Las clases medias, siempre, en cualquier lugar del mundo, en términos políticos son un fiasco, tontas, banales. Se mueven entre dos polos contradictorios, antitéticos: no son propietarias de gran cosa, de medios de producción concretamente. Y tampoco están en una situación de todo desposeimiento como las clases más humildes, campesinos u obreros industriales. Realmente están […]
Las clases medias, siempre, en cualquier lugar del mundo, en términos políticos son un fiasco, tontas, banales.
Se mueven entre dos polos contradictorios, antitéticos: no son propietarias de gran cosa, de medios de producción concretamente. Y tampoco están en una situación de todo desposeimiento como las clases más humildes, campesinos u obreros industriales. Realmente están en el medio del huracán de la lucha de clases. Estar en el medio es lo que las torna, justamente, un producto indefinido: demasiado pobres para sentirse aristócratas, demasiado ricos para sentirse pueblo, para sentirse plebe. Su lugar social es casi imposible: un poco de cada cosa, pero sin ser nada en definitiva.
Lugar trágico, incómodo, patéticamente conmovedor. ¿Qué son realmente las clases medias? Son un poco de cada cosa, y por tanto no son nada definido. No pueden dejar de trabajar más de dos meses seguido, pues si no mueren de hambre; pero jamás permitirían que se les diga «trabajadores» o se les ponga en el mismo saco con «la chusma». Pero… ¿por qué?
Profesionales, comerciantes, empleados de servicios, cuadros medios en las empresas… la gama es amplia, y por supuesto llena de matices. La pertenencia a las clases medias no se da tanto por una cuestión de ingresos sino de posición ideológica. Se definen, ante todo, por su conciencia de clase -o, mejor dicho aún, por su falta de conciencia de clase-.
Un propietario de medios de producción -industrial o terrateniente- (o de capital financiero, acorde a los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo) tiene mucho que perder ante una transformación social: sus propiedades nada menos. Y un trabajador asalariado -o un subocupado o precarizado, para decirlo también acorde a los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo, figura cada vez más extendida en nuestra aldea global- sigue sin «nada que perder más que sus cadenas», como dijera el Manifiesto Comunista en 1848. ¿Qué pierden las clases medias? Sin dudas, nada; al contrario: también se benefician con un cambio social general. Pero es tal su terror ante la perspectiva de sentirse pobres, de perder lo poco que atesoran (una casa, algún vehículo, un mediano ingreso, la esperanza de un futuro más próspero para sus hijos), que ese terror ante el «comunismo» termina siendo tragicómico. La idea de expropiación con que se mueven, aunque provoque risa, es algo real en su cosmovisión cotidiana. Y definitivamente les provoca horrores.
¿De dónde les viene esta «locura» política, esta falta de comprensión tan irracional en estos sectores sociales? Justamente de su particular anclaje social: soñando ser lo que no son, aspirando fantasiosamente un mundo de riqueza que, en lo real, les está vedado, se espantan de perder lo que tienen, logrado sin dudas con grandes esfuerzos. El fantasma que persigue por siempre a las clases medias es la caída social, la pobreza, pasar a ser aquello de lo que escapan eternamente. Muy aleccionador es al respecto lo que en momentos de lo peor de la crisis que golpeó a Argentina en estos últimos años, podía verse en carteles en más de alguna «villa miseria» (barrios marginales de las grandes ciudades). Rezaba ahí, no sin una dosis de sarcasmo por parte de los eternamente desposeídos que veían empobrecerse más y más a toda la sociedad argentina, y habitantes históricos de estos tugurios: «bienvenida clase media».
A partir de esa situación tan particular de ser y no ser, de ser pobres disfrazados de ricos, de ser pobres con saco y corbata, de no querer sentirse asalariados -racismo mediante-, su concepción política está igualmente disociada. Si bien es cierto que las clases medias tienen bastante acceso a la educación y comparativamente están mucho más preparadas que los sectores más humildes (esto es válido en cualquier país del mundo), no menos cierto es también que su conciencia política es raquítica, mucho más que la de los obreros o los campesinos, los indígenas o los desocupados.
Los grandes pensadores, políticos, analistas sociales y cuadros intelectuales que trazan las políticas de las naciones, en general provienen de las clases medias; los sectores menos favorecidos no tienen acceso a educación superior y están, por tanto, muy lejos de esos niveles de decisión. Y los magnates no se dedican sino a gozar de las rentas; para atender los asuntos de Estado o manejar las empresas, para eso están los gerentes (presidentes incluidos) que, en general, son de extracción clasemediera. Así considerado, podría decirse que las capas medias conocen mucho del tema político. Pero eso es una ilusión: los profesionales preparados en la materia política son de clase media, pero todo el sector, como colectivo, tiene un muy bajo o casi nulo pensamiento político-ideológico. Su vida política queda subsumida por el eterno pago de la tarjeta de crédito; y es en eso, prácticamente, como se va el esfuerzo de toda una vida en estos sectores: gastar mucho, o mostrar que se gasta mucho, y después ver cómo se cubren las deudas. Pensar que se puede retroceder en la escala social y terminar en una «villa miseria» merece el suicidio. Y es desde las clases medias de donde surge el prejuicio respecto a que la política es «sucia», que es «mejor no meterse en política» y que los problemas sociales se deben a los políticos profesionales, eternamente corruptos, omitiendo así la lucha de clases como causa final.
Así, a partir de esas circunstancias, las clases medias son el campo más fértil para que los grandes poderes manipulen su conciencia y las transformen, además de consumidores pasivos, en perfectos estúpidos en términos políticos. Las pasadas décadas de Guerra Fría y la furiosa campaña anticomunista que barrió el planeta hicieron bien su trabajo: no hay sectores más reaccionarios que las clases medias.
Para demostrarlo de un modo patético, ahí está el caso de Venezuela.
¿Quién es la verdadera oposición a la revolución bolivariana, a ese proceso de transformación en marcha que está devolviendo las esperanzas a todo el campo popular, en Venezuela, en Latinoamérica y en el mundo todo? La oligarquía vernácula, y más aún: el establishment de Estados Unidos, que considera a todos los países de la región como sus colonias naturales y que tiene en Venezuela su gran reserva petrolera. Ahí está la verdadera oposición; los candidatos opositores que van a las próximas elecciones el 3 de diciembre no son sino marionetas de la política de Washington. ¿Pero con qué enfrentan estos verdaderos factores de poder al proceso bolivariano? Con la movilización de la clase media.
Azuzando los fantasmas del comunismo ateo que se come a los niños y pone a vivir a la fuerza una familia en la sala de cada hogar clasemediero, estos sectores repiten lo que ha pasado en todo proceso popular (pensemos en Chile con Allende, por ejemplo, o la manipulación de las recientes «revoluciones» en Georgia o en Ucrania, por nombrar sólo algunos casos): las clases medias son visceralmente manipuladas y puestas siempre en la perspectiva más reaccionaria y conservadora posible. A partir de sus temores irracionales a perder lo poco que tienen, se transforman en blanco perfecto para desarrollar sentimientos antipopulares, mezquinos, individualistas.
En la República Bolivariana de Venezuela desde hace unos años se vienen dando sustantivas mejoras en las condiciones de vida de la población, de toda la población, desde los más humildes a las capas medias: todos, sin distinción, tienen acceso a mejores servicios. Y las clases medias, aunque no lo digan en voz alta, tienen un período de florecimiento económico como nunca: ya van trece trimestres ininterrumpidos de crecimiento sostenido. Nunca antes en la historia del país se vendieron tantos automóviles como en este año: 320.000 unidades (no entraremos a considerar la absurda estupidez en juego en ese consumo depredador). Y son los sectores medios los principales beneficiarios de esta bonanza. ¿Pero cómo es posible que justamente esos sectores constituyan la base -que no pasa del 30 % de la población total, aclaremos- de toda la estrategia antirrevolucionaria, sea democrática (para estas elecciones), sea golpista (como en el 2002)? No hay otra explicación posible que por su torpeza, por su más supina ignorancia política y su falta total de compromiso ideológico. Así como a los pueblos indígenas se les asustó -y se les sigue asustando- con la religión católica, a las clases medias se les aterroriza con el fantasma del «castrocomunismo» (¿?) feroz, que les quitará los hijos y los mandará a algún campo de trabajos forzados. Lo patético no es que hoy, siglo XXI, crean en fantasmas y aparecidos, en leyendas del «hombre sin cabeza» o de la «llorona» que aparece en los montes. Lo patético es que crean estos cuentos políticos preparados por medios de comunicación que aplican la más avanzada tecnología de punta para presentarlos, y los repitan, y se movilicen en su nombre, y salgan a la calle para parar «el comunismo que se viene». Patético es, igualmente, que muchos de los que repiten esas cosas… tienen títulos universitarios, maestrías y doctorados.
Que un aristócrata sea falto de solidaridad, reaccionario, conservador, si bien no es justificable, es comprensible: cuida a muerte sus privilegios de clase. Las clases medias no pueden -ni quieren- sentirse trabajadoras, asalariadas, uno más como cualquier habitante de un barrio popular. Pero ¿qué otra cosa son sino compañeros de ruta de los humildes? ¿Por qué, entonces, esa falta de solidaridad de clase, de empatía con los más excluidos que vemos tan extendidamente en las capas medias en todos los países? (Pusimos Venezuela como ejemplo, pero el fenómeno se repite en todo el mundo).
A veces puede llegar a ser un peligro más grande para un proceso revolucionario justamente esa tozudez política de las clases medias que la misma oligarquía. Con esta última está clara su ubicación. Con las clases medias se necesita un trabajo político especialmente cuidadoso, paciente, arduo: se trata de acercarlos al pueblo, no de separarlos. No son los enemigos naturales del pobrerío, aunque a veces jueguen ese papel. Viendo la experiencia venezolana ello es palmariamente claro. Pero también es igualmente claro -y da mucha tristeza- constatar que los sectores medios son los más manipulables, los más supersticiosos y afectos al pensamiento mágico-animista en lo que concierne al ámbito político. Quizá el trabajo de una revolución socialista -entre tantos, no el principal, pero sí importante también- sea ayudar a clarificar tanta estupidez mediática que llevan en sus cabezas los sectores medios. Está claro que el progreso humano es más, muchísimo más, infinitamente muchísimo más que tener un automóvil, un teléfono celular o una tarjeta de crédito.