Con todo y que ya contamos en Colombia con una Política Nacional de Envejecimiento y Vejez, hace poco, con motivo de la conmemoración del Día Mundial de Toma de Conciencia en contra del Abuso y Maltrato de la Vejez, se denunciaba la vejación y el abuso contra los ancianos como algo cada vez más común […]
Con todo y que ya contamos en Colombia con una Política Nacional de Envejecimiento y Vejez, hace poco, con motivo de la conmemoración del Día Mundial de Toma de Conciencia en contra del Abuso y Maltrato de la Vejez, se denunciaba la vejación y el abuso contra los ancianos como algo cada vez más común en nuestra sociedad y se mencionaban 1781 casos de violencia intrafamiliar física y sicológica contra personas mayores de 60 años ocurridos todos ellos en el 2010, con un incremento respecto del año anterior cercano al 20 por ciento, y con el agravante de que de cada diez casos, cuatro de ellos eran provocados por sus propios hijos.
Gracias a la lectura que he hecho de diversos estudios, he podido deducir que las cinco principales quejas de los viejos -eufemísticamente llamados adultos mayores-, son: la despreocupación social por su salud, el abandono, la escases de centros asistenciales, el desamparo estatal y, con gran énfasis por su impacto emocional, el maltrato familiar. En Cuba, por ejemplo, de acuerdo a las estadísticas del Programa Nacional Contra la Violencia Familiar y Sexual (PNCVFS), los más relevantes victimarios son «sus propios hijos adultos con el 44.4%, los cónyuges 14.6%, pareja actual (afectivo y/o sexual) 9.7%, u otros familiares (nuera, yerno, etc.) 17%… las edades de los hijos/as agresores fluctúan entre 26 y 45 años.»
Es necesario resaltar que Colombia está en un proceso de envejecimiento, acorde con una de las previsiones socio-demográficas proyectadas para los próximos años que señala un forzoso e irreversible envejecimiento de la población mundial. Por ejemplo, han venido apareciendo cifras preocupantes como las entregadas por el DANE en donde se advierte que cerca del 10 por ciento de la población de nuestro país sobrepasa los 60 años sugiriéndose la posibilidad de que en el 2050, por cada adolescente, habrá tres mayores, y estimándose que en los próximos 20 años -merced a los adelantos de la ciencia médica que ha ido reduciendo las tasas de mortalidad- ¡los mayores de 80 años crecerán a un ritmo del 400 por ciento!
Pero sirva este abordaje a un tema de tan señalada importancia global, como lo es el de la vejez, para poner por algún momento el dedo en la llaga de una de las más salvajes injusticias originada por la enferma naturaleza humana contra este particularmente vulnerable sector de la sociedad.
Nadie puede argumentar que desconoce al menos algunos de los innumerables sufrimientos a que el irremediable destino y la implacable naturaleza conducen al hombre cuando este tiene la intrepidez, la obligación o el estoicismo de alcanzar la vejez. A ésta, su última edad, llegan en tropel toda clase de males que van desde la pérdida de control sobre lo económico, hasta su reducción a la impotencia cuando debe someterse sin opción de defensa alguna a los caprichos arbitrarios o las violencias físicas y sicológicas de quienes los rodean. Alguien hacía esta conmovedora lista de lo que con tanta frecuencia ocurre: «Apropiarse de su jubilación, sacarle créditos sin permiso, adueñarse de sus bienes, menospreciarlos, tratarlos como niños, ignorarlos, gritarles, empujarlos y hasta golpearlos y abandonarlos… y (los ancianos) callan por vergüenza o miedo».
Y es que, hay que decirlo ya y levantando la voz, que de bajezas e infamias, ninguna como la que se configura cuando se trata de la violencia física o sicológica ejercida por un hijo contra su padre. Y en este contexto hay una arista brutal cuyo nombre no es otro que el de amenaza -una criminal modalidad de la extorsión-, que el padre agredido debe tomar siempre como un peligro inminente y como la advertencia dolorosa de que el hijo o la hija que la profirió, ya no debería seguir siendo sangre de su misma sangre. El hijo que amenaza a uno de sus padres con cortarle la ayuda económica, con no visitarlo más, o con la depravada y abominable notificación de una demanda judicial, lo hace porque se siente ya habilitado y con la suficiente sangre fría para infligirle a su progenitor cualquier otro tipo de monstruosidad.
A los dos conflictos más sobresalientes en la supervivencia de numerosos hombres y mujeres de la tercera edad, cuales son el abandono y el maltrato, habría que agregársele esta nueva variante, disfrazada ella, impúdicamente, de sólo verbo, «una mera expresión», pero con nombre cierto de artefacto explosivo, amenaza, con lo cual no se está haciendo nada específico, pero se está cumpliendo el objetivo de derrumbar la moral y la tranquilidad del anciano a través del terror que le ocasiona lo que puede llegar a sucederle cuando se concrete.
La vejez, pues, amenazada por todos los flancos, y tantas y tantas veces desde sus propias entrañas.
No recuerdo ahora a quién le oí decir alguna vez que «todo el mundo quisiera vivir largo tiempo, pero nadie querría ser viejo.» Y Simone de Beauvoir sentenciaba: «para cada individuo la vejez comporta una degradación que él teme. La actitud más inmediata y simple es negar la vejez porque es sinónimo de enfermedades, dolor, pérdidas de fuerzas, impotencia, fealdad… «
No obstante todo lo anterior, yo jamás negaría la mía. Resignado, me las arreglaré con ella.
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