El infierno preexiste, siempre ahí latente, esperando realizarse. El infierno hoy no huele a azufre o huevos podridos, ni chamuscan sus llamas; el infierno hoy existe de modo casi invisible y en lugares invisibilizados. Como en la isla de Cuba, en ese lugar donde reina la inhumanidad más fría, donde ninguna ley protege a las […]
El infierno preexiste, siempre ahí latente, esperando realizarse. El infierno hoy no huele a azufre o huevos podridos, ni chamuscan sus llamas; el infierno hoy existe de modo casi invisible y en lugares invisibilizados. Como en la isla de Cuba, en ese lugar donde reina la inhumanidad más fría, donde ninguna ley protege a las personas, donde no hay derechos humanos, donde los humanos son perros enjaulados. Me refiero a Guantánamo.
También a Afganistán, a Iraq, a las cárceles secretas de Israel. Lugares concebidos fríamente para que las personas no lo sean. No, el infierno no son esas carnicerías salvajes en África, en Sudán, en Nigeria, o en Chechenia, no. El infierno no lo crean bestias salvajes, el infierno es científico y se planifica: Gulag, Auschwitz, apartheid, Palestina, Guantánamo… Allí rige una ley de hielo. La explicó un general norteamericano a los verdugos que mandaba, cómo tratar a los prisioneros de guerra: «Como perros. Son perros y hay que tratarlos como tales».
Es una falta de urbanidad y una grosería imperdonable, y de hecho no creo que se deba perdonar. Y es que no tenía razón Thomas de Quincey, no: no es que se empiece por asesinar y se acabe por perder las buenas maneras. En realidad la pérdida de las buenas maneras, del tratamiento de respeto al otro, es el requisito y el primer paso para poder torturarlo y asesinarlo. Y eso lo supieron siempre los torturadores y sus jefes, también en los calabozos franquistas. Y desde luego el señor Rumsfeld, la punta de lanza de su joven Norteamérica.
Por eso debiera preocuparnos la desaparición de las normas de urbanidad en esta parte de la vieja Europa, porque acabaremos por tener los Rumsfeld que mereceremos y tragaremos la misma basura informativa filtrada que tragan ahora sus conciudadanos. Y si nos negamos quizá nos acaben tratando como a perros. Y tendremos que ladrar por nuestra esquina, como nos señaló un presidente de gobierno no hace tanto.
Las buenas maneras son el débil escudo, la fina defensa que protege la dignidad, el territorio personal para existir cada uno de nosotros. Sin normas de urbanidad no hay derechos de la persona, simplemente. Cuando alguien se cruza en un portal y no saluda no sabemos si pretende algo malo, pues el saludo es la contraseña de la paz. Cuando alguien nos arroja un «¡eh, tú!» o nos señala con dedo acusador no sabemos si va a atacarnos o a delatarnos. Y cuando alguien que recibe algo de nosotros no nos da las gracias es como si nos arrebatase lo que le entregamos.
Las normas de urbanidad son el código para circular en la urbe, en el territorio civilizado, aunque se han quedado anticuadas. Pero sin unas normas, sean las que sean, no podremos convivir civilizadamente y la urbe, nuestra civilización, fracasará. Las buenas maneras son el aceite que engrasa la máquina. Cualquier mecánico sabe que el aceite, que no es una pieza de la máquina, es imprescindible para que ésta funcione. Un mecánico tiene como primera herramienta la aceitera. Y un buen político usa el respeto, el diálogo, para evitar el conflicto civil y para que la vida social funcione.
Las normas de urbanidad deben ser revisadas y actualizadas, despojarlas de todo su clasismo, de su machismo, de su homofobia, de lo que haga falta. Pasarlas por el sastre, lavarlas y plancharlas. Pero nos son imprescindibles. Disculpen si he molestado y gracias por haber leído esto.