Pasada la borrachera del Bicentenario y disipada su niebla mediática, el tema de la huelga de hambre de los 35 comuneros mapuches recuperó protagonismo. Se agravaron los riesgos que amenazan la vida de los huelguistas que -al cierre de esta edición- se mantenían firmes en sus exigencias: modificar la Ley Antiterrorista y el Código de […]
Pasada la borrachera del Bicentenario y disipada su niebla mediática, el tema de la huelga de hambre de los 35 comuneros mapuches recuperó protagonismo. Se agravaron los riesgos que amenazan la vida de los huelguistas que -al cierre de esta edición- se mantenían firmes en sus exigencias: modificar la Ley Antiterrorista y el Código de Justicia Militar, plena aplicación del Estado de derecho y un debido proceso ante tribunales civiles, sin testigos ocultos y otros procedimientos -además de elevadas penas de presidio- que permiten esas legislaciones.
Sin embargo, en paralelo con su dramática protesta -que ha acorralado al gobierno poniendo al desnudo la discriminación que sufre el pueblo mapuche-, ha quedado en evidencia el sesgo represivo de las políticas públicas. Se trata de una tendencia que en rigor surgió durante los gobiernos de la Concertación -que reprimieron al movimiento social y aplicaron la Ley Antiterrorista al pueblo mapuche- pero que adquiere ahora más cuerpo y definida orientación con el impulso de un gobierno de derecha. Sin duda hay aprestos para reprimir la protesta social que, inevitablemente -más allá de las debilidades orgánicas e ideológicas que sufre el movimiento de masas-, deberían desatar las políticas económicas y sociales del gobierno oligárquico. El presidente Piñera ha recurrido en el caso de la prolongada huelga de hambre mapuche al doble discurso que caracteriza su trayectoria pública. Anunció la decisión del Ejecutivo de hacer todo lo posible para terminar la huelga de hambre. Pero sorpresivamente, propuso la constitución de una mesa de diálogo en Temuco para tratar todos -y ninguno en específico- los problemas que afectan al pueblo mapuche. El anuncio presidencial, en los hechos, tenía como objetivo dilatar -o hacer imposible- la solución inmediata de la huelga de hambre. La iniciativa presidencial, desde luego, fue rechazada por los 35 comuneros, lo que dio paso a la siguiente maniobra de La Moneda: denunciar una presunta «intransigencia» de los huelguistas que a esa altura ya cumplían 75 días sin ingerir alimentos. La «intransigencia» mapuche es el más cínico argumento para encarar las justas demandas de ese pueblo, representado con dignidad y coraje por los comuneros que ayunan para refrendar con sus vidas la demanda de un justo proceso ante tribunales imparciales que apliquen leyes no discriminatorias.
El tema mapuche, sin duda, es complejo, y no se puede abordar con la liviandad con que lo hace el Ejecutivo. El presidente Piñera olvida -o bien ignora- que hace siete años una comisión de alto nivel, dirigida por el ex presidente Patricio Aylwin e integrada por 25 representantes de variados sectores, incluidas las comunidades mapuches y personeros de la derecha como el abogado Ricardo Rivadeneira y el actual ministro de Hacienda, Felipe Larraín, estudiaron cerca de un año la situación de los pueblos indígenas y la memoria histórica asociada con ellos y su subordinación al Estado chileno. Las propuestas que hizo esa comisión tienen plena vigencia, porque sus recomendaciones no han sido aplicadas, como tampoco se han acogido las observaciones del relator de la ONU para los Pueblos Indígenas. ¿No sería más útil, entonces, abocarse a dar cumplimiento a esas recomendaciones antes que reemprender un camino trillado que ha sido bloqueado por los latifundistas de La Araucanía, las empresas forestales y la derecha política? En lo inmediato, se debe atender la demanda de juicio justo que hacen los 35 mapuches en huelga de hambre. Ese problema es central y prioritario. Se relaciona con la violencia del Estado y la criminalización de la protesta social. Los mapuches encarcelados no son terroristas ni hay terrorismo en su lucha por la tierra. Como se sabe, el Estado chileno -después de derrotarlos militarmente mediante el terror genocida que impusieron los soldados del coronel Cornelio Saavedra- despojó a los mapuches del 95% de las tierras de sus ancestros. Más tarde, las comunidades sufrieron distintas formas de saqueo que redujeron todavía más el 5% de tierras cultivables que quedaban en su poder. El año 2005, el relator especial de la ONU, Rodolfo Stavenhagen, recomendó que se tomaran «medidas para evitar la criminalización de las legítimas actividades de protesta o demandas sociales». En carta al presidente Lagos le hacía ver «su profunda preocupación ante la desproporcionada acusación que pesa contra las autoridades tradicionales en comparación con los hechos que se les imputan de acuerdo con el Código Penal vigente, así como la utilización de la legislación en materia de lucha antiterrorista contra defensores del pueblo mapuche». Sin duda hay una escalada de violencia institucional. Se esconde en la penumbra del doble discurso pero se ha evidenciado desde las primeras actuaciones del actual gobierno. El Primero de Mayo, por ejemplo, el espacio público en que se realizaría la tradicional manifestación de los trabajadores fue copado por fuerzas de Carabineros, que cercaron a la gente y procedieron a realizar detenciones masivas de «sospechosos». Asimismo, ante una protesta de obreros en Iquique el gobierno despachó un avión Hércules con efectivos de fuerzas especiales de Carabineros para reprimir posibles manifestaciones.
Las protestas pacíficas de estudiantes, asimismo, han sido disueltas con gas, palos, chorros de agua, disuasivos químicos y balines de pintura, como sucedió en el campus de Arquitectura de la Universidad de Chile. Y no se trata sólo de manifestaciones sociales o políticas. Incluso la procesión de la Virgen del Carmen en la Plaza de Armas fue objeto de represión. Un grupo de religiosos y religiosas fue detenido por desfilar con una pancarta que solidarizaba con los comuneros mapuches. La televisión transmitió imágenes inauditas de la represión policial en Linares contra aficionados del fútbol, que dejó varios lesionados por la brutalidad policial. El diario La Nación (27/9/2010) informa acerca de los éxitos del Escuadrón Centauro del Cuerpo de Carabineros, compuesto por unos 160 policías, que en los primeros seis meses de operaciones en poblaciones y barrios populares de «mayor índice delictual», arrestó a más de doce mil personas en una experiencia que se quiere replicar en todo el país. A la saturación policial de los espacios públicos y a la supuesta represión preventiva que se hace del descontento, se agrega la descalificación. El senador derechista Antonio Horvath, por ejemplo, sostuvo en Coyhaique que las manifestaciones contrarias a Piñera -que son su sombra en las giras por el país- estaban pagadas desde el extranjero. Las acusaciones de «terrorismo» como las que pesan sobre luchadores sociales mapuches, se han convertido en tema frecuente en el discurso del gobierno. Ya desgastada la «seguridad ciudadana», que no mejora a pesar del hecho de que Chile tenga en las cárceles más presos que Francia, el «terrorismo» es el fantasma que puede dar más dividendos políticos, especialmente si se vincula a la «mano extranjera».
En su política represiva, el gobierno se apoya también en las batidas contra presuntos «terroristas» responsables de una decena de bombas de ruido en Santiago y otras ciudades en los últimos años. Esas bombas no han producido víctimas, grandes daños materiales ni alarma en la población. Más que terrorismo puede pensarse que se trata de acciones de propaganda de grupos deseosos de llamar la atención hacia las injusticias del modelo, o hasta de la propia policía para dar un toque de realismo al clima de inseguridad que interesa crear al gobierno. Los imputados han denunciado como «excesivas» las actuaciones de la Fiscalía y los allanamientos policiales. No se trata de acusaciones infundadas. Hay precedentes de provocaciones policiales y es notoria, además, la falta de prolijidad en muchas actuaciones de los agentes de la ley. Las actuaciones del fiscal Alejandro Peña por ejemplo provocan justificado recelo. Debutó espectacularmente con la detención de un neonazi que fabricaba bombas en la cocina de su mamá y que sería «hombre clave» de la red terrorista. Otro tanto ocurre con las acusaciones de otro fiscal en el caso del joven paquistaní, supuesto agente de Al Quaeda, que no pudo ser imputado hasta ahora y en cuyo caso hay una extraña intervención de la embajada de Estados Unidos y un énfasis desusado del ministro del Interior.
El fiscal Peña recurrió a lo obvio. Tan obvio que debilita su verosimilitud. Okupas y ex lautaristas han estado durante años bajo vigilancia de la inteligencia policial y no habían sido detenidos porque no eran culpables de las bombas. Todo parece haber sido preparado para producir impacto mediático. Pero habrá que esperar, a lo menos los tres meses que solicitó la Fiscalía para profundizar la investigación. Entretanto, los eventuales inocentes están en prisión. El presidente Piñera ha iniciado un camino peligroso. Las organizaciones populares, las agrupaciones de derechos humanos, los trabajadores e intelectuales deben decir su palabra. Aunque con limitaciones, ha costado mucho dolor y sangre recuperar parte de la democracia. No hay que ceder espacios conquistados, ni dejarse avasallar por la prepotencia.
(Editorial de «Punto Final», edición Nº 719, 1º de octubre, 2010)