El fenómeno se reveló por vez primera al calor de la declaración de independencia de Kosova, a principios de 2008. Muchos de quienes, entre nosotros, y en las dos décadas anteriores, se habían entregado a la demonización más burda de las políticas desplegadas en Serbia por Slobodan Milošević pasaron a ver en éste el afortunado […]
El fenómeno se reveló por vez primera al calor de la declaración de independencia de Kosova, a principios de 2008. Muchos de quienes, entre nosotros, y en las dos décadas anteriores, se habían entregado a la demonización más burda de las políticas desplegadas en Serbia por Slobodan Milošević pasaron a ver en éste el afortunado defensor de la Yugoslavia unida. No se trata, hablando en propiedad, de que defendiesen las políticas de Milošević. Para defenderlas, como para criticarlas, era preciso conocerlas, y esto no parecía al alcance de las entendederas, y de la voluntad, de estos nacionalistas españoles, expertos sobrevenidos en asuntos balcánicos.
La farsa ha reaparecido estos días al amparo de la supuesta «vía eslovena» enunciada por el señor Torra. Llamativo ha resultado que las discusiones sobre la legalidad del referendo esloveno de 1990, inequívocamente complejas, rara vez se hayan hecho acompañar, entre dirigentes políticos y todólogos, de consideración alguna en lo que hace a lo que ocurrió, fundamentalmente en Serbia, en los años anteriores. Desde la Serbia de Milošević se articuló una agresión en toda regla contra un Estado federal frágil y maltrecho. Asumió formas varias: despliegue franco de discursos demonizadores de unos u otros grupos étnicos, asentamiento de un nacionalismo de inocultada base étnica, apuesta por una progresiva «serbianización» del ejército popular yugoslavo, abolición de la condición de provincias autónomas de la que disfrutaban, dentro de Serbia, la Vojvodina y Kosova, establecimiento de un régimen de apartheid en este último territorio, adulteración de los equilibrios más elementales en la presidencia colectiva del Estado federal, apoyo a la creación, en Croacia y en Bosnia, de regiones autónomas serbias y, en fin, y al cabo, un obsceno uso de la fuerza.
Describir a Milošević, un genuino anti-Tito, como el garante de la unidad yugoslava es olvidar que el dirigente serbio fue, antes bien, y en colaboración estrecha, poco después, con el presidente croata Franjo Tuđman, el dinamitador mayor de esa unidad. A Milošević, dicho sea de paso, la independencia de Eslovenia, en donde apenas había serbios, le trajo siempre al pairo, como en realidad, pero esto es harina de otro costal, y bien que con reglas diferentes, sucedió con la de Croacia. El referendo de autodeterminación y la declaración de independencia eslovenos, legales o no -¿cuáles eran las credenciales, por cierto, de quienes se atribuían el derecho a decidir al respecto?- , no surgieron, en cualquier caso, de la nada. Y la política de Alemania, la de la UE, la de EEUU o la del FMI en nada rebajan la responsabilidad de las elites dirigentes en Serbia y en Croacia.