El 14 de marzo en un pronunciamiento memorable por el nivel de estupidez alcanzado, Iván Duque, refiriéndose a la llegada del brote del Coronavirus a Colombia, dijo: “Yo tengo en mi despacho un cuadro de la Virgen de Chiquinquirá, la patrona de Colombia, esta mañana me desperté pidiéndole a esa patrona de Colombia que nos consagre como sociedad, que consagre a nuestras familias, a nuestros hijos, hermanos, abuelos, a nosotros, quienes tenemos responsabilidades, que nos dé salud para poder guiar los destinos de la nación, y créame, que esa patrona de Colombia nunca nos ha abandonado”.
Esta declaración aparte de ridícula podría considerarse como anecdótica a primera vista, pero ahondando un poco más revela muchas cosas sobre este pobre país: estamos todavía al nivel de la época colonial, cuando para combatir las epidemias se recurría a la “acción milagrosa” de la Virgen de Chiquinquirá; el sistema de salud en Colombia, privado y mercantil, es tan malo que hay que esperar que sucedan milagros para que la gente no enferma ni muera; y, los políticos colombianos, empezando por el actual inquilino forzado de la Casa de Narquiño, tienen tal nivel intelectual y cultural que suponen que para curar una pandemia solo se necesita de “fe” y actitud positiva, y no de conocimiento ni de ciencia.
Un breve recorrido histórico nos muestra la originalidad de la grandiosa propuesta de Iván Duque de encomendarnos a la virgen, que se viene haciendo, léase bien, desde hace cerca de cinco siglos en el actual territorio colombiano. Desde los comienzos de la dominación colonial española se acudió a solicitar la intervención de la Virgen para combatir pestes y epidemias. Cuando alguna región de este territorio era azotada por una epidemia de viruela, sarampión o tifo exantemático se le rogaba a la imagen de la virgen para que protegiera a los infectados. Esas rogativas le atribuían a esa imagen de la Virgen de Chiquinquirá un carácter taumatúrgico (milagroso que, entre otros prodigios, sana), siendo considerada como una “celestial medicina”.
En la epidemia de viruela que azotó al Nuevo Reino en 1587 se habló del carácter milagroso de la imagen de la Virgen, como lo consignó en sus Elegías de Varones Ilustres (de 1602), el cronista Juan de Castellanos: “Poblezuelo de muy poco momento, / y ahora celebrado grandemente / a causa del retrato venerable, / imagen de la Virgen sin mancilla, […] / sanando ciegos, mancos y tullidos”. Acerca de esa misma epidemia, el cronista eclesiástico Fray Pedro de Tobar y Buendía, quien escribió la primera historia oficial de los milagros de la Virgen de Chiquinquirá, aseguraba en 1694 que solo había bastado una novena en Tunja frente al cuadro y de inmediato “comenzó la ciudad a experimentar los milagrosos efectos del patrocinio de esta Soberana Señora, pues con el haber llegado a la ciudad fue Nuestro Señor servido de desterrar las tinieblas de la tristeza y sombras funestas de la muerte; viéndose y observándose de que los desahuciados se levantaron sanos y continuándose la novena iban a la iglesia a dar las gracias a Dios y a su Santísima Madre por cuya intercesión habían conseguido la desesperanzada salud; esta se fue adelantando de manera, que a los nueves días ya estaba casi extinguida la peste y era muy raro el que moría”. Además, a la imagen se le atribuían otros poderes, aparte del de la sanación, puesto que el lugar donde se encontraba empezó a ser visto como una especie de “botica celestial”, cuya tierra era considerada un remedio para cualquier enfermedad y el agua que empezó a manar en “forma milagrosa” no lejos de allí, como dice de Tobar y Buendía, fue “muy eficaz contra todo género de males, fiebres pestilentes, dolores agudos de costado, flujos de sangre, llagas, apostemas, heridas, picaduras de culebras ponzoñosas, incendios, tormentas y finalmente para todo”.
Medio siglo después, en 1633, se presentó una epidemia mortífera, una mezcla de viruela y tifo exantemático, al que se denominó la “peste general” en jurisdicción de Tunja. Ante el furor de la epidemia los vecinos de la región solicitaron que se trajera de Chiquinquirá a la imagen milagrosa y esta fue llevada y cuando llegó la ciudad quedó limpia, dice el cronista de Tobar y Buendía, “del pestilente contagio que la afligía” porque actuó como “medianera y soberana medicina”.
No sobra decir que en los dos casos mencionados, murieron miles de habitantes en el territorio asolado por las epidemias, sin que la Virgen, como es apenas lógico, lo impidiera, aunque en las creencias populares, alimentadas por los curas doctrineros, quedara la falsa imagen del carácter sanador del cuadro de la Virgen de Chiquinquirá, el mismo que invoca en 2020 Iván Duque para enfrentar el coronavirus.
Ya en la época republicana se volvieron a invocar los poderes sanatorios de la Virgen de Chiquinquirá, como cuando en 1841 la imagen fue traída a Bogotá con el objetivo de que ayudara a terminar una guerra y a paliar una epidemia de viruela que azotaba la capital. En la información eclesiástica que promovía su venida se decía que se trataba de “conducir a la Emperatriz del cielo María Santísima Madre de Dios en su sagrada imagen, desde su santuario a esta capital, para que derrame sus beneficios y celestiales gracias sobre nosotros, desaparezca la epidemia que nos aflige y calme el azote de la Divina Justicia que tan justamente se ha descargado por nuestros pecados en las presentes calamidades”. En ese momento la Virgen era denominada como “Reina del cielo”, “Médica celestial”, “Portentosa y tierna madre de misericordia”. La imagen fue traída y sacada de Bogotá y ni se acabó la guerra ni dejaron de morir los infectados por la viruela.
Para ser rigurosos, la Virgen de Chiquinquirá no era la única que se invocaba, aunque era la más exaltada, porque en otros lugares se recurría a otros santos (en Antioquia, por ejemplo, a la Virgen de la Candelaria) o al mismísimo Dios católico, al que incluso recurrían los masones, como lo transcribía el periódico El Neogranadino de Bogotá en septiembre de 1849, a propósito de una epidemia de cólera en la costa caribe: “Oh Grande Arquitecto del Universo… implorando de tu divina misericordia derrames tus consolaciones i libertes de la horrorosa epidemia del cólera morbo a nuestros queridos hermanos residentes en el oriente de Cartagena, que ellos i sus familias sean para siempre salvados, que la confusión, la angustia i la tristeza no visiten nunca sus hogares”.
Durante la epidemia de “gripa española” que asoló al mundo y a Colombia en 1918, y dejo miles de muertos en nuestro país, no se presentó una invocación explícita a la Virgen de Chiquinquirá, porque había una pugna por el control de la imagen entre los habitantes de Chiquinquirá y el clero católico nacional (aliado y guía del presidente de entonces, el gramático antioqueño Marco Fidel Suárez, camandulero redomado como el que más). Los habitantes del pueblo de Chiquinquirá se oponían a que el cuadro de la Virgen fuera llevado a Bogotá, e incluso se sublevaron y organizaron un motín para impedirlo. Por su parte, el clero central que quería consagrar el país a esa Virgen estaba interesado en vincularla a la celebración del centenario de la independencia y a ese proyecto se vinculó Marco Fidel Suárez.
Debido a eso, durante la epidemia de gripa de 1918, Marco Fidel Suárez en persona y gran parte del alto clero se escondieron en sus aposentos para no enfrentar la epidemia ni contagiarse. Durante el tiempo que duró la gripa no hay grandes declaraciones ni exaltaciones ni del Presidente ni de los jerarcas, quienes pasaron de agache en esta ocasión y no exaltaron el carácter taumatúrgico de la imagen de la Virgen. Un hecho evidencia este encierro de las altas jerarquías católicas, que eran por entonces el poder detrás del trono: se prohibieron las ceremonias fúnebres, ya que se enterraba al difunto agripado sin la presencia de ningún familiar y sus deudos no podían realizar ceremonias ni en las iglesias ni en los cementerios, que eran controlados por el clero católico. Incluso, se prohibieron los redobles de campanas en las iglesias, para que tan lúgubre sonido no aumentara el pánico ni evidenciará la tragedia en las calles y barrios de la ciudad, donde la gente enfermaba y moría en el abandono absoluto.
Pero las jerarquías católicas sí consiguieron algo para ellos más importante, como fue la consagración del país a la Virgen de Chiquinquirá al año siguiente, en 1919, durante las efemérides patrias y clericales de la independencia. En efecto, el 9 de julio en una concurrida ceremonia celebrada en la Catedral Primada de Colombia, el obispo de Tunja le impuso una corona de oro y esmeraldas a la imagen y se consagró oficialmente como patrona de Colombia a la Virgen María del Rosario de Chiquinquirá.
Un siglo después de esa espantosa “gripe española” y de la consagración oficial de la Virgen de Chiquinquirá, el actual inquilino de la Casa de Narquiño vuelve a invocar los supuestos poderes taumatúrgicos a esa virgen, como en la más rancia colonia. Ante el número de muertos y contagiados, que crece exponencialmente en Colombia y en el mundo, y en pleno siglo XXI se esperaría algo distinto a una invocación mística para enfrentar una enfermedad desconocida. Solo falta que, en cualquier momento, Duque llame a realizar rogativas públicas y procesiones en las que se carguen imágenes milagrosas para que extirpen el Covid 19, mediante penitencias y sacrificios.
El dogma colonial de tipo mental que caracteriza a Iván Duque y compañía persiste y podría expresarse en el lema: aplacar el coronavirus invocando a Dios. O, en otros términos, ante la ausencia de salud pública recurramos a los padrenuestros y a las rogativas antivirales, como se destilaba en la época de la dominación colonial. ¡Qué otra cosa pueden ofrecer unas clases dominantes, de la que Duque es uno de sus voceros, tras destruir, además, a la educación pública, incluyendo a la universidad, y para las cuales la investigación y el conocimiento no tienen ninguna importancia, como lo demuestra la magra inversión del Estado en ciencia, si se le compara con el presupuesto destinado a la guerra y a mantener una casta parasitaria e improductiva de policías y militares. Al respecto, no debe olvidarse que invocar a la virgen es característico de los sicarios y de los traquetos paisas, que lo hacen sagradamente antes de realizar uno de “sus trabajitos” criminales, es decir, cuando van a asesinar a alguien.
Estas invocaciones se hacen en medio de un sistema de salud privado y costoso, puesto que los hospitales públicos fueron destruidos desde hace casi treinta años, con la Ley 100 que fue impulsada por el patrón de Duque, esa inteligencia superior que es Álvaro Uribe Vélez. En concordancia, a la Virgen de Chiquinquirá se le asigna la labor de sanar y curar y a ella se le deposita la tarea de socorrer y auxiliar a los enfermos, porque el Estado se ha desprendido de esa responsabilidad y el capital privado solo atiende a quienes tengan como pagar, bajo el lema “cuanto tienes, cuanto vives”.
Esta invocación hecha a la Virgen de Chiquinquirá, aparte de reflejar el nivel intelectual de Duque, pone de presente dos cosas: por un lado que los enfermos que lleguen a los hospitales con coronavirus serán dejados a la mano de Dios para que los cure y, por otro lado, que eso solo puede ser resultado de un sistema de salud privado y mercantil que a la hora de enfrentar una epidemia muestra la misma eficacia que, desde hace siglos, tienen los rezos y conjuros que se hacen a la Virgen María.