Pese al transcurso del tiempo y la supuesta mejora de la civilización, las minorías privilegiadas del espectro político se resisten a desaparecer. Definidas como elites están en franca decadencia, pero no la doctrina, de ahí la vigencia del elitismo. Su presencia en la actualidad responde a que en gran medida la democracia de la representación se obstina en mantenerse vigente, frenando a la democracia directa. Por su parte, las masas se sienten cómodas desempeñando un papel menor, descargando la responsabilidad del gobierno de la sociedad sobre las elites. Así pues, la cultura elitista continúa arraigada, aunque evidentemente más deteriorada, si se compara con otros momentos de la historia. Inicialmente hay dos factores determinantes del declinar de la elite a la vieja usanza. De un lado, la democracia al uso ha dado un nuevo sentido cercano y temporal al concepto de elite y, de otro, el papel que el capitalismo ha desempeñado en la forma de entender la existencia. Aunque el sentido común lleve a poner en evidencia la incongruencia de que unos pocos dirijan a toda una sociedad, el hecho es que, en base a una pluralidad de argumentos de justificación, semejante tesis se sigue imponiendo, pero hay algo que no se puede evitar y es la marcha del tiempo en su supuesta tendencia hacia lo que se ha venido entendiendo como lo mejor.
El progreso viene a ser un movimiento natural que acaba por imponer la preeminencia de la racionalidad colectiva, superando momentos históricos en los que por diversas circunstancias ha estado ausente, suplantada por intereses particulares. Lo que quiere decir que llegará el momento en el que surgirán factores capaces de influir en la sociedad para recuperar el valor de lo común. Pero el paso decisivo en esta dirección requiere el soporte de una fuerza, que ha de ser reconocida por el propio colectivo. Ese proceso de reconocimiento es fundamental, puesto que si bien la sociedad tiene la fuerza no la reconoce para sí misma y por eso la ha desplazado a la elite, tal vez porque le ha venido faltando confianza y se ha dejado manipular desde los primeros tiempos por los personajes más astutos. Estos se han apropiado del valor de la fuerza y han forzado su reconocimiento como poder en el plano de la simbología. No obstante ese carácter, resulta suficiente para ejercer el poder con los atributos de la fuerza.
Aunque por el momento la sociedad no se reconoce como fuerza y cede el poder a la minoría, se aprecian signos de que empieza a liberarse de tutelas y a tomar consciencia de su papel. Hay factores materiales que están acelerando el proceso, como es el caso de la revolución tecnológica permanente, diseñada por el gran empresariado con fines comerciales, que permite adelantar que el panorama debe cambiar y la sociedad lo percibe. Cuando el principal receptor de sus beneficios son las masas, algo está destinado a romper la inercia histórica en el plano social. Circunstancia que incide como revulsivo frente al tradicional papel de sumisión de la mayoría a los dictados de las minorías a nivel de la política. Baste señalar una cuestión semántica de cierta trascendencia. Frente al sentido político de ciudadanos, como peones de la acción política, ha adquirido relevancia el de consumidores, o sea, el de protagonistas del mercado. En lo sustancial, los primeros son sujetos de derechos y obligaciones frente al poder, mientras que los segundos son poder en sí mismos. Si la política sigue los pasos que marca la economía, disponer de poder económico permite de hacerlo valer en su medida a nivel político, sin embargo es preciso que se reconozca de forma real.
No obstante ser objeto de manipulación en orden a determinar sus preferencias comerciales y a la imposición de necesidades artificialmente creadas, las empresas han de pasar por las imposiciones del consumidor, y su significado reside precisamente en la capacidad de consumir, de la que depende el mercado. Que las empresas reconozcan el valor consumidor sería intrascendente en el caso de que la economía estuviera sujeta a la política, pero sucede a la inversa. Guiada por la ideología capitalista, la economía, en este caso capitalista, es la nueva fuerza directora de la sociedad, y al tener un papel relevante en sus dominios adquiere trascendencia en el plano político. Por tanto, en la época de la mercantilización de la existencia adquirir la condición de consumidor no es algo baladí, puesto que a nivel de masas supone poder real. Asumir cuotas de poder como masas en el plano social, en cuanto que se reconocen, implica ganar poder frente a la elite. En la relación elite-masas, caracterizada por la superioridad de las primeras, quiere decirse que las distancias se van acortando. Las elites subsisten, por el momento, pero en los términos convencionales caminan hacia su inevitable desaparición, si es que efectivamente el progreso tiende hacia lo mejor y el avance de la civilización viene a confirmarlo. Sin embargo hablar de elitismo presupone un planteamiento diferente, puesto que como idea permanece más allá de la realidad y requiere de un tratamiento especulativo.
Vistas desde su sentido tradicional, las elites políticas parecen caminar en franca decadencia a tenor del nuevo estado de la civilización. Mientras que las masas ocupan espacios antes reservados a las elites. Con la finalidad de determinar las modificaciones operadas en la relación elite-masas, cabe abordar la cuestión desde una perspectiva diacrónica, poniendo el foco de atención en el proceso seguido en cuestiones determinantes, como pueden ser las referidas a la calidad de las elites, el poder, las personas, la sociedad, el capitalismo, la política y las estructuras de gobierno.