«Degollé a una muchacha con un machete», le dijo Villalba Hernández al fiscal al que le rindió la primera indagatoria, el 16 de febrero de 1998, tres días después de entregarse presionado por las pesadillas que no lo dejaban dormir y que repetían, una y otra vez, los gritos de sus víctimas».(Testimonio del paramilitar que […]
(Testimonio del paramilitar que antes de ser asesinado en prisión involucró
a Álvaro y Santiago Uribe Vélez en la masacre del Aro)
«Zarzal es la memoria, más la mía es un cesto de llamas».
José Martí
Podríamos afirmar que la obra esclarecedora sobre la memoria de Manuel Reyes Mate (Valladolid 1942) toma vuelo en 1990 con el proyecto «La filosofía después del holocausto». Durante estos veintitrés años su autor insiste sin pausa en la necesidad de recrear el pensamiento a partir de la barbarie y de la injusticia.
No es casual que en Colombia sus diversos escritos alcancen resonancia. No es para menos, en nuestro país la memoria ha cobrado extraordinaria importancia ética y política, como contrapeso a la magnitud y características de los exterminios metódicos, materiales y hermenéuticos, a que ha sido sometida nuestra población.
El carácter sistematico de la aniquilación y los umbrales inimaginables de crueldad guardan terribles semejanzas con el holocausto que incitó el pensar filosófico de Reyes Mate y su quehacer en torno a la obra de Walter Benjamin.
El «diálogo» que presentamos a continuación fue elaborado a partir del texto «Pasajes de la memoria» que el profesor Reyes facilitó a este periódico en el marco de su proyectada visita a la universidad Santo Tomas (Bogotá), en julio de 2013, y de su obra Tratado de la injusticia.
Una mirada propia en espejo ajeno
Durante los últimos años, en diversos ámbitos colombianos surgió la necesidad de comprender la manera cómo llegamos al abismo de horror que caracteriza nuestro devenir colectivo desde hace casi siete décadas (1945-2013). Se han gestado diversas iniciativas de memoria, algunas dirigidas a registrar, en medio de las amenazas, el testimonio de las victimas invisibilizadas por los medios de aturdimiento, y otras a esclarecer los mecanismos que han regido el exterminio y permitir que los hechos concatenados expresen con su elocuencia lo que no se nos ha permitido saber. Otras iniciativas se han dirigido a justificar el genocidio, o a desdibujar las más altas responsabilidades en el proceso de aniquilación sistemática y enfrentamiento feroz. ¿Cómo percibe usted, maestro Reyes Mate, lo que acontece con la memoria a nivel internacional?
«Es indiscutible que el interés por la memoria cotiza al alza, y este cambio puede ser considerado epocal. Hay una memoria que nace en Auschwitz. Aquello fue como un laboratorio del mal en el que se pusieron en evidencia algunas leyes del funcionamiento de la historia que encontramos en otros muchos conflictos. ¿Qué leyes son esas? Al menos dos. En primer lugar, la ley de la doble muerte en el mismo crimen: muerte física y hermenéutica. El nazismo, lo sabemos, reducía a polvo o ceniza los cuerpos de los judíos, para no dejar huella, pero también se afanaba en no darle importancia. Es el momento del discurso invisibilizador. Los demás debían entender que esos judíos no valían nada, estaban de más. Había que quitar importancia, significación, al crimen.
La segunda es «el deber de memoria». Las víctimas gritan «nunca más». Lo que han vivido no puede repetirse. Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos: memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que roza el empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y lo impensable ocurrió. Cuando esto sucede se convierte en lo que da que pensar.
Entonces, si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que las victimas han sufrido. Hay que tener siempre presente lo ocurrido».
Verdad y política
En Colombia, la inducción del olvido, los pasados ausentes, la no comprensión colectiva de lo acontecido, y la impunidad judicial e histórica instauradas, han servido para reeditar la barbarie. ¿Como contempla Reyes Mate las relaciones entre verdad y política?
«El Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de memoria, sin que le falte un punto de ironía- es un ambicioso proyecto cognitivo que propone re-pensar el concepto de verdad, de política, de ética y de estética a la luz de la barbarie.
Tenemos entonces que el deber de memoria no sólo tiene una dimensión temporal sino también hermenéutica, es decir, no sólo se refiere al rescate de un tiempo pasado sino también a lo ocultado o invisibilizado por el presente. La tarea de la memoria no es sólo histórica (traer el pasado al presente) sino también interpretativa, esto es, tiene que preguntarse por el sentido moral y político que ese pasado tiene para el presente.
Hay que hacer memoria porque la invisibilización de las víctimas, conseguida en tiempos de plomo, sigue siendo actual. Ahora bien, ¿cómo se expresa el deber de memoria referido a la invisibilización de las víctimas del exterminio? ¿Cómo lograr visibilizarlas, es decir, captar su significación y dejarnos interpelar por él?
Es verdad que, a diferencia de lo que ocurría hace treinta o cuarenta años, esas víctimas se han hecho presentes. Hoy se cuenta con ellas y no hay discurso de político que no las invoque, pero se mantiene el velo sobre la responsabilidad».
Memoria y justicia
En Colombia, en el proceso de verdad histórica, permanece aún el velo sobre la responsabilidad de la hiper potencia mundial en la confrontación intestina con el exterminio continuado de toda una franja social y política. La injusticia secular se ha reeditado sin solución de continuidad con la brutal amputación de una parte del organismo social. ¿Qué consideración tiene usted, maestro, sobre las relaciones entre memoria y justicia?
«Si la memoria es justicia, lo es porque se hace cargo de las injusticias o daños causados a las víctimas. La memoria de las víctimas debería partir de una consideración de los daños causados que se erigirían en interpeladores, en busca de respuestas. Para reparar esos daños (y, por tanto, para hacer justicia a la sociedad) hay que restañar esas fracturas y recuperar para la sociedad a los expulsados de ella por la violencia.
¿Cómo recuperar a la víctima? Reparando lo reparable y haciendo memoria de lo irreparable. No hay que perder de vista, además, que la bala asesina lleva un mensaje político dirigido a la víctima y a quien piense como ella. Les niega el ser ciudadano pues el proyecto de muerte da a entender que en el futuro por el que los matones matan no hay lugar para alguien como la víctima. Hacer justicia a la víctima es reconocerles su pleno derecho de ciudadanía».
Entre perpetradores directos y autores intelectuales
En nuestra nación, donde hemos vivido una guerra y unos odios que nos fueron impuestos, y distintas etapas de una violencia con signo oficial, aparecen, en muchos casos, los victimarios pero no los cerebros detrás de ellos, ¿Qué lugar ocupan los autores materiales y los altos y ocultos responsables del horror en su reflexión sobre la barbarie, profesor Reyes Mate?
«¿Cómo se recupera al victimario? Aquí hay dos estrategias. La primera sigue la senda del derecho penal que recurre al castigo y al cumplimiento de la pena para lograr la reinserción. La palabra clave es delito. La segunda, que consiste en una nueva presencia del victimario en la sociedad, es resultado de «un cambio interior» que se logra si se elabora la culpa. El delito puede borrarse sin que la culpa se implique. Lo que aquí se dice es que la fractura social que provoca el acto de terror no se sutura con el mero cumplimiento de las penas sino con la elaboración de la culpa.
En El Malestar de la Cultura Freud sostiene que «el primer requisito cultural es el de la justicia» (Freud, 2007, 87), es decir, el acto constitucional de la cultura -o de la «vida humana»- es un acto de justicia entendiendo por tal un tipo de relación social sin imposición de uno sobre otro u otros. Es también el punto de vista que defiende Ernst Tugendhat cuando dice que la justicia, es decir, la toma al abrigo de imposiciones autoritarias, es el primer rasgo de la humanidad del ser humano, es decir, ese modo de ser que despide al modo ser animal, caracterizado por el poder, por la imposición de uno sobre los demás. La justicia así entendida sería incluso anterior a la aparición de la moralidad.
Karl Jaspers entendió que para superar el pasado y abrir una nueva época no bastaba con castigar a los dirigentes nazis. Lo que procedía era que el pueblo alemán asumiera sus responsabilidades aunque no estuvieran tipificadas en el Código Penal.
La culpa moral consistió en mirar hacia otro lado mientras el vecino era secuestrado o asesinado; la culpa política, en haber sido miembro de un Estado criminal sin haber tenido el coraje de hacerle frente de alguna manera. Para la culpa legal importa el castigo, el cumplimiento de la pena; para la culpa moral importa la liberación de ese peso, lo que implica un cambio interior.
‘El cambio interior’ es el punto crucial para sanear la sociedad. La culpa es la marca que deja en el sujeto moral la acción criminal, una marca que la conciencia podrá silenciar pero cuyas exigencias no quedan anuladas por la inconsciencia. Esto en primer lugar. La culpa es, en segundo lugar, algo subjetivo, asunto de la propia conciencia. Sin sujeto que se reconozca culpable, la culpa no alcanza su objetivo. Hay que decir, en tercer lugar, que la culpa es intersubjetiva. Si el delito se las tiene que ver con la ley, la culpa se ventila entre la víctima y el verdugo, entre el autor del daño y el dañado. Esa relación le resulta fatal al verdugo porque si quiso imponerse a la víctima, demostrando con las armas su superioridad sobre la víctima, acaba ésta convirtiéndose en su destino: ‘destino’ quiere decir que el sentido de su vida depende ahora de la vida que él ha asesinado.
Hegel, en un escrito de juventud titulado «El espíritu del cristianismo y su destino», dice que al cometer un crimen y privar al otro de su vida se produce un cambio imprevisto en el autor del crimen. Más allá de la razón por la que quisiera matar (robo o política), descubre que lo hecho le afecta y le altera en lo más íntimo: en su modo de vivir. Al quitar una vida se ha quitado la vida y la vida que le queda siente la pérdida del otro como una carencia propia, por eso anhela esa vida perdida. La desea. Desea que estuviera ahí y que ojalá aquello no hubiera ocurrido
La culpa, finalmente, aunque sea personal e intransferible, tiene una dimensión pública pues la «conversión» interna que propicia es la garantía de un nuevo tiempo político».
No confundir al criminal con el crimen
Junto al proceso de reconocimiento del crimen, de reconocimiento de la culpa y del perdón, también está presente el deseo de venganza, ¿cómo se presenta en su reflexión este dilema? «La elaboración de la culpa es un largo proceso que lleva su tiempo y tiene que pasar por distintas fases. Lleva su tiempo: recordemos que Lady Macbeth se mofa de su hermano cuando a éste le asaltan los primeros remordimientos. Uno se los puede quita de encima con la facilidad con la que uno se limpia las manos. Pero al final de la obra vemos cómo ella, enloquecida por el peso de la culpa, se lava una y mil veces como si sintiera «ahora clavados sus crímenes en sus manos».
Y tiene sus fases. Señalo al menos estas tres. En primer lugar, saberse y sentirse culpable. Esa asunción de la culpa se expresa de modo gradual. Se empieza reconociéndose culpable de haber infringido la ley o un principio abstracto pero no de la sangre derramada, como le ocurre al protagonista de Crimen y Castigo que se lamentará de «haber matado un principio pero no a una persona». Raskolnikov mata por una idea (la de sentirse superior) y consigue matar a la idea (esa idea no se sostiene en él). Otro tanto cabría decir del etarra que mata por una idea (la del «pueblo vasco», según dicen expresamente). Habría que preguntarse si también mata la idea (del nacionalismo vasco en cuyo nombre mata). En un momento posterior se podrá reconocer que matando al otro se ha matado a si mismo. Rasolvikox llegará a reconocer que «no maté a la vieja sino a mi mismo». Podríamos ilustrarlo con Hegel. Sólo al final reconocerá que a quien mató realmente es al otro y que esa muerte la que ha acarreado todos sus infortunios. Ese daño al otro es lo que hará entender al criminal que su acción no fue un acto grandioso, ni un acto heroico, ni la defensa de un ideal, ni un acto de liberación, sino un acto culpable.
La segunda fase es la del arrepentimiento que se da cuando el autor del crimen relaciona la muerte del otro con la muerte propia. Como se desea vivir, se ansía la vida negada. El criminal ha llegado a esa conclusión porque ha hecho la experiencia en sus propias carnes que al matar al otro se ha destruido a sí mismo. Ese es el primer paso: me hice daño a mi mismo. Como dice Raskolnikov a Sonia «a quien maté fue a mi mismo y no a la vieja. De esta manera me maté yo para siempre…».
Notemos que hay una gran distancia entre reconocer el delito y arrepentirse. Para lo primero basta saber que ha infringido la ley y que es merecedor del corriente castigo; para lo segundo hay que adentrarse en el capítulo del daño que hace al otro y que se hace así mismo. Hay que sentir la relación entre ambos daños. Es lo que tan gráficamente expresa Pikabea: uno siente la herida que deja el crimen en uno mismo matando, lo que ahora experimenta es la autoridad del otro. Desea entonces la vida del otro por la cuenta que le tiene. Y relaciona su miseria con el daño al otro y entonces lamenta o se arrepiente del daño causado.
La tercera fase consiste en solicitar el perdón de la víctima que podría liberarle de la culpa. El perdón es gratuito, aunque no gratis. Como dice Carmen Hernández «perdonar es ir más allá de la justicia». No es una obligación, ni un olvido, es un gesto gratuito porque nadie puede obligar a la víctima a concederle.
Lo que la víctima no puede hacer, dice Robert Antelme autor del relato La especie humana, es invocar la venganza para denegar el perdón porque eso sería rebajarse al nivel del antiguo criminal. Lo inaceptable de la venganza, en cualquier caso, consiste en confundir al criminal con el crimen, es decir, identificar de tal manera al autor del crimen con su acción criminal que le neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de arrepentirse. El victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción criminal.
El perdón exige la conciencia de culpa y el arrepentimiento. El objetivo del perdón es la solicitud de una segunda oportunidad. El ofensor, que se sabe autor de una acción perversa, pero capaz de otras acciones porque no se identifica totalmente con lo hecho, demanda a la víctima la oportunidad de demostrar que puede comportarse de otra manera con ella. Abundan testimonios de víctimas y de victimarios que avalan la tesis de que el perdón libera. Libera al victimario de su relación con la culpa y a la víctima del peso de ser víctima. Hay que añadir a renglón seguido que el perdón supone una prueba de humanidad a la víctima que puede o no perdonar».
La justicia transicional
En Colombia, la injusticia secular ha generado respuestas injustas: la imposición de la fuerza y la violencia. Tantos años de implacable persecución del «enemigo interior», y miles de millones de dólares destinados a producir cuerpos para la guerra, masacrar para alcanzar objetivos, y programar la impunidad, han terminado por configurar un organismo social transido por odios y miedos, repleto de victimarios ocultos y conmocionado por una serie interminable de acciones de un espanto indecible. ¿Puede la justicia transicional ser una vía para salir del laberinto?
«Ernst Tugendhat dice que la justicia, es decir, la toma de abrigo frente a imposiciones autoritarias, es el primer rasgo de la humanidad del ser humano, es decir, ese modo de ser que despide al modo ser animal, caracterizado por el poder, por la imposición de uno sobre los demás. La justicia así entendida sería incluso anterior a la aparición de la moralidad.
La justicia transicional es antigua y sigue vigente. Hemos asistido en el siglo XX a la aparición de nuevas figuras como las Comisiones de Verdad y Reconciliación que han protagonizado nuevas formas de justicia transicional: verdad por perdón que algunos entienden como una forma de impunidad y otros, sin embargo, como forma de llevar a cabo un tipo de justicia que esta más pendiente de reparar el daño de la víctima que del castigo al culpable.
Al proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón (4), podríamos llamarlo proceso de reconciliación, si aspiramos a una superación de la situación y, por tanto, a un «nuevo comienzo». El punto de partida es una situación conflictiva en la que hay víctimas y victimarios que dan señales de querer salir de esa situación. La víctima expresa esa voluntad haciéndose visible y el victimario, abandonando la acción armada. Lo que procede entonces es elaborar la experiencia vivida por una y otra parte.
Podemos pensar entonces en una nueva era política que nos convoca a todos: a las víctimas a las que reconocemos su ciudadanía y, con ella, el rechazo a una sociedad con exclusiones; a los victimarios que piden a las víctimas una segunda oportunidad porque reconocen que son ellas la puerta giratoria que da entrada a la ciudad; a toda aquella parte de la sociedad que consintió por activa o por pasiva y que se sabe moralmente culpable. Es un gesto político de enorme calado moral pues compromete el futuro. Se lo debemos a las nuevas generaciones.
La paz con compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la muerte para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Manuel Azaña reconoce a los muertos de la Guerra Civil la grandeza de héroes. Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpables y tienen que pedir perdón.
Quienes estamos ‘fuera’ de los puntos calientes de la violencia, tendemos a identificarnos con las víctimas, con el peligro de llegar a pensar que ese campo es el nuestro, porque jamás podríamos estar en el otro, en el de los violentos. Deberíamos entonces pensar que el dolor del otro es sagrado y que lo que el otro, la víctima, pide no es que la compadezcamos sino justicia. La mejor contribución nuestra a esa demanda es preguntarnos por nuestra propia responsabilidad. También nosotros tendríamos que elaborar la culpa, como el victimario. Javier Muguerza da un paso más al recordar que hay que hacerse cargo de la figura del verdugo porque cualquiera de nosotros puede, además de sufrir la violencia, ejercerla.(5)
NOTAS:
[1] La culpa puede sobrevivir al cumplimiento de la pena y también le puede condicionar. Alguien que se sepa culpable, en el sentido que aquí se dice, está en mejores condiciones para incorporarse a la sociedad que si pasa más tiempo en prisión: «sólo en eso reconocía su delito: en que no lo había soportado y se había entregado a la justicia», dice el narrador. Cf Dostoieuski, F., 2011, Crimen y Castigo, Cátedra, Madrid
[2] En Crimen y Castigo Raskolnikov lo que reconoce es que no puso soportar el peso del crimen. Se reconoce culpable de no haber estado a la altura del ser extraordinario que quería ser
[3] Sobresaliente testimonio de Carmen Hernández, viuda de Jesús maría Pedrosa, concejal del PP de Durango, asesinado por Eta el 4 de junio del 2000. Dice ahí: «el perdón no es una obligación, no es olvido, no es una expresión de superioridad moral ni es una renuncia al derecho. El perdón es un acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia. esforzarnos en plantear e perdón, es proponerlo y hablar de él es invitar a ser cada vez más persona», en «La reconciliación. Más allá de la justicia», en Cuadernos Cristianisme i Justicia, nr 122 (diciembre 2003).
[4] El perdón es una forma de curación de la memoria, la terminación de su duelo; liberado el peso de la deuda, la memoria es liberada para los grandes proyectos. El perdón da un futuro a la memoria», P. Ricoeur, 1995, Lo justo, Barcelona, Caparros, 195-6
[5] Muguerza, J., 2003, «La no violencia como utopía», en Mardones-Mate, La ética ante las víctimas, Anthropos, Barcelona. Dice el autor: «aún si éticamente hay que tomar partido por las víctimas , ello no nos autoriza a identificarnos con las víctimas como si sólo fuéramos capaces de padecer la violencia y no también ejercerla», 24. Sólo así conseguiríamos que esa identificación con la víctima no sea una cómoda forma de eludir nuestras responsabilidades con respecto a la violencia pasada y respecto a la lucha contra la violencia presente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.