si esos mecanismos cognitivos operan todavía en todos los individuos de nuestra especie, es porque a lo largo de tanto tiempo, en promedio, el gran número de sus aciertos compensan los errores en los que nos puedan hacer incurrir. Pero, en ciertas ocasiones, suponen vulnerabilidades de las que nadie se libra, por muy cultivado en las ciencias que esté; porque el sesgo es humano, demasiado humano. Como, por ejemplo, el tan común sesgo de confirmación, gracias al cual reforzamos nuestros más acendrados prejuicios y creencias, prestando atención únicamente a aquellos hechos que las apoyan y pasando por alto, como si nada, los que las refutan.
La decisión del profesor de rehusar la segunda dosis de la vacuna de AstraZeneca viene motivada por el hecho de la muerte de su compañera tras haberle sido administrada la primera. Él asocia causalmente ambos eventos. Sin embargo, que a un evento le siga otro no quiere decir que el primero sea causa del segundo. Esto, desde el punto de vista lógico, no tiene discusión; y sostener lo contrario implica incurrir en la conocida como falacia de la falsa causa (en su formulación pedante latina: post hoc, ergo propter hoc). Pero, ¿y desde el punto de vista psicológico?
El aprendizaje asociativo tiene un papel principal en lo que ha sido el éxito adaptativo de nuestra especie. Es heurístico, es decir, es un procedimiento rápido y al alcance de cualquiera, porque es intrínseco de la naturaleza humana, que sin necesidad de un razonamiento lógico consciente y activo o de conocimientos científicos específicos, permite solucionar los problemas prácticos por la vía rápida, y aprender formando la base del conocimiento ordinario. Hay quien lo llamaría intuición en según qué circunstancias.
Debemos a los trabajos de los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky mucho de lo que sabemos sobre esos mecanismo heurísticos, siendo lo principal de qué formas nos inducen a error. A todos, no importa lo brillantes que seamos en términos intelectuales o cuán elevado sea nuestro nivel de instrucción. El economista Jean Tirole en su libro La economía del bien común se refiere a ellos como «unos atajos de razonamiento que nos proporcionan un esbozo de respuesta a nuestras preguntas» y advierte que a menudo tienen como vector la emoción (caso del colega de matemáticas, que ante la incertidumbre se apunta a la causalidad movido por la conmoción que le provoca la muerte de su compañera de departamento).
El aprendizaje asociativo funciona bien creando y reforzando asociaciones entre eventos que se suceden en el tiempo. Y puede ser orientativo en el proceso de descubrimiento científico, como prueba el origen mismo de la inmunología moderna que se atribuye a Edward Jenner. Su decisivo descubrimiento hace algo más de dos siglos dio comienzo cuando estableció una asociación entre la inmunidad de las recolectoras de leche frente a la viruela y su contacto continuado con las vacas. Luego, eso sí, tuvo que comprobar lo acertado de su intuición mediante un riguroso proceso de experimentación. Por esto –dicho sea de paso– tienen el nombre de vacunas esta clase de medicamentos (variolae vaccinae significa, precisamente, viruela de la vaca).
Sin el sometimiento a la disciplina racional, en según qué casos. puede ocurrir que se suponga un vínculo causal entre dos hechos que acontecen seguidos por azar, tomando por causalidad lo que es mera casualidad. Nuestra mente cavernícola tiene un enorme poder a la hora de emitir un juicio sobre lo que pasa y tomar decisiones sobre qué hacer respecto de ello. A simple vista, nuestra psique no puede detectar causalidad en la mayoría de las situaciones ambiguas como la dada en el caso del fallecimiento de la profesora de Marbella. Para establecerla fehacientemente tenemos que aplicar con rigor el método científico (como hizo Jenner), lo que suele ser laborioso y lleva su tiempo. Y es difícil de asumir cuando nos hallamos en una situación de incertidumbre y está en riesgo nuestra vida. El caso de Steve Jobs, en ese sentido, es paradigmático: un hombre con una sólida formación científica que prefirió las pseudoterapias porque le insuflaron una (ilusión) de seguridad que los tratamientos basados en la ciencia no.
Concluyamos que lo que aquí he analizado comporta lecciones sobre nosotros mismos que debiéramos extraer de esta pandemia. Incide en los límites de la condición humana, revela nuestras vulnerabilidades y define el horizonte de nuestras posibilidades. Constituye, en fin, una enseñanza que tendría que ser parte fundamental de la educación de las jóvenes generaciones, porque el autoconocimiento es clave a la hora de promover esa sabiduría de la que tan necesitados estamos si queremos tener futuro como especie.