La verdad es muy importante en política. Diga lo que diga algún posmoderno, constituye una herramienta indispensable para encontrar un poco de orden en este caos contemporáneo. Antonio Gramsci, que vivió una de las épocas más oscuras y complejas del siglo XX, lo sabía perfectamente y consideraba que la verdad debía respetarse siempre, en cualquier […]
La verdad es muy importante en política. Diga lo que diga algún posmoderno, constituye una herramienta indispensable para encontrar un poco de orden en este caos contemporáneo. Antonio Gramsci, que vivió una de las épocas más oscuras y complejas del siglo XX, lo sabía perfectamente y consideraba que la verdad debía respetarse siempre, en cualquier circunstancia y cualesquiera que fuesen las consecuencias. Para él, la búsqueda de la verdad y el compromiso con ella eran inseparables de la actividad política, cuyo fundamento último residía precisamente en la aspiración a la veracidad y a la conformidad de lo que se hace con lo que se piensa. En cambio, la falsedad y la mentira solo engendran vanas ilusiones que pueden ser fácilmente destruidas [1]. Convencido de esta idea, el pensador sardo hizo suyo el conocido aserto de Lasalle «La verdad es siempre revolucionaria», convirtiéndolo en la cabecera de L’Ordine Nuovo, un semanario fundado por Gramsci que reflejaba certeramente la conflictiva atmósfera política del país alpino en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial.
Pues bien, considero que la característica fundamental del texto que se pone a disposición del lector es precisamente el apego a la verdad mostrado por su autor en los diversos pasajes del mismo. Julio Anguita lo admite con naturalidad al responder a una pregunta clave que mucha gente se hace en la actualidad: «¿Cómo se lucha? Diciendo la verdad. Es que la verdad es muy dura; pues la decimos sonriendo». Es esta actitud la que lo lleva, por ejemplo, a denunciar el sistemático incumplimiento de la Constitución Española en lo que respecta a los derechos económicos y sociales; a alertar sobre el efecto narcotizante que ejercen la televisión, el entretenimiento o las revistas del corazón; a enfrentarse, en definitiva, al viraje neoliberal que suponían la ratificación del Tratado de Maastricht y la aparición del euro en el proceso de construcción europea. Sin duda, la palpitante actualidad de sus ideas tiene mucho que ver con el respeto a la verdad que siempre ha presidido la trayectoria del político cordobés. A medida que la realidad se despliega ante nuestros ojos, sus discursos cobran nueva vigencia y el lector tiende a pensar que podrían haberse escrito la semana pasada. Su veracidad ha hecho que envejezcan bien y no pierdan un ápice de interés.
Sin embargo, no es la actualidad de sus ideas lo que me propongo destacar en esta presentación, con ser aquélla muy importante. Lo que me interesa señalar es la vigencia de la actitud intelectual mostrada por Julio Anguita en estas intervenciones, orientada a construir un discurso veraz, innegociable y congruente con las propias convicciones. Y hacerlo a costa de cualquier sacrificio, incluidos los votos, porque en el terreno de los principios no puede haber concesiones: «si para ganar votos tenemos que hacer cosas que van contra nuestra conciencia, que se queden con los votos. Y esto es importante, porque se está en política al servicio de políticas, de cosas que uno cree, el sillón por el sillón no sirve para nada». Es decir, no se trata sólo de adoptar una posición política, sino de hacerlo con franqueza, con sinceridad y sin traicionarse por un manojo de votos o por un puñado de sueldos. Es precisamente esa actitud la que otorga a estos discursos una actualidad extraordinaria, aunque sólo sea porque no es fácil de ver en el panorama político que nos rodea. Acaso el lector pueda encontrar en ellos, o construir a partir de ellos, una suerte de cartografía para conocer aquello que Francisco Fernández Buey denominaba «la vida buena en la esfera pública» [2]. Una especie de brújula para intervenir y tomar partido en la grave crisis que afecta a nuestro país y que está socavando los cimientos mismos de la Europa comunitaria.
Veamos este asunto con más detalle. Hace mucho tiempo que estoy convencido de que España no es un Estado soberano. Para ser exactos, no lo es desde la ratificación del Tratado de Maastricht, que convirtió a nuestro país en una región perteneciente a una entidad oligárquica y antidemocrática llamada Unión Europea. El crecimiento económico experimentado desde mediados de los noventa, basado en el endeudamiento y la expansión del ladrillo, disimulaba esta realidad y permitía conservar la apariencia de soberanía consagrada en la Constitución de 1978. Sin embargo, el estallido de la crisis financiera acaecido en 2008 y el consiguiente colapso del modelo productivo-especulativo han hecho emerger la verdad: una economía dependiente y periférica atenazada por la deuda externa, caracterizada por la precariedad laboral y condenada a un deterioro inexorable de nuestra capacidad productiva. De manera lenta pero progresiva, la crisis económica va develando la realidad del poder y poniendo cada cosa en su sitio, más allá de las ideologías y de las percepciones sociales que todavía prevalecen sobre el proyecto europeo.
En efecto, cada vez es más difícil ocultar que el proceso de construcción europea ha constituido una gigantesca operación política orientada a sustraer la soberanía popular y destruir la democracia en Europa. ¿Tiene sentido seguir hablando de ciudadanía cuando nuestra capacidad de regir la realidad social y económica ha sido violentamente confiscada? ¿Realmente puede hablarse de soberanía cuando la política económica ha sido sustraída a cualquier proceso de decisión democrática? Si no hay nada que decidir, ¿qué queda del principio democrático en lo que respecta a la economía política? Desde el Tratado de Maastricht, la construcción europea ha pretendido, y finalmente conseguido, excluir al Estado de la economía para consagrar el imperio del mercado y permitir que la explotación capitalista se reproduzca sin turbulencias, viabilizando el programa político que interesa a los sectores más privilegiados de la sociedad. Se trata de un dispositivo político-institucional diseñado para doblegar las políticas públicas y sustraerlas a la exigencia fundamental de cualquier sistema democrático: la necesidad de someterlas al debate público y, en su caso, modificarlas cuando lo decida la mayoría de la población.
Algunas voces críticas, entre ellas la de Julio Anguita, habían señalado que la arquitectura institucional europea constituía el escenario adecuado para una tormenta perfecta, pero era más cómodo desviar la atención y escurrir el bulto, esa costumbre tan española. Pues bien, al desencadenarse una crisis de grandes proporciones, el mercado autorregulado comenzó a desplegar sus efectos: s i el tipo de cambio ha desaparecido, la política monetaria ha sido transferida y la política fiscal se encuentra limitada por una estricta disciplina presupuestaria, la única variable que puede servir de base para un ajuste económico en una situación de crisis es la flexibilidad de los salarios. Ahora bien, en contra de lo que opinan los neoliberales, esta variable no actúa en un mercado abstracto e idealizado, sino en un espacio económico caracterizado por la hegemonía alemana y por la subordinación de las economías periféricas, alimentando una dinámica colonial que convierte a los trabajadores españoles en una reserva de mano de obra barata. Esto es lo que explica que las disposiciones estatales en materia de política social estén siendo destruidas al ritmo de los dictados de la unión económica y monetaria. La nueva división europea del trabajo promueve y fomenta la progresiva destrucción de los modelos sociales estatales, lo cual resulta inmediatamente perceptible en dos ámbitos fundamentales: la flexibilización de los mercados de trabajo y la reducción de la protección social, en particular de los sistemas de Seguridad Social. El dumping social no sólo no se ha combatido, sino que se ha fomentado, situando la regulación del trabajo asalariado como único factor de competitividad y desencadenando un feroz darwinismo normativo para reducir los estándares laborales y de protección social.
Enfrentados a esta realidad, importantes sectores de la izquierda social y política defienden la necesidad de un cambio de rumbo orientado a reformar la Eurozona y transformarla en una unión coherente, solidaria y respetuosa con los derechos sociales. Con cierto halo de modernidad, reclaman la creación de una autoridad fiscal y abogan por la modificación de los estatutos del BCE para que pueda conceder préstamos a los Estados. En un arrebato de ingenuidad, exigen la abolición del Pacto de Estabilidad o incluso la creación de un salario mínimo europeo para reducir los diferenciales de competitividad y cerrar la brecha productiva que se ha producido en Europa. Como he defendido en otro lugar, se trata de una quimera que ha paralizado durante décadas a buena parte de la izquierda y del movimiento sindical [3]. La unificación de la política fiscal supondría una completa reestructuración de la soberanía en toda la Unión Europea, construida a partir de una rigurosa jerarquía de estados y un cuidadoso cálculo de intereses nacionales. Por ello, cualquier reforma posible no podría menos de respetar la jerarquía de poder existente, caracterizada por el dominio de los países de la zona central y muy especialmente de Alemania, que ha utilizado la aparición del euro para reforzar la hegemonía del capital alemán en el teatro político europeo.
Julio Anguita advirtió tempranamente esta circunstancia y supo expresarlo con la claridad que caracteriza al político de fuste: «mientras que nosotros como pueblo sigamos diciendo, ‘qué bien lo de la Moneda Única’, ‘qué bonito lo del euro’, seguiremos teniendo el mismo problema». No puedo estar más de acuerdo: la unificación monetaria de Europa no es una construcción errónea o incompleta, sino un instrumento idóneo para restaurar la centralidad geopolítica de Alemania y liquidar la soberanía en los países del sur de Europa. Por consiguiente, cualquier agenda política que pretenda romper realmente con el neoliberalismo, incluso en un sentido reformista, debe plantearse en serio la salida del euro y enfrentarse a la Unión Europea como tal. Más claramente aún: la única salida progresista para nuestros pueblos consiste en abandonar de la zona euro y recuperar el control de la soberanía para escapar del cataclismo de la devaluación interna impuesta por la Unión Europea.
Esta reflexión nos lleva de forma natural a interrogarnos sobre otra cuestión de extraordinaria importancia en el contexto político actual. Me refiero, claro está, a las aspiraciones independentistas que han calado en importantes sectores de la sociedad catalana y que postulan la separación de Cataluña para constituir un Estado propio en el seno de la Unión Europea. La pasividad de la izquierda social y política ha permitido al nacionalismo conservador construir un discurso interesado que señala a España como origen de todos los males, justificando de este modo los recortes sociales y subordinando el debate público a sus intereses. Sin embargo, a la luz de cuanto llevamos dicho, ¿tiene sentido plantear la secesión de Cataluña en estos términos? ¿No habíamos quedado en que nuestro país es una suerte de protectorado gobernado por poderes e instituciones europeas? Aún más, los casos de Eslovaquia, Croacia, Lituania o Rumanía, por citar sólo algunos ejemplos, ¿no evidencian que la democracia y la soberanía son incompatibles con una institucionalidad amarrada a un capitalismo desbocado?
Como podrá advertir el lector, Julio Anguita no elude pronunciarse al respecto: «nos encontramos con un Estado, el Estado español, que tiene limitado su funcionamiento por arriba y por abajo. […] Esa idea de España independiente no existe, y debemos tenerlo en cuenta para decidir lo que pretendemos construir». En efecto, lo que emerge de la crisis no es propiamente el problema catalán, vasco o gallego, sino la cuestión del Estado español en su conjunto, integrado por nacionalidades y pueblos que sufren una situación de subordinación política, retroceso social y dependencia económica en la Unión Europea. La solución no es un independentismo débil y subordinado al diktat de Berlín, sino trabar relaciones de solidaridad entre las clases populares del Estado con la finalidad de impulsar una alternativa general para romper con la Europa de Maastricht. El objetivo no debería ser independizarse de un Estado que se encuentra atado de pies y manos, sino federar las luchas emancipatorias para recuperar la soberanía, desengancharse del euro y construir fórmulas de cooperación económica entre los países de la cuenca mediterránea.
Aunque a alguno se le erice el pelo, la democracia radical que defiende Julio Anguita sólo puede florecer sobre las ruinas de la actual Unión Europea. La soberanía no es sino otra forma de nombrar la democracia, y rechazar la primera supone inequívocamente recusar la segunda, por más que se recubra de un cínico cosmopolitismo. En una situación como la que hemos descrito, caracterizada por la radical separación entre el Estado y la economía, los ciudadanos no tienen ninguna posibilidad de intervenir en defensa de sus intereses. El mercado único europeo, construido bajo los dictados de un neoliberalismo ortodoxo, constituye una auténtica dictadura económica que ha devastado las economías de los países periféricos y lleva camino de hacer lo propio con sus sistemas políticos, destruyendo la soberanía y desmantelando el bienestar de los Estados que se encuentran en dificultades. En este marco político, la democracia no tiene nada que hacer, tanto en su forma representativa como en su forma participativa. El verdadero problema estriba en recuperar la soberanía para liberarse de una colonización basada en relaciones de fuerza y caracterizada por el dominio de los países del norte europeo, fundamentalmente de Alemania.
No quiero extender más esta presentación. Hemos vivido una época en la que los ricos eran cada vez más ricos y los trabajadores tenían cada vez más deudas, en la que se fomentaba una concentración de la riqueza que ha llegado a ser obscena al amparo de la corrupción del poder político. Muchas personas se fueron acomodando y, fascinados por la burbuja crediticia-consumista, cesaron de luchar. Algunos, deslumbrados por los oropeles del poder, incluso parecían avergonzados, haciendo piruetas para disimular que alguna vez habían sido de izquierdas. Por el contrario, Julio Anguita tuvo la valentía de decir la verdad cuando nadie quería oírla. Y en la actualidad, alejado de la primera línea política, continúa empeñado en decir la verdad y permanecer erguido. En mi opinión, los discursos contenidos en este volumen constituyen una buena muestra de la veracidad que siempre ha exhibido en política y que hace de Julio Anguita un dirigente revolucionario. Les dejo con él y les ruego que, esta vez, le escuchen.
Notas:
[1] Vid. GRAMSCI, A. «Per la verità». En: Cronache torinesi: 1913-1917. Turín, Einaudi, 1980; p. 5.
[2] FERNÁNDEZ BUEY, F. Leyendo a Gramsci. Barcelona, El Viejo Topo, 2001; p. 119.
[3] ILLUECA BALLESTER, H. y GUAMÁN HERNÁNDEZ, A. «La Unión Europea: una nueva colonización». El texto completo puede obtenerse en http://blogs.publico.es/dominiopublico/8679/la-union-europea-una-nueva-colonizacion-parte-i/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.