En 1877, Popayán arde con otra fiebre del Dorado. Los escasos periódicos que llegan, en especial europeos y norteamericanos, hablan del caucho como el nuevo oro vegetal que se encuentra libre y a manos llenas en las selvas amazónicas, y en ese momento es necesitado con gran urgencia por nacientes industrias Noratlánticas. Se ha iniciado […]
En 1877, Popayán arde con otra fiebre del Dorado. Los escasos periódicos que llegan, en especial europeos y norteamericanos, hablan del caucho como el nuevo oro vegetal que se encuentra libre y a manos llenas en las selvas amazónicas, y en ese momento es necesitado con gran urgencia por nacientes industrias Noratlánticas. Se ha iniciado en nuestras selvas el ciclo afiebrado del caucho.
La familia de Rafael Reyes Prieto, procedente de Santarosa de Viterbo en Boyacá y establecida en Popayán hace más de 10 años, tiene ya un lucrativo negocio de compra y exportación a Estados Unidos y Europa, de frutos de la selva amazónica, como quina, nueces del Brasil, tagua, cacao silvestre, zarzaparrilla, y una variedad especial de caucho negro llamado balata muy estimado en los mercados atlánticos.
Rafael logra convencer a sus madre y a sus tres hermanos, Néstor, Elías y Enrique, de la necedad de ampliar el negocio y buscar una ruta para sacar los frutos de la selva al océano Atlántico; más barata y diferente a la larga y costosa travesía por caminos imposibles desde las selvas de los ríos Caquetá y Putumayo, por la vía de Pasto hasta Popayán, para luego de seleccionarlos, re empacarlos y trasportarlos a lomo de mula por la cordillera andina, hasta los barcos de exportación en Cartagena. Pues la ruta del pacífico, vía puerto de Buena ventura y la travesía por tierra de todo el istmo de Panamá, era aún más engorrosa e insegura.
Rafael había escuchado relatos de baquianos conocedores de la selva que hablaban de una trocha diferente desde Popayán hasta las cabeceras del río Putumayo en tierra de los indígenas Mocoas, hallada en los tiempos de la conquista española por el encomendero Cristóbal Quintero, quien bajo el influjo de los descubrimientos del río Amazonas hechos por Orellana en el Perú, también había intentado viajar siempre surcando el río Putumayo hacia donde sale el sol, para encontrar la ciudad de oro de Manoa.
Fue así como la firma Elías Reyes y Hermanos SA, con sus ilusiones convertidas en codicia, se da a la tarea de organizar una expedición para rencontrar esa trocha, bajar por el río Putumayo, pues bien sabido era que el río Caquetá era innavegable, explorar y marcar esas selvas, desembocar en el río Amazonas y luego navegar a favor de la corriente por el río-océano de los marañones, hasta salir al Atlántico en el oriente.
Hacen cálculos, buscan créditos, víveres, mulas, cargadores, baquianos de confianza y, los tres hermanos se ponen en marcha. Un día lluvioso de Abril de 1877, sale de Popayán una caravana de buscadores de fortuna, compuesta por 10 mulas cargadas con tasajo, panela, herramientas, mantas para el páramo y hamacas para la selva, cuerdas, pólvora, munición, armas y joyas muy vistosas incrustadas con vidrios de colores. Van 10 rudos cargadores, expertos baquianos de al selva.
A los tres días de trocha atravesando una inhóspita montaña, deben abandonar las mulas que no pueden continuar, y tras cinco jornadas por entre helados y húmedos farallones de vegetación rala, sorteando precipicios con la ayuda de rejos y lazos, finalmente descienden a la tupida y calurosa selva. Están en territorio de los indígenas Mocoas. Continúan avanzando hacia el sur oriente, según la orientación de los baquianos, hasta encontrar en un pequeño valle descampado, el recodo anchuroso de un caudaloso rio de aguas barrosas, donde están esparcidas algunas malocas indígenas. Es la cabecera del río Putumayo.
Pocos indígenas salen a recibirlos. Los cargadores y expedicionarios ponen sus costales, sacos y morrales en el suelo, mientras el baquiano conocedor de la lengua indígena se adelanta unos pasos y mostrando las joyas en las manos alzadas, lanza un grito. Sale al encuentro un indígena fornido y pintado por todo el cuerpo, quien golpeándose el pecho dice ¡Chau! Y calla, esperando la reacción de los recién llegados que permanecen con las manos en alto. A una indicación del baquiano empiezan a golpearse cada uno el pecho y a gritar su nombre: Yo Elías. Yo Rafael. Yo Néstor. Yo Enrique, y así los demás.
No es difícil ganarse la confianza y hospitalidad de los Mocoas, aficionados a las baratijas y abalorios brillantes, que cambian por tres días de posada, varias cestas de fariña o harina tostada de yuca amarga, una docena de tortugas, dos grandes canoas con remos y un piloto indígena conocedor del río y sus caños aledaños. Rafael propone llamar ese caserío indígena Puerto Sofía, en nombre de su esposa que se ha quedado a su espera en Popayán. Tres días después se dan al agua espumosa de la corriente y, el río se empieza a ver surcado por una caravana crujiente que se desliza ondulante.
Durante el día el calor pegajoso de la canícula equinoccial, el zumbido permanente y las picaduras de los mosquitos, el verde monótono de la selva y los invariables recodos del río, más el vaivén interminable de la corriente y los remos, junto con los estridentes ruidos selváticos al paso de la caravana, hacen rutinario el diario fluir del viaje. Con el halo rojizo del atardecer, se escoge un lugar descampado y seco en la rivera para varar las dos canoas, saltar a tierra, buscar lugar donde colgar las hamacas y los cargadores divididos en grupos, adentrarse en la selva en busca de algún animal de caza para agrandar la ración. Mientras tanto, los hermanos Reyes ávidos cuentan los arboles preciosos y los marcan con muescas de machete. Luego, aún somnolientos, con el vaho matinal de la primera luz reiniciar la navegación.
A los quince días de navegación, la inercia cotidiana es rota sorpresivamente por el desgarrador grito de un baquiano que tiene clavado un dardo en el cuello y muere lentamente en medio de terribles lamentos y espasmos. Varan las dos canoas, sacan de los costales las armas y las cargan y, se busca un lugar donde hacerse fuertes en la orilla. El piloto indígena de los Mocoas dice en medio de gran temor y ansiedad que han llegado al territorio de los indígenas Mirrañas, enemigos desde hace mucho de los Mocoas, a quienes cazan para hacer bailes ceremoniales y devorarlos. Él se regresa a Puerto Sofía y quien quiera puede acompañarlo.
Los hermanos Reyes discuten y deciden que Rafael regrese apresuradamente con el piloto indígena y tres baquianos remeros a traer refuerzos, mientras los otros tres hermanos bajo la jefatura de Elías y el resto de los 6 cargadores los esperarán. Dividen armas, provisiones y canoas y pronto, la embarcación de Rafael impulsada por fuertes movimientos de los remeros desaparece en una curva del río arriba.
Esa misma tarde un grupo de cerca de quince canoas de indígenas Mirrañas pintados en el cuerpo con gruesas rayas negras, en medio de una inmensa gritería y blandiendo flechas y macanas se acercan y atacan a los exploradores, quienes responden disparando sus armas de fuego. Al disolverse la nube olorosa a pólvora, se ven flotar varios cuerpos enrojecidos de los atacantes muertos y heridos, y la retirada espantada de los botes indígenas. La espera se prolonga dos días.
Con el sol ardiente del segundo amanecer, lentamente van apareciendo varias barcas tripuladas por mujeres indígenas desnudas, exhibiendo a gritos pescados ahumado, tortugas vivas, y carne secas de animales salvajes. Hacen señas amistosas y oferentes, pero de rechazo a los estruendosos y mortíferos palos de candela. Elías y los baquianos aceptan la temerosa ofrenda y aceptan complacidos el abasto selvático. Una parte en idioma Siona y otra a señas, las mujeres logran decirles que, esa noche son invitados a una celebración de amistad que se realizará en sus malocas, ubicadas en una enmarañada ciénaga de un caño cercano. Una de esas mujeres se queda con la comisión para guiarlos.
Al atardecer, después de acordar las precauciones y la manera de participar en esa ceremonia, se embarcan rumbo al poblado de los Mirrañas. Después de remontar un brazo estrecho del río en lo alto de un barranco orillero de tierra amarillenta, la canoa de los exploradores encuentra las malocas del caserío en donde los esperan, cerca de un centenar de indígenas. Elías y sus hermanos desconfiados han dejado marcas en el camino para el regreso al gran río.
El jefe de la tribu, casi desnudo y todo su cuerpo maquillado con largas rayas negras, los recibe ataviado con una corona de plumas de guacamaya entretejidas y un largo bastón sonajero. Los invita luego a la maloca de la danza. En uno de los extremos de la casa, al lado de unos pescados ahumados y presas de carne seca, hay un tronco labrado en su interior como una canoa lleno de un burbujeante y amarillento masato agrio de yuca amarga.
El jefe de las familias indígenas con el reflejo sudoroso de la luna en la cara, entrega a Elías una totuma rebosante del espeso líquido. Bebe un poco y luego la pasa a sus compañeros también pintados a rayas negras, quienes beben sin desagrado. El humo espeso y oloroso de un gran tabaco ceremonial, que los indígenas después de fumarlo y aspirarlo lentamente van pasando de mano en mano, se acompaña con el inicio de una música ventosa sacada a soplidos de unas flautas de zampoña. Lentamente las mujeres pintadas y con sus senos al aire, inician el baile formando una hilera danzante y flexible que semeja una serpiente, mientras van pisoteando el piso produciendo un ruido seco y cascado a cada paso. Hacen una pausa y gritan. Luego los hombres haciendo un lamento profundo y ronco se incorporan en la fila y nuevamente se inicia la marcha sonora alrededor de la maloca. Gritan, paran, toman masato fermentado y reinician a la monotonía embriagante.
Aún con el dolor de cabeza y embotados por los efectos de la chica fermentada, sin despedirse de nadie, Elías con la primera luz del día, ordena a sus acompañantes retomar el cauce grande del río y continuar el viaje. No es difícil seguir las marcas dejadas, pero una incómoda sensación de estar permanentemente vigilados se apodera de los exploradores. La canoa debajo de una canícula implacable y acompañada de una nube de mosquitos, navega todo el día sin descanso, procurando alejarse lo más posible de los Mirras. Pero al atardecer, cerca ya la hora de parar, la embarcación choca estruendosamente con un tronco sumergido volteándose completamente, y en medio de chapaleteos y brazadas desesperados, desaparecen chupados por la espumosa y encrespada corriente, junto con todas sus provisiones, Enrique el hermano menor de Elías, con 4 baquianos muy estimados: Pedro Juan Martínez, Luis Alonso, José María Calderón y Antonio López el hijo del general presidente de Colombia José Hilario López. Inexplicablemente solo ganan la orilla Elías y Néstor, ayudados por dos baquianos más.
Una vez reunidos, los cuatro discuten sobre sus posibilidades reales. Están bastante lejos del caserío de los Mirras y el río se ha tragado todos sus enseres y provisiones. Esa noche, exhaustos y silenciosos velan el tropel selvático. Al otro amanecer quitándose los mosquitos a manotazos, buscan en la rivera cercana y durante todo el día, algunos troncos secos para amarrarlos con bejucos y construir una balsa rudimentaria que les permita echarse aguas abajo, a la buena ventura. Pero la mayoría de palos están podridos como para soportar algún peso y el golpe del agua. Agotados y hambreados deciden descansar. Es ya el atardecer, la hora en que los animales van a alguna orilla descampada a beber y refrescarse del calor húmedo y asfixiante de la selva.
Súbitamente aparece una manada atropellada de zaínos, que cautelosamente con sus gruñidos característicos se arriman a un playón no muy lejano. Los cuatro sobrevivientes se miran incrédulos y se hacen señas para dividirse en dos parejas con la intención de rodear la manada. Lenta y sigilosamente cada uno toma un garrote y se resbalan por entre los musgosos troncos hacia los cerdos salvajes. Pero la estridente huida de una bandada de monos que también ha venido la playa a refrescarse, alerta a los zaínos. Elías le hace señas a su hermano indicándole que otro animal ha espantado a los monos y se deben apresurar.
Con el garrote en la mano, Elías trata de pisar cuidadosamente la hojarasca crujiente. Tiene las manos sudorosas, el pecho apretado y el corazón acelerado golpeándole las sienes. Un movimiento de hojas secas a su lado, seguido de un rugido sonoro y de la mirada centelleante de un Jaguar negro amarillo con sus garras y colmillos, le desgarra el cuello. Un grito profundo pero inaudible, envuelto en el vaho de la neblina selvática, encubre la mirada vidriosa de Elías Reyes.
A los pocos días, Rafael Reyes Prieto regresa con otra expedición al lugar del río Putumayo donde se despidió por última vez de sus hermanos y amigos baquianos, para buscarlos con desespero. Nada encuentra. Habían desaparecido entre la hojarasca y el agua. Solo halla en un playón desolado algunos restos de ropa que pudo identificar como de su hermano Elías. Entonces concluye, y así lo hace saber a los periódicos de Bogotá, que los indios caníbales Mirras, pintados con las rayas de los tigres, los habían devorado.
(*) Alberto Pinzón Sánchez es médico y antropólogo colombiano.
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