No. No era sólo que asesinaran a un ser humano allá a lo lejos en un lugar remoto que nadie conocía. No eran manchas escarlatas que de vez en cuando interrumpían el cuadro limpio de nuestra patria. Podía ser cualquiera, la muerte y hay que ser enfático, la muerte se limpiaba las uñas sucias en […]
No. No era sólo que asesinaran a un ser humano allá a lo lejos en un lugar remoto que nadie conocía. No eran manchas escarlatas que de vez en cuando interrumpían el cuadro limpio de nuestra patria.
Podía ser cualquiera, la muerte y hay que ser enfático, la muerte se limpiaba las uñas sucias en cada esquina de Chile. Todos eran sospechosos. Todos eran cuasi culpables. El germen inducido de la dictadura era, no confiar, no hablar, no fiarse de nadie. Encerrarse en las casas masticando su inducida televisión, escuchando sus selectos programas radiales.
Los asesinatos no fueron coincidencias, los asesinatos estaban a la orden del día y de la noche, a la orden militar marcial contra todo un pueblo. Pueblo pobre por supuesto, a los ricos se les trató afablemente.
En verano se cortaba el agua a raíz de precarias y mediocres instalaciones. Caminaba la gente con sus botellas de plástico, sus ollas tiznadas, sus baldes viejos recolectando la preciada agua.
El hilo de plata transparente era fino y delgado, las botellas se llenaban lentamente. A medida que el agua iba llenando los trastos, también los corazones se rebalsaban de penuria, tristeza y mil necesidades insatisfechas.
En invierno se cortaba la luz a raíz de precarias y mediocres instalaciones. La ropa manchada de vela era tan común, como el hambre de esos días.
A ninguna autoridad le importaba mucho el asunto. De aquella manera se mantenía a los pobladores en sus casas. Tranquilos, con la retina triste de luz, meditabunda de oscuridad.
Además había un poder más grande que todos nosotros, que nos mantenía en la más completa oscuridad y más que oscuridad, oscurantismo.
Salvo que cuando la luz la cortábamos nosotros, los pobladores, los rodriguistas, los cesantes, los estudiantes, ahí, ahí nos les gustaba un carajo.
La frase, «La policía dispara siempre al aire, pero los chilenos vuelan» era aviso tragicómico para andarse con cuidado.
La policía disparaba sin asco a quien fuese, a quien fuera. No sé si puedes entender eso. Niños, mujeres, perros, obreros, estudiantes eran todos el mismo blanco.
Y la policía, los milicos y una tribu de cavernícolas adoradores del gran capital, Pinochet y la ambición entraban arrasando y saqueando dignidades y objetos que consideraran de valor.
Ya que no sólo quitaban vidas, sino cualquier cosa de valor en sus tristes allanamientos.
Y allí estábamos, mujeres, viejos, niños, jóvenes, humanos reunidos luchando contra un caníbal inmenso, tan inmenso que su sombra cubría al país más largo del planeta.
Entre todos empujábamos grandes rocas a la calle, las bolsas de basura, los neumáticos, arbustos, botellas, palos, piedras, voluntades con la loca idea de detener a un toro sediento de sangre.
Fuimos primos hermanos de la Intifada, piedras contra tanques, hondas contra balas, limón y sal contra la lacrimógena…
Y la noche oscura se llenaba de luciérnagas fosforescentes, insectos luminosos buscaban dar en el blanco humano escondido detrás de un enjuto árbol moribundo.
Los afortunados, sólo experimentaban taquicardia y una desértica asma que erosionaba el pecho, los pulmones y la boca.
Los de segunda categoría sólo recibían balines o balas de goma o como sea que se llamen.
Por lo general, se anidaban en la espalda de aquellos que corrían a lugar seguro ante la embestida de bestias color verde dinero.
Han pasado más de veinte años y aún los hoyos, las cicatrices, y las heridas de esos insignificantes balines mantienen su autógrafo de brutalidad sobre la piel de miles.
Los menos afortunados de todos, caían como patos indefensos ante la bala que les laceraba la carne. Unos, se quedaban allí tendidos implorando ayuda, y cientos de ojos lloraban impotentes por entre las rendijas de no poder salir, de no poder ayudar a ese ser humano tendido, vencido ante el plomo.
El lamento, coronaba la oscuridad reinante hasta que llegaban los mismos cazadores que habían disparado sobre su presa deseada.
Y allí mismo le curaban el dolor con un disparo de gracia o lo anestesiaban a patadas, con sus corvos le cortaban el pelo a machetazos con cuero cabelludo y todo y lo dejaban abandonado a su suerte. De esa manera sería un ejemplo viviente de escarmiento para los demás.
Los otros, los que se aguantaban la sangre con las manos, se quedaban esperando a esos compañeros que eran doctores o veterinarios o ayudantes de enfermera a que vinieran a sacarles ese colmillo de acero hundido sobre el hueso.
Las más de las veces, ir a un hospital era ir directamente al matadero. La policía, informantes, agentes secretos, infiltrados, apostatas y toda la fauna carroñera y la flora yerta, esperaban pacientes que alguien cayera en sus redes alguna noche de protesta.
Las casas, tenían sólo el nombre, eran hogares, pero el título de casas era un tanto exagerado.
Un hombre medianamente fornido podía destruir con sus manos esas penosas imitaciones de viviendas.
Cuatro palos enterrados en el suelo. Por cada sección una corrida de tablas desnutridas. Una montada sobre la otra, para evitar que el frío y el viento entraran como Pedro por su casa.
Y de corolario, sobre el techo, un puñado de fonolas. Fonolas que no eran más que cartón embetunado con alquitrán y de forma acanalada para evitar que el agua se juntara sobre el.
Fácilmente, con un clavo de tres pulgadas se podía atravesar completamente esas viviendas conocidas como mediaguas (Insigne invento Chileno)
Las ventanas premiadas tenían vidrios, las otras sólo plástico. El seguro de la puerta era un clavo doblado a modo de picaporte. Una verdadera fortaleza. (Una verdadera fortaleza era el vivir en esas condiciones)
Entonces, aquí viene la parte increíble para nosotros, cotidiana para ellos.
Impotentes de cazas fallidas, la policía y los militares, sabían que sus presas se escondían en aquellas carpas y tiendas de cartón y tablas descarnadas.
Entonces comenzaban a disparar a esas mismas casuchas indefensas. No les importaba nada.
Mataron a Marta Cano, madre de dos hijos, allá en la Población de La Pincoya. Asesinaron, niños, mujeres, ancianos, perros y gatos amanecían muertos de un disparo anónimo con procedencia conocida, reconocida y mantenida.
Y dentro de esos inservibles seres humanos que éramos para ellos, mataron a André Jarlán.
Un franco pastor de ovejas malmiradas allá en la legendaria y combativa población de La Victoria.
La pólvora preñada de muerte expulsa su munición.
La bala busca entre las casas.
La bala quema la tabla, taladra la madera y busca su destino.
La bala le perfora la cabeza al padre francés.
Y la bala se duerme dentro de los sueños de André.
Luego, éste cae como una hoja sobre las hojas de la Biblia.
El 4 de septiembre de 1984, como a eso de las 18:45, mientras leía las sagradas escrituras, en el segundo piso de su rancha, cae muerto, víctima de un balazo el padre Francés André Jarlán
Aún se busca al autor de los disparos.
¡Verdad hay! ¿Justicia Cuándo?